Soñar.

Caminando por las sucias y solitarias calles de la ciudad, el viento se lleva el humo del cigarrillo mientras él busca la luna en el cielo nocturno, pero no la encuentra. Su mirada perdida se encuentra vacía mientras ve a la nada. Los autos que pasan lo molestan con el ruido que hacen y su corazón comienza a acelerarse. Dándole otra bocanada a su cigarrillo, su mano comienza a temblar. Se está olvidando de respirar y lo único en lo que puede pensar es en acostarse en el suelo de esa horrenda ciudad.

Se encontraba flotando en un lugar blanco. No había ruido que lo molestara, dolor, olor o sabor. Aunque intentaba, no lograba abrir sus ojos. —¿Dónde estoy? —se preguntó flotando sin rumbo en aquel extraño sitio que sus ojos no lograban ver. Aunque tenía miedo, sentía calma y paz, paz que desapareció al escuchar la suave voz de una mujer.

—Hola —dijo una joven mujer acercándose a él. Su cabello corto llegaba hasta sus hombros y era del mismo color que sus grandes ojos marrones. Viendo aquel hombre, sonrió y tomó su mano—. Vamos —dijo, volviendo todo oscuridad.

Al abrir los ojos, se encontraba viendo las nubes que se alejaban de él. El viento pegaba fuertemente contra su espalda y no podía respirar bien. Cayendo al vacío desde tres mil pies de altura, sentía cómo su corazón se aceleraba cada vez más. —¿Qué estás esperando? —preguntó aquella mujer con una sonrisa. Volteando a su derecha, logró verla. Aquella mujer era delgada y tenía una figura que muchas mujeres quisieran. Usaba unas enormes gafas moradas que resaltaban con su labial y ropa negra, pero de todo lo que había visto, su sonrisa le había encantado, aquella falsa sonrisa que era magnífica para él.

—¿Qué esperas? —volvió a preguntar la mujer.

—Llegar al suelo —respondió el hombre con tranquilidad.

—Qué aburrido eres —dijo ella acercándose a él—. Pero también es divertido.

Al abrir los ojos, se encontraba acostado en un campo de rosas, todas de distintos colores. Al levantarse del suelo, sintió cómo todo su cuerpo se encontraba cubierto de espinas, sintiendo un dolor constante. Comenzó a caminar sobre las rosas buscando a aquella mujer. Cada paso que daba era una espina que se le clavaba en los pies, y las que ya tenía clavadas se hundían más, haciéndolo sentir un dolor insoportable. Después de un rato, se fue acostumbrando al dolor de las espinas. El camino que había construido con su sangre y miles de flores pisadas, que nadie lloró ni volteó a mirar, se convirtió en un hermoso camino rojo que era transitado por monstruos de dos pies que cortaban las rosas que decoraban el camino.

—¿Somos malos por pisar estas flores que nos lastiman? —preguntó aquella mujer apareciendo detrás de él—. Volteándola a ver, confundido, respondió—. Tal vez.

Viéndolo, suspiró al escuchar su respuesta. —Qué aburrido eres —dijo aplaudiendo. Sin dejar un rastro, desapareció como si de magia se estuviera hablando. Una brisa comenzó a recorrer su cuerpo, quitando todas las espinas de este. Un silbido comenzó a escucharse y la lluvia empezó a caer, lavando la sangre que cubría su cuerpo. Mirando el cielo nublado, sonrió mientras se acostaba en el suelo—. ¿Soy el malo? —se preguntó comenzando a rodar por todo el campo. Todo su cuerpo se llenó de espinas, desde su cara hasta la punta de los dedos de los pies, haciéndolo sentir un dolor insoportable, pero él no paraba de reír, mientras ocultaba sus lágrimas.

—No eres el malo —dijo aquella mujer abrazándolo por la espalda.

—¿Eres feliz? —preguntó el hombre, tocando las manos que rodeaban su cuerpo.

—Siempre estoy feliz —dijo ella sonriendo una vez más.

—Mentirosa —refunfuñó el hombre. Un escalofrío recorrió su cuerpo y un extraño sentimiento se hizo presente, trayendo consigo un dolor en el pecho, un nudo en la garganta y unas acumuladas ganas de llorar.

—Llora, no les diré a los demás —tocando su cara suavemente con sus delgadas, pero suaves manos, le susurró al oído—. Te quiero —antes de romperle el cuello.

