Caminando por las sucias y solitarias calles de la ciudad, el viento se lleva el humo del cigarrillo mientras él busca la luna en el cielo nocturno, pero no la encuentra. Su mirada perdida se encuentra vacía mientras ve a la nada. Los autos que pasan lo molestan con el ruido que hacen y su corazón comienza a acelerarse. Dándole otra bocanada a su cigarrillo, su mano comienza a temblar. Se está olvidando de respirar y lo único en lo que puede pensar es en acostarse en el suelo de esa horrenda ciudad.

Se encontraba flotando en un lugar blanco. No había ruido que lo molestara, dolor, olor o sabor. Aunque intentaba, no lograba abrir sus ojos. —¿Dónde estoy? —se preguntó flotando sin rumbo en aquel extraño sitio que sus ojos no lograban ver. Aunque tenía miedo, sentía calma y paz, paz que desapareció al escuchar la suave voz de una mujer.

—Hola —dijo una joven mujer acercándose a él. Su cabello corto llegaba hasta sus hombros y era del mismo color que sus grandes ojos marrones. Viendo aquel hombre, sonrió y tomó su mano—. Vamos —dijo volviendo todo oscuridad.

Al abrir los ojos, se encontraba viendo las nubes que se alejaban de él. El viento pegaba fuertemente contra su espalda y no podía respirar bien. Cayendo al vacío desde tres mil pies de altura, sentía cómo su corazón se aceleraba cada vez más. —¿Qué estás esperando? —preguntó aquella mujer con una sonrisa. Volteando a su derecha, logró verla. Aquella mujer era delgada y tenía una figura que muchas mujeres quisieran. Usaba unas enormes gafas moradas que resaltaban con su labial y ropa negra, pero de todo lo que había visto, su sonrisa le había encantado, aquella falsa sonrisa que era magnífica para él.

—¿Qué esperas? —volvió a preguntar la mujer.

—Llegar al suelo —respondió el hombre con tranquilidad.

—Qué aburrido eres —dijo ella acercándose a él—. Pero también es divertido.

Al abrir los ojos, se encontraba acostado en un campo de rosas, todas de distintos colores. Al levantarse del suelo, sentía cómo todo su cuerpo se encontraba cubierto de espinas, sintiendo un dolor constante. Comenzó a caminar sobre las rosas buscando a aquella mujer. Cada paso que daba era una espina que se le clavaba en los pies, y las que ya tenía clavadas se hundían más, haciéndolo sentir un dolor insoportable. Después de un rato, se fue acostumbrando al dolor de las espinas. El camino que había construido con su sangre y miles de flores pisadas, que nadie lloró ni volteó a mirar, se convirtió en un hermoso camino rojo que era transitado por monstruos de dos pies que cortaban las rosas que decoraban el camino.

—Somos malos por pisar estas flores que nos lastiman —preguntó aquella mujer apareciendo detrás de él. Volteándola haber confundido, respondió—. Tal vez.

Viéndolo, suspiró al escuchar su respuesta —Qué aburrido eres —dijo aplaudiendo. Sin dejar un rastro, desapareció como si de magia se estuviera hablando. Una brisa comenzó a recorrer su cuerpo, quitando todas las espinas de este, un silbido comenzó a escucharse y la lluvia comenzó a caer, lavando la sangre que cubría su cuerpo. Mirando el cielo nublado, sonrió mientras se acostaba en el suelo—. ¿Soy el malo? —se preguntó comenzando a rodar por todo el campo. Todo su cuerpo se llenó de espinas desde su cara hasta la punta de los dedos de los pies, haciéndolo sentir un dolor insoportable, pero él no paraba de reír, mientras ocultaba sus lágrimas.

—No eres el malo —dijo aquella mujer abrazándolo por la espalda.

—¿Eres feliz? —preguntó el hombre tocando las manos que rodeaban su cuerpo.

—Siempre estoy feliz —dijo ella sonriendo una vez más.

