Margarita hundía sus delicadas manos en la masa con fuerza, como poseída por una furia que la invadía y recorría su cuerpo de pies a cabeza. De vez en cuando una lágrima surcaba sus mejillas, que se limpiaba con el dorso de la mano para no manchar su rostro de harina. Lo hacía con disimulo, para que su madre, Sara, que estaba a su lado, no lo notara. Aunque ésta, siempre adivinaba la tristeza en sus ojos azul mar, esos que siempre habían desprendido una chispa de felicidad y no necesitaba más para alegrar el ánimo a cualquiera.
Sara ya conocía el dolor en el fondo de sus entrañas, ese mar de arenas movedizas que te hunde, pero que no te ahoga, aunque, a veces, quiera sumergirte como una pesada losa. Su marido había muerto hacía un año tras una larga enfermedad y a pesar de que no era la persona más adecuada para animar a su hija, en el fondo, siempre encontraba unas palabras de aliento para su Tita, su única hija, como si al desatar una sonrisa en esta, lograra recuperar ese lazo que siempre las había unido y ahora comenzaba a resquebrajarse. Esta, tras perder a su padre, quedó sumida en una tristeza constante, que logró superar con el noviazgo con Damián. Ahora todo parecía adentrarse en un caos y a sus veintidós años, su mundo se reducía a un puzle sin resolver.
Había acabado sus estudios de administrativo y ese verano decidió ayudar a su madre en la panadería, para cambiar de aires y pasar las vacaciones en el pueblo, antes de buscar trabajo en la ciudad.
Una vez que la masa había fermentado y fue cortada la introdujeron en el horno y poco a poco comenzó a cobrar forma.
Después pasaron a elaborar croissants y pastas de almendra.
Poco después un aroma embriagador comenzó a sumergirse con suavidad, inundando los sentidos en un placer atemporal, capaz de arrastrar consigo todo dolor y preocupaciones. Ese momento en el que se sacaba el pan era algo mágico, como una obra de arte acabada que necesita exponerse, y en el caso de la gastronomía, saborearse con calma y deleite. El pan ya tostado y calentito se colocaba en las estanterías, junto con el resto de los dulces.
Madre e hija hacían una parada sobre las siete de la mañana. Se sentaban junto a la mesa de amasar, para saborear esos deliciosos croissants de chocolate, tiernos y doraditos, junto con un trozo de pan de torta, aceitoso y calentito, con margarina y mermelada de arándanos, acompañado de un cremoso café con leche que hacían en su cafetera expreso.
Era justo en ese momento en el que Margarita se mostraba más alegre, si cabe, y su ánimo era capaz de mostrar una tenue sonrisa. Quizás la conjunción del café calentito con el dulce derritiéndose en su boca, provocaban una explosión de sabores en su paladar, que mezclado con el reconfortante olor que se expandía poco a poco por la panadería, producían una cálida sensación de felicidad, haciendo olvidar los malos tragos, aunque fuese solo por un rato.
Hablaban de trivialidades. No necesitaban profundizar en sentimientos escondidos. Siempre había existido conexión entre ellas, no solo como una relación de madre a hija, sino como amigas de una infancia abocada a esos secretos que anidan en el corazón y van aflorando con una mirada cómplice, con el esbozo de una sonrisa, con un abrazo en los momentos de dolor. Tenían el don de reírse de las mismas cosas, de soltar carcajadas desenfrenadas y escandalosas hasta llorar, un hecho que, según ellas, ocurre con muy pocas personas.
Cuando la segunda hornada estuvo acabada, abrieron la puerta de la panadería, a las nueve, como cada mañana, para que los vecinos del pueblo se acercaran a comprar. Su madre salió a hacer unos recados minutos después.
Margarita se quitó el gorro blanco y su melena rubia y ondulada cayó sobre sus hombros como una cascada. Su semejanza con su madre, treinta años mayor, era increíble. Había heredado la mirada chispeante y sus finos rasgos y aunque estaba muy delgada, sabía vestir con elegancia, aunque lejos de ser ostentosa, sino aportando un toque fresco y desenfadado.
El primero en llegar fue Rober, un amigo de Margarita de la infancia.
Venía cada mañana y la saludaba con alegría, irradiando felicidad, con su pelo oscuro echado para atrás, con esa sonrisa que solo le dedicaba a ella, aunque esta no lo sabía, con su voz ronca y acogedora.
—Buenos días Margarita
—Buenos días Rober.¿ Una barra y una torta?. ¿Cómo siempre?—Margarita sentía bombear su corazón y en intento de calmarlo, dibujó una sonrisa que a él le hacía sentir el hombre más feliz del mundo.
—Eso es…y una docena de pastas de almendra, que a mis padres y a mí nos encantan.
—Eso está hecho—.La joven se puso de espaldas a él, junto a la estantería, mientras colocaba las pastas en una cajita, con cuidado de no desmoronarlas y las dejó sobre el mostrador.
—¿Cuánto es?—preguntó mientras sacaba el monedero del bolsillo del pantalón.
Esta echó la cuenta en la caja registradora y contestó:
—Doce con cincuenta—la joven le miró con disimulo y pensó que los vaqueros y la camiseta roja le sentaban muy bien.
Al entregarla el billete sus manos se rozaron, notando ambos el cosquilleo que desemboca en una corriente eléctrica a punto de explotar. Ella percibió su aroma a colonia fresca y le produjo una agradable sensación.
Rober, le había pedido varias veces salir a tomar una copa con sus amigos y con él, aunque ella siempre había buscado una excusa.
Al despedirse, Margarita siempre bajaba la mirada. Lo cierto es que su presencia la ponía nerviosa como el amor de una colegiala.
La mañana se presentó más agitada de lo normal.
Sobre las doce llegó Damián. No le había visto desde su ruptura, hace seis meses. Se miraron fijamente durante unos segundos, sin decirse nada. Sus ojos no le transmitieron nada. No le resultó tan guapo como antaño, a pesar de que vestía un bonito traje gris . El trabajo en el banco así lo exigía. Ni siquiera su voz le agradaba. Su corazón ya no se desbocaba. El contacto de sus manos al entregarle las monedas la incomodó y se puso tensa. Por primera vez le pareció un desconocido.
Se marchó con un «Adiós Marga. Qué pases buen día».
Margarita comprendió la evidencia, eso que el tiempo pone en su lugar y no necesita de más palabras.
Al día siguiente a las nueve llegó Rober, tan puntual como cada mañana.
Tras despacharle el pan éste le dijo al irse:
—Bueno, voy a tomarme un café antes de ir a repartir el correo. ¡Hasta luego!
Ella titubeó y apenas le salía la voz, pero en un impulso que sacó de su interior logró articular unas escasas palabras que marcaron toda una eternidad.
—Espera…¿Quieres tomar un café, aquí conmigo? A primera hora viene muy poca clientela.
Rober no dio crédito y tras recomponerse repuso:
—¡Claro que sí! Lo haré encantado.
Y ambos saborearon una tostada de pan de torta y un cremoso café con leche.
OPINIONES Y COMENTARIOS