Despertó en el suelo, aunque las espinas ya no estaban, seguía sintiendo dolor. Todo estaba cubierto de humo, el cual no le dejaba ver el oscuro, pero hermoso lugar. Moviéndose lentamente, buscaba una salida de la niebla. Pasaron horas, las cuales para él fueron años arrastrándose sin rumbo. Sintiendo que no podía avanzar más, se acostó en el suelo, quedándose dormido.

Un silbido hizo eco en su cabeza. Al escucharlo, abrió los ojos. La niebla había desaparecido y al frente de él se encontraba aquella mujer montada en la espalda de un enorme perro negro con manchas negras a unos pocos metros de distancia. Al verla, comenzó a correr hacia ella desesperadamente. Cada vez la veía más cerca, aquel silbido se hacía más fuerte con cada paso que daba. Aquellos ojos marrones lo miraban atentamente. Estirando su mano hacia el hombre, sonrió. Aquel hombre tropezó cayendo de cara contra el suelo. Al levantar la cabeza, la niebla había vuelto. Desesperado, comenzó a correr sin rumbo en busca de aquel silbido que cada vez escuchaba más lejos. Buscando por años que para él fueron segundos, vagaba sin rumbo en aquel enorme lugar. Cansado y sin ánimos de seguir, se volvió a tirar en el suelo, cerrando los ojos. Rendido y con ganas de llorar, aguantaba las ganas mientras solo podía pensar en la sonrisa de aquella mujer.

—Llora, nadie se dará cuenta —dijo aquella mujer.

Al escucharla, sonrió, pensando que estaba alucinando. Abrió los ojos con miedo de no poder verla, pero ahí estaba ella con una enorme sonrisa. —¿Dónde estabas? —preguntó feliz, enojado y confundido.

—Siempre estuve al frente de ti —dijo la mujer, bajando de la espalda del perro.

Viendo a su alrededor, se encontraba en la mitad de una pequeña habitación. —Pero… Yo estaba…

—Dando vueltas en círculos —dijo ella, aplaudiendo.

Las cuatro paredes que los rodeaban cayeron, dejándolo ver que se encontraba en la cima de una montaña. El sol se estaba escondiendo, trayendo consigo la noche. —Es hermoso, ¿verdad? —dijo ella, mirando a las estrellas. Sacando dos cigarrillos de la boca del perro, le pasó uno al hombre. —¿Esto es un sueño? —preguntó el hombre.

—No importa —dijo la mujer, encendiendo el cigarrillo. Viendo al hombre, le pasó el encendedor—. Solo tenemos que disfrutar este momento. Escuchando las palabras de la mujer, tomó el encendedor, encendió el cigarrillo, dio una bocanada, botando el humo por la nariz. —¿Por qué te fuiste? —preguntó el hombre, viendo cómo se formaba una aurora en el cielo.

—No sé —respondió la mujer.

Los dos se encontraban acostados en la espalda del perro en completo silencio, mirando los colores de aquel fenómeno tan extraño, pero magnífico. Comenzaron a caer pétalos de rosas del cielo y un frío recorrió el cuerpo de ambos.

—¿Me amabas? —preguntó el hombre.

—Me gusta creer que sí —respondió la mujer.

Suspirando, la miró con nervios. El hombre preguntó: —¿Dónde estás?

Viéndolo por un instante, respondió: —Es momento de despertar.

—¿Sigues viva…? —preguntó abriendo los ojos dentro de un bar.

Habiendo dormido en su propio vómito, se levanta del suelo y pide otra cerveza.

Creer.

Su mirada moribunda se encontró con el techo, el cual desapareció, dejando al descubierto el hermoso cielo de la tarde. Los pájaros sobrevolaban el lugar y una ráfaga de viento recorrió su cuerpo. La luz entró de golpe, dejándolo ciego momentáneamente. Esto le generó un sentimiento extraño de desesperación al no poder ver. Sin darle importancia, dio un trago a su botella sintiendo aquel amargo sabor bajar por su garganta. El ardor que sentía en su estómago fue calmado, pero aún sentía un vacío enorme, el cual fue olvidado cuando su alrededor comenzó a dar vueltas. Iba por la quinta botella, la cual le provocó ganas de vomitar. Cada trago que daba lo incitaba a dar uno más, sentía que su cabeza iba a estallar. Todos los borrachos a su alrededor quedaron perplejos al ver la belleza que se encontraba arriba de ellos, la cual se habían negado a mirar al estar inmersos en sus mundos de botellas. Un largo silencio se hizo presente en el lugar, siendo interrumpido por un crujido que hizo eco dejándolo sordo. Una nube cayó a los pies de él ante la mirada de perplejidad de la mayoría. Un fuerte viento comenzó a mover todo el lugar, el cielo se partió a la mitad convirtiéndose en noche. Todos los que habían quedado maravillados con el cielo comenzaron a llorar. Cada lágrima que caía al suelo se convertía en un charco de cerveza, el cual rápidamente se convirtió en un río que empezó a llevarse los pesares con los que habían llegado al nacer. Los lamentos que empezaban a salirse de control fueron rápidamente ocultados por una fuerte lluvia de cristal que atravesaba a cada persona, callando su sufrimiento por un instante. El cielo se había cansado de tenerles pesar y de escuchar sus lamentos, que eran ahogados por personas que no sabían nadar. El río se desbordó llevándose a los que quisieron luchar. Él miraba toda la situación sin dejar de tomar su cerveza, ignorando al cielo que lo miraba con tristeza.

