El parque es un hervidero de gente. El sol ya no aprieta y la luna se empieza a dibujar sobre un cielo que se va apagando. Una madre atiende las insistentes demandas de su bebé y le hace entrega de un mendrugo de pan. El pequeño individuo manosea y observa el trozo mientras grita emocionado “pan, pan, pan” en lo que suponen algunas de sus primeras palabras. Él no lo sabe, pero está a punto de empezar una relación adictiva que le acompañará toda su vida. Apenas tiene dientes y los que han hecho aparición se muestran tímidos. Consigue meterse el trozo en la boca, lo rechupetea, intenta morderlo y desiste. Repite la operación hasta que torna en una bola húmeda que opta por lanzar al suelo. Busca a su madre con nerviosismo y cuando consigue vislumbrarla vuelve a decir “pan, pan, pan”. Sus primeros años estarán plagados de momentos iguales en los que la novedad ante lo desconocido dará pie a la curiosidad y a la repetición.                                                                                               

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A escasos metros, en un pequeño campo de fútbol, un enorme bocadillo corre arriba y abajo sujeto por unos enclenques brazos. Su dueño, un chaval que viste los colores de su equipo favorito, se desempeña sin mucho éxito tratando de sorprender a sus amigos con un gol legendario. Las rodillas reflejan numerosas heridas de guerra. Y, ante tales dolencias, no hay mejor remedio que una dura corteza que cruje al morder y que esconde una miga esponjosa capaz de dar cobijo a innumerables rodajas de chorizo. Ese bocadillo acompañará a su comensal a lo largo de numerosas tardes de juego, pillaje, desengaño y camaradería. Será intercambiado por otros o verá cómo algunas de sus partes son desgajadas para pasar a otras manos. Aguantará lo que le echen y sobrellevará el frío, calor, lluvia o granizo. Y siempre, absolutamente siempre, será recibido con entusiasmo.

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Un tiro desviado provoca que el balón acabe en los pies de una señora que cruza el parque. Porta dos baguettes en el brazo y camina con gesto apresurado. En apenas unas horas recibirá la visita de su único hijo. Hace escasos meses que se ha independizado y está tratando de digerirlo. El vacío que ha dejado contrasta con la panera rebosante de la cocina. Los restos de pan se acumulan ante la falta de apetito de aquella señora. Hoy, sin embargo, es día de celebración. Y nada mejor que un buen guiso maternal con una salsa donde se pueda mojar. No ha querido escatimar así que le ha pedido al pandero suficiente cantidad para que su hijo disfrute sin límites y, de paso, se lleve las sobras. Aunque no lo reconozca, a él también le está costando la distancia. Desprenderse del hogar familiar no ha sido fácil. La comida no sabe igual y no encuentra un pan similar al que su madre le servía en cada comida. Quizás no tena nada de especial esa baguette. En su nueva ciudad podrá encontrar un barra igual o todavía mejor. Su nuevo trabajo no le deja mucho tiempo para comer y echa en falta que alguien le pregunte qué tal ha ido su mañana mientras rebaña un buen plato casero.

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Un anciano exprime los últimos momentos de luz sentado en un estrecho banco rojo. El mobiliario urbano es cada vez más hostil a los de su quinta. Apoyado a su lado, en imperativa compañía, descansa su bastón. Introduce su mano derecha en un bolsillo y extrae unos trozos de pan duro. Sabedor de que su gesto provocará un revuelo, los lanza con ímpetu provocando una repentina invasión de palomas. Le gusta sentir que todavía puede captar la atención. Aunque sea de unos pájaros que se muestran desagradecidos y que le rodean de forma amenazante. La recuerda a aquella película que vio en el cine con su mujer. El miedo que pasaron no lo olvidaron jamás. Hoy ella ya no está. Exprime sus días paseando y pasando de un hijo a otro. No puede quejarse. Le cuidan y respetan y siempre están atentos. Tiene la sensación, sin embargo, de que empieza a ser un estorbo. El médico le ha aconsejado que tome el pan sin sal y ello ha terminado por desmoralizarle. Ha optado por guardarlo y reservarlo para sus compañeras de tarde que ni se quejan de la falta de sabor ni de que los trozos estén duros.                                                               

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Cae la noche sobre el parque y ya no se escuchan voces. Los columpios ya no chirrían y la quietud se hace dueña del ambiente. Al final, solo quedan las migas. Esparcidas a lo largo del sendero que cruza el espacio, en las proximidades de los bancos que aguardan a los fatigados transeúntes o junto a las porterías que albergan los imposibles deseos de futuros jugadores. Migas que nos recuerdan que alguna vez lo intentamos por primera vez y nos sorprendimos ante lo desconocido. Que soñamos y disfrutamos con intensidad cuando todavía nos faltaba información y experiencia. Que sufrimos y padecimos cuando nos asaltaron los cambios inevitables. Que, en definitiva, una vez vivimos.

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