Me despertó la sed. No conocía la habitación del motel porque era la primera noche que pasábamos allí, pero no encendí la luz. El suelo era de madera como el resto del bungalow, así que no me calcé. Atravesé a ciegas el espacio desde la cama al baño asentando bien los pies a cada paso y con las manos hacia delante, como una sonámbula, rozando con los dedos el borde de los muebles, hasta llegar al pomo de la puerta. Cuando la abrí, una pálida luz azulada iluminaba el baño. En mitad del ventanuco una tremenda luna llena me miraba. Mientras dejaba el agua del lavabo correr, pensé si, tal vez, no estaríamos en Alabama o Carolina del Sur en lugar de en aquel motel de carretera de la provincia de Cuenca. Bebí agua de mis manos como si la hubiera recogido acuclillada a la orilla de un riachuelo. Tenía la boca tan seca por la calefacción que me supo dulce y fresca.

Una punzada en la nuca me hizo volverme hacia la puerta abierta. Junto a su marco vi a un ciempiés descolgándose hasta el suelo con un movimiento descoyuntado y rápido. A la luz de la luna fosforecía con un color anaranjado y antiguo. Era larguísimo y me sobresaltó como si acabara de ver un ejemplar del mismísimo Tiranosaurio Rex, tan ajeno y amenazante me pareció. Cruzó el baño hacia la cabina de ducha con hidromasaje y desapareció detrás del bidé. No sé si llegué a gritar, porque estaba paralizada por el miedo, pero F. apareció medio desnudo y aturdido en la puerta del baño. Lo aparté a empujones y corrí hacia la cama.

¡Mátalo, por favor, mátalo!, le urgí. F. encendió la luz y recorrió la habitación en busca de algo para defenderse, preguntándome qué había en el cuarto de baño. En mi descripción el bicho agrandó en centímetros y peligrosidad. Al poco, F. salió con el ciempiés colgando de una percha y yo tuve que acercarme para abrir la puerta del bungalow que habíamos cerrado con llave. El ciempiés era enorme, medía más de una cuarta y su cuerpo articulado de pequeñas plaquitas caracoleando en la percha era repugnante. F. lo machacó con una piedra en un alcorque, junto al tronco de un peral, y removió la tierra hasta que ya no quedó nada de él a la vista. La luz de la luna bañaba los árboles y los coches aparcados junto a los bungalows. La visión era casi poética.
Estaba tan alterada que sabía que no podría dormir. Encendí la televisión y le quité el sonido para no molestar a F. En un canal de noticias pasaban imágenes de las inundaciones del sur: puentes rotos, animales ahogados, gente achicando agua de los portales enlodados…Pensé en mi hijo que estaba en nuestra casa, a salvo, pero que pronto se iría al extranjero no sabía por cuánto tiempo. Luego pusieron imágenes de las concentraciones de protesta por los recortes del gobierno y de las cargas policiales: un hombre con la cara ensangrentada y policías repartiendo palos y arrastrando a gente por la cabeza o a tirones de la ropa. Me había despedido de mi hija en Madrid hacía apenas un día y ya la echaba de menos. En las escaleras del metro habíamos encontrado un zapato de bebé pisoteado y lo habíamos dejado junto a la taquilla. Siempre que encuentro zapatitos en la calle me producen una honda sensación de desvalimiento. Mis hijos nunca perdieron un zapato y, sin embargo, ahora estaban los dos muy lejos de nosotros y ni siquiera estaban juntos. Recordé que en el metro, en el andén opuesto al nuestro, había una mujer de pie, muy cerca del borde. Era grandota y rubia, parecía una emigrante del este de Europa. Lloraba silenciosamente y se enjugaba las lágrimas con un pañuelo arrugado en su puño. Cuando llegó su tren lo dejó pasar. Yo no podía dejar de mirarla y me pregunté a quién estaba esperando, tan lejos de su hogar, o quién la consolaría.

Cambié de canal. En casi todas las cadenas había concursos de los de sacar dinero o adivinos. La maquinaria nunca descansa y se aprovecha de la gente que no puede dormir. Por fin encontré un canal en el que pasaban una antigua película musical. Gene Kelly bailaba en la pantalla silenciosa. F., dormido a mi lado, respiraba profundamente. Pasé el brazo por encima de él para alcanzar el móvil de la mesilla. Busqué “ciempiés” en internet. Los ciempiés son miriápodos y los hay de diverso género y tamaño, pudiendo llegar a medir hasta treinta centímetros. Son venenosos y junto a las cucarachas son los animales más antiguos que han llegado hasta nosotros. Tienen miles de millones de años. Me dio vértigo imaginar la cantidad incalculable de ejemplares que habrían precedido al que yo había encontrado en el baño. Comprobé la hora. El tiempo parecía no pasar. Miré la bandeja de mensajes del móvil. Nadie me había escrito durante la noche. Abrí el juego de palabras y solicité una partida con un jugador aleatorio. Me propuse componer la palabra ciempiés durante la partida. El otro jugador abrió el juego con la palabra “coito” y me saludó con un “hola, guapa” en el chat. Podía esperarse algo así de un tipo cuyo nick es Jorgenitales. Otra persona sola en la noche. Apagué el móvil y la televisión e intenté dormir.

Cuando viajo siempre hay una noche en blanco. Es la señal de que es hora de volver. Lo que busco visitando antiguos monasterios o ciudades habitadas por gente venida de lejos, lo que busco pasando las noches en impersonales hoteles o moteles de carretera en mitad de un lugar que, bajo la luna, podría ser Cuenca o Alabama, está dentro de mí. En cualquier tiempo, en cualquier lugar, siempre habrá hombres que bailan, mujeres que esperan o niños que han perdido un zapato en la calle.

UCLÉS (CUENCA)


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