Al parar la lluvia aparecieron dos mujeres, a las cuales él miró como a un solo ser. No podía dejar de verla, ni quería hacerlo. Ella, al percatarse de su mirada, le sonrió. Aquella sonrisa lo destrozó. Su corazón empezó a acelerarse por un miedo enfermizo y ganas de estar cerca de ella. Los ojos de aquella mujer eran de un color que, sin importar cuánto los detallara, no podía asignarles un color. Al darse cuenta se encontraba perdido en aquel laberinto interminable que lo llevaba a sentir soledad. Al verla mejor, notó el cansancio de aquella mujer, el cual venía acompañado por enormes ojeras.

Ella se acercó quitándole la cerveza de la mano, dio un trago y se sentó a su lado. Él la miraba, intentando descifrar qué la atormentaba. Los dos se quedaron en silencio mientras pensaban en cosas diferentes; cada uno tenía un sueño momentáneo, el cual querían cumplir estando al lado del otro. Tras un breve parpadeo, aquella mujer salió corriendo del bar. Él dudó por un instante y empezó a perseguirla por las sucias calles de la ciudad. Él intentaba alcanzar su alma, pero ella se alejaba más de él. De golpe se detuvieron en la entrada de una discoteca, los dos se formaron. Ella estaba delante de él, la música se escuchaba y ella se movía lentamente al ritmo de esta. Hacía frío, las calles estaban llenas de personas que buscaban refugio para no escuchar sus pensamientos. Una pelea comenzó, la cual los dos ignoraron, adentrándose en aquel lugar. Ella estaba emocionada, él solo la observaba. Siendo absorbidos por la oscuridad, empezaron a caminar por un largo y ancho pasillo. Cada paso que daban la música se escuchaba más fuerte, lo cual la hacía emocionar. Llegaron a una entrada enorme donde el otro lado estaba cubierto por una delgada cortina. Los dos olvidaron todo al cruzar. Las luces de colores pegaron en sus caras evitando que pudieran ver al pasado, y la música apagó sus pensamientos evitando que sufrieran. Ella lo tomó nuevamente de la mano, arrastrándolo al medio de la pista, donde todos bailaban sin parar. Los dos empezaron a mover sus cuerpos, ella libre, él imitando a los demás. La música los llenaba de éxtasis, absorbiéndolos en una mentira de la que no querían escapar.

Él miraba sus movimientos, que lo atraparon. Ella tenía la mirada perdida y una pequeña sonrisa que dejó al descubierto su ser. La canción cambió de golpe a una lenta. Todo a su alrededor desapareció; solo existía ella, la cual lo miró haciendo una seña con sus manos para que él se acercara. Él dio unos cuantos pasos, quedando frente a ella. Tomándola de la cintura, sintió todas sus inseguridades y problemas. Ella puso sus manos en sus hombros. Empezaron a moverse lentamente; él intentaba seguirle el paso, ella era feliz. Sin poder dejar de ver aquellos ojos claros, intentaba resolver el acertijo de su mirada que dejaría al descubierto todos los misterios de su vida. Pero por más que buscaba no hallaba cómo darle felicidad. Aquella mujer tenía millones de miedos, los cuales él notó con facilidad. Aunque los ojos de ella eran de neutralidad, quería ser amada por lo que era, aunque en ese mismo instante era alguien más.

— ¿Quién te hizo tanto daño? —preguntó él. La música se detuvo de golpe, trayéndolo a la realidad. Todos los presentes los miraban, apuntándole con su dedo acusador. Ella solo suspiró apartando su mirada de él.

