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El agua corría por el lavamanos, mientras sus manos repetían el movimiento mecánico típico al lavarse las manos. Felipe observaba su reflejo en el espejo: la cara de un hombre demacrado le devolvía la mirada, con sus marcadas ojeras y sus pómulos prominentes, daba la sensación que se trataba de un hombre en sus cincuentas y no un joven de veinticinco años.

Ya eran dos noches sin dormir. En la primera noche, Felipe no dejaba de escuchar pequeños rasguños en los muebles y paredes de su hogar. En un principio, Felipe revisó cada rincón, pensando que quizás un gato se había metido entre las paredes de su casa y no había encontrado la manera de salir. También barajó la opción que la casa era muy vieja y, probablemente, la madera se estaba quejando por el cambio de temperatura. Sin darle mayor importancia, Felipe decidió irse a acostar. Sin embargo, los rasguños se siguieron escuchando durante toda la noche. Ya cuando el sol se asomaba por el horizonte, Felipe había notado que no pudo dormir esa noche.

Durante el día, Felipe logró dormitar unos minutos en su trabajo, pero algo lo mantenía alerta de su entorno, como si en cualquier momento algo fuera a atacarlo. Estuvo todo el día con aquella sensación, hasta que llegó el momento de regresar a su casa. Al llegar, puso atención a los sonidos que escuchaba, sin encontrar aquel rasguño que escuchó toda la noche. Pensando que había pasado, aquella noche volvió a acostarse, mucho más cansado que el día anterior. Fue cosa de cerrar sus ojos, cuando muchos susurros comenzaron a escucharse por la habitación. Alertado y pensando que se trataban de ladrones, Felipe saltó de la cama y revisó su hogar de esquina a esquina. Durante el proceso, los susurros no cesaron, como si quienes estuvieran en su casa no les importara que Felipe se diera cuenta de su existencia. Felipe, entonces, se sentó en su cama para analizar la situación. Algunos susurros eran incomprensibles, pero a veces saltaban ciertas palabras que podía llegar a entender: “hacerlo desaparecer”, “maldito”, “le sacaré la piel”, “me comeré sus ojos”. No eran palabras agradables para escuchar, mucho menos en la noche cuando es necesario descansar.

La segunda noche pasó y Felipe nuevamente no había conciliado el sueño. Cada vez, los sucesos perdían lógica y era mucho más difícil explicarlos. Aquel día, Felipe tuvo varios fallos en el trabajo, y sus superiores estuvieron a punto de despedirlo. Felipe intentó explicar la situación, pero sonaba tan estúpido como descabellado. Con un ultimátum, le permitieron regresar más temprano con la premisa de que si al día siguiente cometía los mismos errores, se iría del trabajo. Felipe llegó tres horas más temprano a la casa, y aprovechó para dormir algo. Sin embargo, la noche se instaló junto a un frío viento que despertó a Felipe. Notó que se había quedado dormido en el sillón, y medio dormido se dirigió a la habitación. Al acomodarse, sus sentidos fueron alertados por algo que sintió en el ambiente. Felipe entreabrió los ojos para encontrarse con una aterradora escena. Varias sombras se habían colocado alrededor de él, esperándolo. Lo único visible de aquellas figuras oscuras eran sus ojos blancos, muy abiertos y carentes de vida. No hacían nada más que observarlo en la cama, así estáticas pero tenebrosas. Felipe estaba aterrado, sin saber qué hacer. Entonces, simplemente decidió taparse con las sábanas, como si eso le fuera a proteger de eso que lo observaba. En una danza macabra de sombras, la noche dio paso al día y Felipe seguía sin dormir.

Entonces, Felipe decidió pedir el día libre que tenía disponible. Sus superiores se quejaron, pero no podían negarse a tal petición. Su intención era dormir durante el día, amparado por la luz del sol. Sin embargo, no había contado con que su vecindario era ruidoso. Por un lado, se escuchaban gritos de niños jugando, por otro lado, se podía escuchar el motor de los autos que transitaban a esa hora. Incluso, Felipe podía jurar que podía escuchar a su vecino lavando la losa al ritmo de una música lejana.

Antes que Felipe se diera cuenta, ya eran las once de la noche. Desesperado, Felipe pensó en una solución para lo que estaba sufriendo. Finalmente, optó por reservar una habitación en el motel más barato que pudo encontrar disponible. No le volvía loco la idea de dormir en sábanas asquerosas, pero ya se encontraba en un estado de desesperación total, que incluso la idea de dormir en sábanas asquerosas le era tentativo. Llegó al motel alrededor de la una de la mañana y se dirigió a su habitación. Dejó su mochila con cosas del trabajo y se lanzó a aquella destartalada cama.

Por fin sentía ese alivio que tanto anhelaba y, muy rápido, su cuerpo sucumbió al cansancio. Podía sentir como sus músculos se relajaban y como su respiración comenzaba a ser más pausada. Así, Felipe cayó en inconsciencia. A la lejanía, podía escuchar el tic-tac del reloj que se encontraba en su habitación.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac, crack, tic-tac, tic-tac, crack. Entre el sonido de las manecillas del reloj, Felipe juró escuchar un crujido. Si los relojes modernos tenían ese ruido incorporado, entonces estaba bien. Sin embargo, Felipe sabía que ese no era el caso. Sin abrir los ojos, comenzó a prestar más atención a lo que escuchaba. Podía escuchar los gemidos provenientes de la habitación de al lado, podía escuchar el ruido de la estática de la vieja televisión, podía escuchar los autos. Sin embargo, había algo más. Era entre un crujido y un arañazo, como cuando los gatos afilaban sus uñas.

Sin poder aguantarse, Felipe se irguió en la cama y observó su entorno. Cuando pensó que tal vez era su propia paranoia, volvió a acomodarse en la cama; sin embargo, ahí estaba ese ruido. Cabreado, Felipe se levantó de la cama y recorrió la pequeña habitación. Todo parecía normal, pero a la vez no lo parecía. Algo había, escondido en las sombras, Felipe lo podía notar. Quizás era la disposición de su ropa en la silla, o el vaso que había jurado llenar con agua, pero que ahora estaba vacío.

Ya cuando Felipe comenzaba a creer que había perdido la cabeza, volvió a acostarse una vez más. Sin embargo, en esta ocasión Felipe no estaba solo, podía sentir el peso de alguien más a su espalda. Lo podía notar en su piel que cada vez le dolía más. No quería girarse para corroborar sus sospechas, pero tampoco podía quedarse dormido. Mientras decidía qué hacer, una mano gentilmente se posó en su hombro. De manera sensual, el tacto bajó por su espalda y llegó a su zona baja. Horrorizado, Felipe sintió como la mano destruía completamente sus partes bajas. Lleno de dolor, intentó forcejear y entre manotazos pudo darse vuelta. Detrás suyo, una bella mujer le devolvía la mirada. Felipe sabía que ese era su final, sabía que había sido presa de aquella mujer, mientras ella jugaba con él como la presa que era.

Nadie pudo escuchar los gritos de Felipe, y ya pasados algunos días que no aparecía y tampoco pagaba la estadía, los dueños del motel se vieron obligados a derribar la puerta de la habitación donde se había hospedado. El horror los llevó a llamar a la policía, quiénes tuvieron que contratar servicios especializados de limpieza por lo horroroso de la escena. Investigando, se dieron cuenta que Felipe pertenecía a un grupo de femicidas que se encargaban de asesinar mujeres del bajo mundo. Quizás eso podía explicar el engravado que encontraron en el pecho de Felipe: “el femicida siempre recibe su castigo”.

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