El legado de las reminiscencias

El legado de las reminiscencias

ARodjim

10/01/2024

Hasta el día de hoy, he dedicado mi vida entera a un estudio específico, de carácter poco usual y promesas de escaso atractivo. Para muchas personas, quizá sea un emprendimiento banal, inaudito y hasta tonto. Pero yo sé lo que hago, y quería compartírselo al mundo tras años de vigilias bochornosas, múltiples encontronazos cercanos con la muerte y, lo más trascendental, desiguales inmersiones en un espacio no palpable y no visitado personalmente.

Los Recuerdos.

Pero, primero, debería mencionar una base introductoria de lo que he recopilado en mi investigación.

Contenida en el complejo de toda mente viviente, existe una recámara llena de memorias en constante evolución; la he catalogado como la “Recámara de Pensamientos Universales”. Allí, como se puede suponer, ingresan ideas y acciones presentes que, al fundirse en las paredes de la estancia, se desintegran y dan lugar a lo que llamamos “recuerdos”. Conforme las manecillas de un reloj giran vertiginosamente, aumenta la recepción de información, un proceso de velocidad proporcional al de la pérdida de esta, y cada entrega es clasificada y archivada en su lugar correspondiente.

Así, el ser humano nace, crece, aprende, desaprende y vive en un incesante bucle del recuerdo y el olvido, una maravillosa vorágine de emociones que se alzan y descienden simultáneamente, como en un subibajas. En mis estudios, muy conscientemente me enfoqué en este flujo de memorias, cíclico e inmutable, que tomaba lugar en cada microsegundo dentro de nuestro cerebro; aun si se me escapaban otros ámbitos que, sin lugar a duda, eran fascinantes en la mente humana.

Fue por este interés selectivo que, precisamente, advertí el comportamiento disyuntivo del almacenamiento de memorias. Por supuesto, así como es cualquier espacio intangible, incomprensible y vasto, la Recámara de Pensamientos Universales se subdivide en dos recámaras más (que, a su vez, ciertamente, se descompondrán en más recámaras). Estas son la Recámara de la Existencia y la Recámara de la Vida, como opté por denominar.

En la Recámara de la Existencia, son dirigidas todas aquellas memorias que contienen información trivial del día a día del individuo. Cada acción realizada, cada pensamiento formulado, por más mínimo que fuese, llegará a esta recámara y se organizará según su tópico, circunstancia y valor. Los archivos en donde se guarda este tipo de conocimiento son compactos y ligeros, de tal modo que la recámara pueda soportar una recepción diaria de millones y millones de recuerdos existenciales.

Por su parte, la Recámara de la Vida lleva a cabo un almacenamiento distinto. En contraste con su recámara hermana, esta recibe las memorias, por así decirlo, de largo plazo; es decir, aquellas que han sido de alto impacto, capaces de adquirir una importancia y presencia inconcebible en el individuo. Aunque livianas, son de grandes dimensiones, con el propósito de otorgar mayor accesibilidad para localizarlas a futuro.

Cuando noté esta clasificación, me fasciné enteramente en el enfoque que le había dado a mi estudio y seguí explorando. La Recámara de la Existencia y de la Vida prometían un hallazgo sustancial en mi investigación, y quizá podría ser el siguiente paso para la ciencia moderna.

Sí, era indudable: las soluciones a los problemas de la memoria podrían estar en ella misma. Y, si de verdad quería reducir mis preguntas, me era indispensable retomar mi búsqueda con una actitud menos distanciada y más… inmersiva.

La respuesta residía en entrar personalmente a la mente humana.

¡Claro! Si estaba estudiando las recámaras de la mente, ¿por qué no viajar a una de ellas? Así, podría descubrir qué había salido mal y enmendarlo todo.

Tenía gran convicción en aquella hipótesis mía; el resto de la sociedad, no. Cuestionaban mi cordura interminablemente, me reducían a un caso perdido causado por el individualismo y el egocentrismo de mis propios estudios. Pero es que nadie comprendía el verdadero valor de mi indagación, tan persistente y deliberada. Nadie quería darme una mano para profundizar en mis conocimientos y sacar provecho de ellos.

Así pues, me vi en la obligación de proceder sin ayuda.

Contemplé de seguido múltiples alternativas para dar el primer paso hacia la inserción. Investigué todo tipo de información pública, desde publicaciones recientes hasta volúmenes con más de 200 años de existencia. Recopilé ideas, prototipos, avances y fracasos que fueron plasmados en la historia siglo con siglo. Solo era cuestión de darle forma a mi aprendizaje y así lograr algo.

Porque necesitaba lograr algo.

“Cualquier indicio, cualquier evento que me explique por qué sucede”, me repetí una y otra vez, en cuanto releía libros gruesos sobre el funcionamiento del cerebro y la meditación.

Y es que no podría seguir con mi vida si consideraba la posibilidad de desertar y tachar mi trabajo como una grandísima pérdida de tiempo. Me negaba a pensar que había hecho el enfoque incorrecto y, por ende, tomado un camino completamente inútil.

Inútil para mí.

Inútil para nosotros.