— No soy el reemplazo de ella —dijo alejándose de él. Todo el lugar empezó a venirse abajo, pero le daba igual, él solo la miraba. No dudó en buscarla, simplemente no lo intentó. El pasado se hizo presente en el lugar, dejando relucir las heridas que aún se encontraban frescas en aquella mujer. Su delicado cuerpo no soportaba un golpe más, si él la tocaba sería partida a la mitad. El pasado sonreía sabiendo que no podía ser cambiado y que ninguno de los dos había aprendido a soltar.

Caminando sin rumbo por las sucias calles de la ciudad, evitaba pensar en sus problemas, sabiendo que llegaría al mismo lugar. Se detuvo intentando llorar, el cielo esperaba sus lágrimas, él dudaba sobre avanzar. Sacando un cigarrillo de su bolsillo, lo encendió dándole una bocanada. Escuchando el grito de una mujer, volteó a mirar al otro lado de la calle, viendo a un hombre correr con un teléfono en su mano. Los gritos de ayuda de la mujer provocaron miles de pensamientos, los cuales despejó soltando el humo por su boca. En aquel momento él volvió a creer en Dios para tener a alguien a quien culpar de sus desgracias.

Tren.

—¿No me ayudarás? —preguntó aquella mujer, escondiendo sus lágrimas de impotencia. El miedo recorría su cuerpo, impidiéndole dejar de temblar. Él la miraba sin poder comprenderla, por la distancia que los separaba. Le parecía extraño que alguien llorara tanto por cosas materiales. Aquel llanto siguió por un largo rato, siendo ignorado por quienes pasaban a su lado. A los pocos que la curiosidad carcomía, no les era posible apaciguar ese dolor que la mujer sentía. Con el tiempo, una chispa de curiosidad surgió en él, matando la indiferencia que sentía.

—¿Es tu culpa por andar sola en la noche, o culpa de los ladrones por hacer algo ilegal? —preguntó, sin recibir respuesta. Los autos pasaban, matando el silencio que solo los envolvian a ellos. Y por un breve momento, ella desapareció.

—Es tu culpa por no ayudarme —dijo, enojada. Su ropa había cambiado, pero él no quiso notarlo—. ¿Por qué no me ayudaste? —reclamó.

—No había nada que pudiera hacer —respondió, preguntándose si eso era lo que pensaba Dios al ver la Tierra desde su trono.

—Siempre se puede hacer algo —reprochó la mujer.

—¿Tú lo hiciste? —preguntó él.

—Te pedí ayuda…

—¿Eso era lo único que podías hacer?

Un bus negro se detuvo en medio de ambos. El lunes subió como pasajero habitual. Viendo sentados a martes y miércoles, que iban a una reunión. Jueves llegó tarde, como era habitual. A viernes lo recogerían en la siguiente estación. Sábado se quedó cuando el bus se marchó. Ella se había cambiado de ropa otra vez, ahora llevaba un hermoso vestido azul, que él seguía sin querer notar. Los dos se miraban fijamente: ella por un segundo, él eternamente. Ella se despidió con una sonrisa, la cual lo acompañaría un largo tiempo.

Sintió frío, así que empezó a fumar con el sábado a su lado. Cada cigarrillo que se consumía era un auto que pasaba. Sus velocidades variaban como sus colores y tamaños, pero el ruido que hacían era el mismo para él: uno que le hacía doler la cabeza. Pasaron los días, y para él aún era sábado, aunque el lunes lo acompañaba. No había nada importante que hacer, aparte de esperar a aquella mujer.

Para pasar el tiempo empezó a buscar un culpable para la miseria de la mujer, por culpa de su ego herido, al no haber podido ayudarla. Un auto pasó y ella apareció: su vestido estaba sucio y rasgado. Ella lo miró con algo de odio en su corazón, pero no dijo nada. Solo se quedó allí, mirándolo fijamente. Estaban parados en medio de un lugar de la ciudad. Cualquiera podía encontrarlos si los buscaba. Los separaban unos pocos pasos, pero ninguno podía darlos: por miedo y orgullo.

—¿Te volvieron a robar? —preguntó, viendo su maquillaje corrido por las lágrimas.

—No —dijo entre sollozos.

—¿Por qué lloras?

—¿Qué te importa? —respondió, tapándose la cara. Su llanto era suave, casi no se escuchaba. Ella misma lo apagaba para no molestar a los demás.

—¿Quieres un cigarrillo? —le preguntó, intentando consolarla.

