El peculiar canto del Jilguero me trae de vuelta a la realidad. Como es habitual, todas las mañanas se posa en aquel árbol viejo al costado de mi ventana. Ha sido así durante años, por lo que se convirtió en mi despertador predeterminado.
Al igual que el Jilguero, yo también he vivido aquí durante años, en una rutina interminable. A las 7:00 de la mañana su resonante melodía me fuerza a abrir mis pesados párpados y soltar las cadenas invisibles que me atan a mi cama. Me levanto y aprecio un momento el paisaje; un día soleado, un cielo azulado, cálido, tapizado parcialmente con enormes algodones blancos y una brisa primaveral. Un espléndido día, supongo. Desayuno el mismo pan sobrante de antier, acompañado de un café y un cigarrillo. No tengo hijos, ni familia cerca, tengo amigos, pero los prefiero lejos, así que solo convivo conmigo mismo. De camino al trabajo saludo a los perros callejeros que frecuentan el pasaje. Al llegar al trabajo me concentro en terminar pronto para volver a casa. A las 19:00 de la tarde salgo, viajo de vuelta, ingreso a mi casa y abro la regadera.
Me sumerjo en el agua fría, mientras mis agobiantes pensamientos se desbordan por mis ojos, como extensos ríos que fluyen eternamente por los surcos de mi piel mojada. Una sensación de vacío me carcome por dentro y la angustia me desgarra la garganta hasta dejarme sin aliento. Cierro la llave.
Me dirijo a mi habitación y dejo fundir mi cuerpo entre mis sábanas para por fin experimentar lo más cercano a la inexistencia; dormir. Y así no sentir como la desgarradora tormenta en mi cabeza destruye todo ese jardín florecido durante años.
A la mañana siguiente, vuelvo a comenzar.
Pero esta vez ha sido diferente; el Jilguero no apareció, no me quedaba pan, ni café, ni cigarrillos. Los perros corrieron por otro pasaje, el trabajo terminó temprano y el día, aunque aún conservaba esa brisa primaveral, exponía un paisaje gris, opaco, frío. Hermoso, por primera vez, después de tantos años, puedo sentir este cosquilleo que sube desde el estómago y se manifiesta en una sonrisa. Así se siente la felicidad genuina.
Entonces, abrí la regadera, dejando la tina rebosante de agua e ingresé esbozando un profundo suspiro.
Rápidamente la superficie líquida se tinta de carmesí, mientras que mi vista, nublada, se pierde observando la rapidez del fluido que adorna mis muñecas.
A lo lejos se logra escuchar un canto familiar, es el Jilguero. Sin embargo, es más estridente, como si se hubiera multiplicado.
Querido Jilguero, me alegro por ti.
Espero que tú sí conozcas la belleza de vivir,
Y no deambules como un sonámbulo,
Por el resto de tu vida.
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