—Mentirosa —refunfuñó el hombre. Un escalofrío recorrió su cuerpo y un extraño sentimiento se hizo presente, trayendo consigo un dolor en el pecho, un nudo en la garganta y unas acumuladas ganas de llorar.

—Llora, no les diré a los demás —tocando su cara suavemente con sus delgadas, pero suaves manos, le susurró al oído—. Te quiero —antes de romperle el cuello.

Despertó en el suelo, aunque las espinas ya no estaban, seguía sintiendo dolor. Todo estaba cubierto de humo, el cual no le dejaba ver, el oscuro, pero hermoso lugar. Moviéndose lentamente, buscaba una salida de la niebla. Pasaron horas, las cuales para él fueron años arrastrándose sin rumbo. Sintiendo que no podía avanzar más, se acostó en el suelo, quedándose dormido.

Un silbido hizo eco en su cabeza. Al escucharlo, abrió los ojos. La niebla había desaparecido y al frente de él se encontraba aquella mujer montada en la espalda de un enorme perro negro con manchas negras a unos pocos metros de distancia. Al verla, comenzó a correr hacia ella desesperadamente. Cada vez la veía más cerca, aquel silbido se hacía más fuerte con cada paso que daba, aquellos ojos marrones lo miraban atentamente, estirando su mano hacia el hombre, sonrió. Aquel hombre tropezó cayendo de cara contra el suelo. Al levantar la cabeza, la niebla había vuelto. Desesperado, comenzó a correr sin rumbo en busca de aquel silbido que cada vez lo escuchaba más lejos. Buscando por años que para él fueron segundos, vagaba sin rumbo en aquel enorme lugar, cansado y sin ánimos de seguir, se volvió a tirar en el suelo, cerrando los ojos. Rendido y con ganas de llorar, aguantaba las ganas mientras solo podía pensar en la sonrisa de aquella mujer.

—Llora, nadie se dará cuenta —dijo aquella mujer.

Al escucharla, sonrió, pensando que estaba alucinando, abrió los ojos con miedo de no poder verla, pero ahí estaba ella con una enorme sonrisa —¿Dónde estabas? —preguntó feliz, enojado y confundido.

—Siempre estuve al frente de ti —dijo la mujer bajando de la espalda del perro.

Viendo a su alrededor, se encontraba en la mitad de una pequeña habitación —pero… Yo estaba…

—Dando vueltas en círculos —dijo ella aplaudiendo.

Las cuatro paredes que los rodeaban cayeron dejándolo ver que se encontraba en la cima de una montaña. El sol se estaba escondiendo trayendo consigo la noche. —Es hermoso, ¿verdad? —dijo ella mirando a las estrellas, sacando dos cigarrillos de la boca del perro, le pasó uno al hombre—. Esto es un sueño —preguntó el hombre.

—No importa —dijo la mujer encendiendo el cigarrillo. Viendo al hombre, le pasó el encendedor—. Solo tenemos que disfrutar este momento. —Escuchando las palabras de la mujer, tomó el encendedor, encendiendo el cigarrillo, tomó una bocanada, votando el humo por la nariz. Mirando al cielo, preguntó el hombre. —¿Por qué te fuiste? —viendo cómo se formaba una aurora.

—No sé —respondió la mujer.

Los dos se encontraban acostados en la espalda del perro en completo silencio, mirando los colores de aquel fenómeno tan extraño, pero magnífico, comenzaron a caer pétalos de rosas del cielo y un frío recorrió el cuerpo de ambos.

—Me amabas —preguntó el hombre.

—Me gusta creer que sí —respondió la mujer.

Suspirando, la miró con nervios. El hombre preguntó —¿Dónde estás?

Viéndolo por un instante, respondió —es momento de despertar.

—Sigues viva… —preguntó abriendo los ojos dentro de un bar.

Habiendo dormido en su propio vómito, se levanta del suelo y pide otra cerveza.

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