Ella asintió con la cabeza. Le lanzó la cajetilla con el encendedor. Lo atrapó, sacó uno y lo encendió de inmediato. Sentándose en el suelo, le dio una bocanada al cigarrillo, quemando su gusto y destruyendo sus cuerdas vocales.

A medida que el cigarrillo se consumía, el tiempo pasaba lentamente y el ruido de un tren se hacía presente. Estaba lejos, pero se acercaba a gran velocidad, tanto que los dos pensaron que iba a descarrilar. La noche parecía no terminar. Ella seguía fumando, sus ojos ya no lo miraban. Él no pensaba en nada, solo miraba aquellos labios perderse en el cigarrillo, por su culpa.

—Qué nostalgia —dijo ella, acariciada por el chirrido de los rieles. Ese ruido molesto se convertía en música para sus oídos. Tenía ganas de bailar, pero la vergüenza no la dejaba. Los dos permanecían en silencio, esperando que el tren pasara. La noche terminaba lentamente y la madrugada se hacía presente, tras una corta despedida de ambos.

Al volver a verla, su cabello había cambiado: ahora llegaba hasta sus hombros. Se lo había cortado, y aunque él lo notó, no comprendió el motivo. Tampoco quiso preguntar, por miedo a no entender los sentimientos que cargaba esa mujer.

—¿Quién te hizo daño? —preguntó, encendiendo un cigarrillo.

—Esta vida —respondió ella, mirando al suelo mientras jugaba con su cabello.

—Qué raro —dijo, botando el humo mientras se rascaba la cabeza.

—¿Tienes piojos? —preguntó ella, mostrándole su primera sonrisa.

—Tu papá tiene piojos —dijo.

Unos fuertes gritos de placer comenzaron a escucharse. Una mujer gritaba que le dieran más duro, mientras el rechinar de una cama se hacía cada vez más evidente.

—No tengo papá —dijo ella, sin apartar la mirada.

—Papi, papi, más duro, más duro.

—Ahí puedes conseguir uno —dijo él.

—¿Tú podrías hacerle eso a una mujer? —preguntó ella, con curiosidad.

—Lo dudo —respondió.

Ella comenzó a reír sin parar. Por alguna razón, había visto algo distinto en su sinceridad. Se quedaron en silencio nuevamente, escuchando los gritos de aquella mujer, que parecía morir de placer.

Un gato tuerto, de color amarillento, apareció. Siempre llegaba a la misma hora, para juzgarla. Se sentaba al lado de él, y cuando ella intentaba cruzar la calle, salía huyendo sin dejar de verla.

—¿De qué parte de China eres? —preguntó él.

—No soy china —respondió.

—Entonces el gato es racista —dijo.

—¿Por qué? —preguntó, confundida.

—Huye de ti pensando que te lo vas a comer.

Ella volvió a reír, mirándolo de una forma diferente. No sabía cuánto tiempo había pasado, pero poco a poco se fue encariñando de aquella sonrisa, difícil de ver. Casi todas las noches lo buscaba inconscientemente, aunque sabía que ninguno cruzaría la calle, ya que para él estaban mejor separados.

—¿Quieres un pedazo de mi corazón? —preguntó—. Me vale verga lo que quieras, te daré un pedacito de él y algo de mi alma. Me llamo Lucy —dijo.

En ese momento él cayó en cuenta de que nunca le había preguntado su nombre. Sin percatarse, se había quedado mirándola fijamente. Estaba más hermosa. O más distante. No podía saberlo en ese momento. Pero un miedo surgió en él nuevamente, uno que intentó esconder.

—¿Qué me miras, acaso eres gay? —preguntó, empezando a caminar. Él la miraba, deseando ver qué tan lejos llegaba.

—¿No me vas a seguir? —gritó en la oscuridad.

Él se levantó y se adentró en ella.

Caminaron sin parar. No sabían dónde terminarían. Ella miraba a todos lados, buscando algo… tal vez lo que le habían robado, a su padre o algún amor.

—¿Santa o puta? ¿Qué piensas cuando me ves?

—¿Quieres una verdad o una mentira? —preguntó él.

—Ninguna —respondió.

Una luz tenue iluminó el camino. Habían llegado a un café, con dos establecimientos, uno frente al otro, cruzando la calle. Las paredes eran blancas, todo estaba bien cuidado. En la puerta había algo que parecía un talismán, pero él no logró reconocerlo.

Lucy se sentó en una de las mesas afuera. Él se sentó frente a ella. Al pasar unos minutos, un hombre alto, delgado, con un cuello larguísimo, se acercó a la mesa de ella.

