El horno esperaba ansioso por abrasar lo que hacía un rato yo amasaba. Eran diez años los que habían transcurrido desde que tomé las riendas del negocio familiar continuando con la labor de mi padre, de oficio panadero. Diez años en que él, ya no amasaba pan sobre esta artesa. Diez años en los que, yo extrañaba sus abrazos. 

A esta altura de mi vida, la pasión se había apropiado de la técnica y por más de que haya aprendido a fuego los consejos de mi padre sobre la fermentación de la masa, últimamente los bollos que surgían de mi fuerza, tenían mi impronta, puramente mi identidad.  

Nunca me había pasado, a lo largo de estos años, que algún pan, se haya leudado más de la cuenta agriando su sabor. Pero precisamente hoy, era un día diferente. Mientras resonaban en mi mente «…pointage, primera fermentación, apresto, la segunda…» Y en lo que duraba mi tortuoso remordimiento, pensaba en cómo iba a explicarle a doña Cata, la vecina de enfrente que por primera vez en diez años, justo este día no tenía disponible la baguette que ella compraba fielmente todos los días a las ocho de la mañana. Es que, no podía sacar a la venta tal desastre. 

Crisis de identidad, susurré entre mi. Y continué recordando.

“En la cocina como en la vida, no hay nada que no se solucione con un poco de picardía”—Solía decirme papá. 

Aún recuerdo las corridas de repasador, atinando a la suerte de sacudirme la intromisión. Puedo verlo soplando mi pelo blanco, luego de atravesar la lluvia de harina. O aquel día, en que me dejó hundir los dedos en la masa por primera vez, para conocer de qué se trataba aquello de hacer el pan de cada día. Mi memoria auditiva también está activa, aún puedo oír a las personas que caminaban por la vereda de nuestra panadería, regocijándose con el aroma a pan recién horneado, ese que yo tenía impregnado en las mantas de mi cuna al nacer. 

No tuve hijos. Esa suerte me pasó por el costado. Puede que, en mi preocupación por llevar adelante el negocio, no me haya detenido al menos un segundo a pensar, qué sería de esa masa informe sin unos pequeños dedos que quisieran aprender a hacer magia con ella. 

Eso es, magia. 

Cuando uno encuentra su ritmo, no necesita tener a mano la receta. La simbiosis que se genera entre los bollos de masa y la vida de quién la amasa, es casi perfecta. Es como manipular magia. Porque la técnica que yo repetía día tras día era la misma que mi padre me impartía, él me la había heredado. Sin embargo, su pan y el mío no tenían el mismo sabor. Durante todos estos años intenté volver a degustar el resultado de su magia, sin éxito. 

Puede que, nunca lo haya meditado hasta hoy, pero cuánto más creía ablandar la masa, ella me terminaba por ablandar a mí. Me liberaba al fin, de todos mis silencios, de mis malos ratos, de las veces que me dejaron esperando una respuesta que nunca llegó y al igual que el pan, que atraviesa un largo acortinar, me amargué. Y los que me probaron después, sintieron gusto agrio y ya nadie me quiso comer. Pero el pan no se tira ni se pone al revés. «Es la cara de cristo», escuché más de una vez. Fue así como amasé y amasé, hasta el cansancio amasé, y en cada pausa me daba tregua como hoy, para recordar. Porque abrazar y abrasar no difieren en significado si me acercan nuevamente a papá y al gusto que solía tener su pan. 

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