En el pueblo de Panoli, cinco ricachones explotaban a decenas de personas valiéndose de un pequeño ejército sobreapertrechado. Las mantenían privadas de sus derechos básicos, comenzando por la libertad, y las “remuneraba” con raciones del pan que un grupo de hombres esclavos elaboraba cada día.

Ocurrió cierta vez que el conjunto de esclavos panaderos, que se reunía en secreto, descubrió que, agregando a las hogazas semicocidas las bayas de los fresnos circundantes, molidas y empapadas en aceite de maíz, el pan conservaba su frescura y aroma durante varias semanas.

De ese modo, redujeron en varias horas su jornada laboral y aprovecharon ese tiempo para idear conspiraciones, las que siempre derivaban en discusiones estériles. Pero no faltó un esclavo soplón que un día los delató a cambio de un descuento en su cupo de castigos, y así fue como los ricachones se apropiaron del secreto de la conservación del pan. Encerraron a los panaderos en mazmorras, de donde los dejaron salir al borde de la inanición, y en su lugar designaron a otro grupo de esclavos supuestamente más obedientes y asustados.

Desde entonces, y como si les faltara dinero a los muy truhanes, comenzaron a enviar emisarios a las aldeas vecinas y a venderles el pan con conservantes.

Los nuevos panaderos, sin embargo, no se resistieron a redoblar la apuesta conspirativa. Para ello, decidieron añadir a las partidas de pan destinadas a la exportación, abundante picadura de una variedad de cardo que crecía junto a sus pocilgas y que alguien descubrió, a trueque de su propia vida, que era sumamente tóxica. Si los panes contaminados producían estragos en los pueblos vecinos, estos seguramente organizarían sus fuerzas para una represalia. Pero las mujeres esclavas, enteradas del plan, se opusieron al envenenamiento de este alimento fundamental. En reemplazo, propusieron otra estratagema: saborizar los panes con hierbas silvestres y semillas para aumentar las ventas y lograr que el intercambio con las comunidades vecinas se intensificara, las acercara y dejara en evidencia su penosa situación.

Efectivamente, las ventas crecieron y los popes se enriquecieron más aún. No obstante, no pudieron impedir que contingentes vecinos visitaran Panoli y procuraran introducir sus propias mercancías para comerciar. Claro que los esclavos no estaban en condiciones de adquirir nada; así que simplemente se limitaron a obsequiar los nuevos panes a los visitantes.

Puestos en evidencia, los ricachones expulsaron a los pobladores vecinos, quienes regresaron cada vez en número más importante y con mayores exigencias. El pequeño ejército y la modesta guardia que protegía a los popes, ante la mayoría abrumadora, optaron por claudicar.

Los ricachones huyeron; las esclavas y esclavos, ahora personas libres, conocieron nuevas formas de alimentarse, de convivir; aprendieron a disfrutar de la naturaleza, del arte, del ocio. Panoli consagró como forma de gobierno un triunvirato formado por dos mujeres y un varón. La primera medida consensuada fue la elección de un nuevo nombre para el pueblo. Se propusieron varios, la mayoría relacionados con el pan. Los ciudadanos finalmente se inclinaron por “Compaña”, palabra de bella etimología.

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