—¿Qué deseas pedir? —preguntó, sacando lápiz y libreta.

Por un momento se descuidó. Al darse cuenta, todo se había apagado. Lucy ya no estaba. Él estaba perdido en las calles vacías. Ya no sentía el amor enfermizo en esa mirada que lo llevaba a imaginar las más oscuras perversiones sin miedo a ser juzgado. De nuevo sentía los ojos que lo esperaban en casa, preocupados, mientras intentaba perderse en otras manos, con veneno, pero sin alma. La lujuria había desaparecido al tocar otros cuerpos y sentir un latido ajeno.

—Solo te gustan inalcanzables —gritó Lucy, apareciendo de nuevo después de mucho tiempo—. ¿Por qué no te olvidas de ella? Se fue porque no te amaba —Las lágrimas brotaron cuando sacó la caja de cigarrillos de su bolso; su voz había vuelto a ser silenciada por el vicio de alguien más—. Si me tienes, ¿me amarás? —preguntó con dificultad.

El tren por fin pasó. Y se descarriló hacia el lado de él. No se sorprendió, pero le molestó. Sus ojos la buscaban. Por alguna razón, necesitaba verla para ayudarla a encontrar un culpable de su alma rota. Pero Lucy ya no estaba.

Desesperado, corrió hasta llegar a un lote que ella usaba como basurero de recuerdos. Todo estaba organizado y meticulosamente separado en montañas que llegaban hasta el cielo: frascos con lágrimas, cartas de enamorados, condones usados. La mayoría eran promesas fallidas y oportunidades desperdiciadas.

Empezó a buscar sin hallar las respuestas que quería. Entró en una desesperación que no sentía desde hacía tiempo. Empezó a insultar a Dios, sin razón. Comenzó a rezar para que él existiera y pudiera sentir su odio, aunque fuera falso.

Se adentró entre la montaña de cartas, cayendo en versos, invitaciones y «te amos» que, a simple vista, parecían verdaderos, pero resultaron ser falsos. Su curiosidad le ganó y empezó a buscar entre la pila de cartas que ella había escrito una con palabras dirigidas a él. No encontró ninguna. Nadó entre mares de lágrimas, revisó gota por gota, sin hallar la razón de su dolor. Caminó entre toallas usadas y condones que ensuciaban su piel. El odio que sentía Lucy comenzaba a apoderarse de él.

Escaló la montaña de peluches que ella había tirado. Se sentó en la cima, apreciando las estrellas. Empezó a nombrarlas una por una. La luna de colillas de cigarrillo se hizo presente; recientemente había sido contaminada.

El tiempo pasó. Lucy no volvió a aparecer. Él la esperaba en el mismo lugar donde la conoció. Pero ella parecía haberse olvidado de él.

Un auto pasó, y ella apareció con una gran sonrisa.

—Tanto tiempo —dijo Lucy.

—Un poco —dijo él, intentando ocultar su felicidad—. Estás hermosa —añadió.

—Gracias —respondió, lanzándole la cajetilla de cigarrillos y el encendedor.

Atapándolo, empezó a caminar hacia ella con seguridad. Ella lo miraba, sin sorpresa, tras soltar un suspiro. Unas manos rodearon la cintura de Lucy y unos labios besaron su cuello. Él se detuvo al verlo, sin saber cómo reaccionar.

—Tengo novio —dijo Lucy, mirando a aquel sujeto de una manera en que nunca lo vio a él. Había una diferencia entre ellos dos, una que entendió inmediatamente: aquel sujeto no encontró el culpable del dolor que sentía ella, pero hizo que olvidara aquel sufrimiento.

Lucy desapareció, feliz.

Bus.

Estaba a punto de llover. Él caminaba sin mirar antes de cruzar la calle por estar inmerso en sus pensamientos cotidianos, que se habían vuelto repetitivos al pasar del tiempo. Algo fugaz hizo click en él. En ese momento simplemente quiso volver a casa, no a aquel sucio apartamento que limpiaba cada tanto, sino a donde creció gran parte de su vida.

Al recordar aquella casa no podía diferenciarla de las demás, aunque su color verde era particular. Tenía grandes ventanas y un hermoso jardín. No había nada que destacar, aparte de su color, pero algo se le hacía raro al pensar en ella. Deseaba con todas sus ansias volver, aunque hacía unos años solo quería huir de ese lugar.