Quería ayudarle. De eso nunca tuve duda. Incluso si mis razones pudiesen ser difíciles de vislumbrar y validar, necesitaba ayudarle. Sentía que era mi deber, que era la única persona capaz de otorgarle la salida. Si fuese solo cuestión de hablar, si el problema se esfumase con tanta simplicidad, lo haría gustosamente sin detenerme.

Le dejaría escuchar mi voz para que recordara, para que pudiese colmar su mente de aquellas memorias que le fueron arrebatadas. Le dejaría escuchar mi voz para que sus ojos se llenasen de brillantes lágrimas nostálgicas, y que se dibujara en su rostro una cálida sonrisa genuina, no forzada. Le dejaría escuchar mi voz con tal de permitirle descubrir su identidad, descubrir su verdadero ser, su verdadero motivo de existencia, su importancia.

Le dejaría escuchar mi voz cada maldito minuto del día para que no se alejase de mí.

Pero, cada noche, pasaba lo mismo. Cada noche, al cerrar sus ojos y caer en la ensoñación, sus recuerdos se drenaban automáticamente de su cerebro. Cada noche, todos los eventos que evocamos y almacenamos nuevamente se van al olvido, y nuevamente regresa a ser una carcasa vacía y sin sentimientos.

Y, cada noche, yo volvía a caer en la misma desesperación para evitar que se fuese a dormir. ¿Y si era la inconsciencia la que le causaba todo aquello? ¿Y si manteniéndose fuera del mundo de los durmientes podía conservar sus memorias? Quizá podría ser eso. Quizá podría arreglarse.

Era impropio de mí cavilar con tales esperanzas no fundamentadas. Mas era presa del desquicio, del horror que me producía ver cómo su vida y su esencia se esfumaban de su semblante ante mí, momentos tan fugaces como sus mismos recuerdos.

Entonces, me miraba a los ojos y yo ya no sabía qué hacer. Con el pasar de los años, trabajé en todo momento para averiguar algo sobre su condición, algo que me pudiese arrojar luz en sus tinieblas. Sin embargo, solo enriquecía mi saber y no me aproximaba a su sanación.

¿Qué rayos debía hacer?

¿Cómo podía ayudarle?

Me dijo muchas veces que no hiciera nada. Así, cuando tenía sus recuerdos lúcidos tras haber escuchado mi voz, evocaba también quién era yo y me suplicaba no seguir rompiéndome la cabeza con algo que no tenía respuesta. Ya era feliz así y no necesitaba resguardar sus memorias a largo y plazo, siempre y cuando tuviese a alguien tan leal como yo. Aún no se explicaba cómo yo seguía a su lado, cómo le concedía la bendición de recordar con solo escuchar mi voz cuando, en un pasado, me había hecho mucho daño.

Yo tampoco lo sabía.

Pero era algo que me decía el corazón.

Que era mi responsabilidad darle la libertad de aquellas cadenas del olvido.

Diariamente me insistía en dejarlo todo. Con voz serena y pausada, me indicaba lo infructífero que sería y lo poco saludable que la falta de sueño, la mala alimentación y los ataques de estrés ya eran para mí. Me prometía que, con mi mera disposición a ayudarle a evocar sus recuerdos todos los días, era suficiente.

A mis ojos, no lo era.

“Necesito averiguar qué ocurre con su Recámara de la Vida”, me enfoqué en investigar. “La Recámara de la Existencia será importante, pero es mucho más urgente que pueda, por lo menos, almacenar las grandes experiencias de su vida. No importa que no recuerde qué comió ayer o qué hizo por la tarde. Con tal de que recuerde lo trascendental…”.

Con tal de que me recordara a mí.

A veces, no podía discernir quién era más egoísta. Porque, por un lado, su necesidad del recuerdo me retenía a mí; pero, por mi parte, yo trabajaba arduamente solo para ahorrarme el suplicio de repetir la misma historia cada día.

Tal vez se me estaba haciendo tedioso.

Sí, podría haberme ido hacía mucho tiempo si de verdad estaba perdiendo la voluntad de hacerlo. Perfectamente podría grabar mi voz e inmaterializarla con tal de que la tuviese a su alcance sin necesidad de estar yo presente.

Podía hacer cualquier cosa en lugar de lo que me hallaba haciendo.

Y sin embargo… Volvía cada mañana a pronunciar decenas de palabras que le permitían abrir las puertas del recuerdo. Regresaba solo para ver dibujarse en su semblante la noción del conocimiento, de la evocación, de la nostalgia; y saber que era yo la causa de aquel cambio.

Lo sé.

Era muy egocentrista.

Aunque, si debo hablar con la verdad, probablemente eso me concedió la posibilidad de al fin lograr mi viaje de inmersión, una hazaña que, a pesar de registrar aquí, será considerada por la eternidad como una profanación de lo científicamente factible.

No me importa.

Al final de cuentas, después de varios años que no me molestaré en contar, viajé a su Recámara de Pensamientos Universales y cerré la fuga que, como preví, estaba provocando el daño.

Incluso si eso implicara mi estadía eterna allí.

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