No lo maltrataban, ni lo odiaban. Eran un poco estrictos, pero en su momento no le molestaba. Al ser hijo único tuvo gran atención. Aún no entendía por qué simplemente quiso marcharse. Solamente era un malagradecido, pero este mismo egoísmo lo hacía desear volver con prisa.

Comenzó a caminar a la parada de autobuses. Estaba a unas cuantas cuadras de donde vivía, así que solo cambió su caminar. Las calles estaban repletas de personas que se movían apuradas, sin ver lo hermoso de la noche. Las estrellas se dejaban ver sin miedo, ignorando las luces de la ciudad. Era algo majestuoso, una situación que solo pasaba cada tanto, pero él no podía disfrutar aquel hermoso escenario por sus pensamientos que surgían con cada paso que daba. Aquel hombre buscaba una justificación, meta o excusa del motivo de su accionar. Seguro sus padres le preguntarían por qué no los había llamado en meses ni respondía sus mensajes. Su madre estaría algo molesta, pero lo abrazaría en un instante. Al contrario de su padre, que seguro estaría enojado y no lo voltearía a ver en toda la noche, mientras repetía en voz alta en forma de reclamo los valores de los hombres.

—Qué mal hijo soy —pensó autocompadeciéndose, aún sabiendo que sus acciones no tenían excusas, lo cual le molestaba.

Empezó a llover. Todos habían desaparecido, y él empezó a huir buscando un refugio, de aquella lluvia que lo dejaría al descubierto. Encontró resguardo bajo un techo viejo de lámina. Empezó a esperar de pie que la lluvia se detuviera. Cada gota que caía era una excusa para poder perder los próximos buses. Tal vez Dios le daba una oportunidad para retroceder o simplemente era él buscando que lo complacieran.

Sacó un cigarro. Lo encendió. Mientras daba la primera probada, pensaba en qué decirle a sus padres. Pero rápidamente esta preocupación pasó a segundo plano y comenzó a martirizarse al enumerar todos sus problemas, a raíz de las malas decisiones que había tomado. Cada bocanada intentaba aliviar aquellas ansias, dañando sus pulmones en el proceso. Ignorando todo a su alrededor, empezando a odiar cada parte de él, su lengua empezó a arder al tragar el humo, tosiendo sin parar. Sus encías empezaron a sangrar tras dañar sus dientes, pero las ansias disminuyeron esporádicamente. Aquella sensación de paz se fue al pensar en las deudas que tenía y las futuras que adquiriría para pagar las anteriores.

No podía evitarlo. Se sentía miserable. Pero pensaba que no merecía ser miserable. Tras comparar su vida con otras personas, vivía en la gloria.

—Ni para ser miserable sirvo —pensó queriendo volver a aquel apartamento.

En medio de la oscuridad visualizó un señor mayor, delgado, con una gran sonrisa. Cargaba un gran costal, el cual lucía pesado. La mugre salía de su piel por las gotas que parecían buscarlo. Aquel viejo saltaba sin preocuparse de la lluvia mientras cantaba una canción. No quiso prestarle atención, pero aquella canción le recordó algo. Miró a aquel señor fijamente, esperando tenerlo lo suficientemente cerca. Al cabo de unos segundos lo reconoció a pesar de la oscuridad. Era aquel vagabundo del que los niños huían por miedo. En algún punto él había sido uno de esos niños. Haciendo memoria, siempre lo había visto caminar con una gran sonrisa, la cual lo hizo envidiarlo por alguna razón.

—¿Por qué está feliz? —preguntó con curiosidad.

Un pensamiento retorcido pasó por su mente, pero al instante recapacitó. «Solo un disparo y tal vez podría robar su felicidad», se imaginó.

—Está hermosa la noche —dijo aquel señor, mostrándole una gran mueca.

—Sí —dijo mirando al cielo.

—Tienes una cara muy tétrica —dijo el señor—. ¿Quieres matarme? —añadió con una mueca.

Sin saber qué decir, lo miró en silencio.

—¿Tan transparente soy? —preguntó el hombre ofreciéndole uno de sus cigarrillos.

Él tomó toda la cajetilla.

—Te estoy haciendo un favor, eres muy joven para fumar —dijo, guardando los cigarrillos—. Me das lástima, tan joven y acabado. Tienes que ser como yo, alguien alegre —mostrándole el pulgar con una gran sonrisa agregó tras guiñarle el ojo. Sacando un billete mojado del bolsillo, tomó su mano—. Lo necesitas más —añadió tras poner el billete en su mano.

—No lo necesito —reclamó el hombre, intentando devolverle el billete.

—La vida es fácil. Solo debes soltar aquello que cargas, pero hay veces que simplemente no deseas soltar, y empiezas a caminar por las calles descalzo, sin ganas de comer, vivir o morir. En algún punto te das cuenta de que los niños huyen de ti, todos te miran mal. Lo peor de todo es que no te interesa. Simplemente caminas, huyendo de algo mientras sigues cargando con aquel costal pesado. No dejes pasar el bus —dijo marchándose con aquella gran sonrisa que no quitó, por más que sus ojos querían llorar.

Mirando aquel bus pasar, empezó a correr detrás de él. Aun sabiendo que se detendría a unas cuantas cuadras, la sensación de las gotas chocando contra él y la tranquilidad de simplemente disfrutar el momento era increíble.

—¿Por qué no volví a hacer esto? —se preguntó.

Llegó a la parada. El bus se detuvo y abrió sus puertas. Lo recibió una mujer delgada, unos años mayor que él. Tenía un elegante vestido y tacones, y con una sonrisa forzada lo detalló.

—Qué raro eres —dijo, cerrando la puerta.

Queriendo pagar con aquel billete mojado que le dio el señor, observó cómo la mujer repudió el billete con un leve gesto.

—¿Lo vas a tomar? —preguntó con la mano estirada.

—Siéntate —dijo, arrancando el bus.

Guardando el billete en su bolsillo, caminó hasta un asiento. Las gotas bajaban lentamente, las casas pasaban, y él simplemente se distraía. En el autobús solo existían la conductora y él. Ella se detenía en cada parada, pero nadie se subía. Pasó un rato y él seguía preguntándose si era bueno volver, donde sus padres, ya que ellos no merecían ver a un perdedor. Pero él sabía que necesitaba aquel calor que abandonó de joven.

—¿Qué se siente ser millonario? —preguntó la conductora.

—¿Qué? —dijo sin comprender.

—Tienes el autobús solo para ti, es algo que solo harían los millonarios.

Dándose cuenta de la situación, sonrió.

—Se siente bien —dijo.

—¿Y no dirás nada de la hermosa mujer que está conduciendo?

—¿No sería acoso? —preguntó él.

A lo cual ella empezó a reír.

—Sí, pero hoy es un día especial, así que lo dejaré pasar.

—¿Por qué especial? —preguntó.

—Mañana me caso —respondió.

—Felicidades —dijo por compromiso—. Pero ¿no tendrías que estar en tu despedida o algo? —preguntó.

—Sí, prácticamente, pero… es difícil de explicar.

—¿Y por qué estás trabajando? —preguntó con curiosidad, avanzando unos cuantos asientos.

Sorprendida lo miró. Tras detallarlo, empezó a reír.

—No estoy trabajando, este bus me lo robé.

—Tiene sentido…

—Estás muy tranquilo, ¿no me crees? —preguntó.

—Lo hago. ¿De qué escapas? —le cuestionó a la mujer, la cual borró aquella sonrisa quedándose en silencio unos minutos.

—Todos escapan de algo, o eso siento yo. En mi caso escapo de mi felicidad. Realmente no siento que merezca ser feliz —respondió.

—Todos merecen ser felices.

—¿Incluso tú?

—Espero que sí.

—No dirías lo mismo si me conocieras bien.

—Supongo que es verdad —dijo algo pensativo—. Pero…

—¿Qué? —interrumpió la mujer—. No todos merecen ser felices, ni vivir o morir. No todos merecen ser tratados igual, ¿me comprendes? —preguntó, deteniéndose en la última parada de autobús. Volteando a mirarlo, le sonrió—. ¿Dónde vas?

—A la casa de mis padres. ¿Y tú?

—A la casa de mi esposa. ¿Crees que seguirías diciendo que merezco ser feliz después de hoy? —preguntó la mujer.

—Sí, ¿por qué no? —dijo el hombre, intentando hacer una mueca como aquel viejo.

—Qué raro eres. Dame tu número —dijo. Tras recibir el número de teléfono, se bajó del bus, despidiéndose con una gran sonrisa tras agradecerle por la corta charla.

Él, bajando unos minutos después, caminó a paso lento. El frío de la noche lo congeló. Tiritando con cada paso que daba, miraba casa por casa detalladamente, esperando reconocer la suya. El tiempo pasaba, y por más que miraba, no la podía encontrar.

Perdido en las calles de la ciudad, estaba aquel hombre que había abandonado su hogar. Solo, con hambre y frío, sin cigarrillo que lo calmase.

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