Una leve brisa entraba por la ventana entreabierta, sacudía las hojas vacías, tiraba al piso las hojas llenas de letras y despertaba a los libros dormidos para leerlos. Entre las travesuras la brisa vino vestida con aroma a pan recién hecho, ese olor inconfundible que saca de su lecho mortuorio al agonizante, despierta al depresivo del trance, remienda el corazón del despechado y cura el dolor de aquel que fue traicionado, pues las penas se pasan mejor con pan o eso recordaba el escritor.
Llevado por la recomendación de la brisa, abandonó su estado casi mortuorio para perseguir el aroma, encontrarlo, comerlo, vaciar la cabeza de aquellas pésimas ideas a cambio de una pieza de pan y quizá una taza de café recién hecho.
Caminaba apresurado mientras recitaba mentalmente algunos pensamientos dedicados al pan con el que pronto se deleitaría:
Pan, tres letras, aromas inconfundibles, recuerdos y triglicéridos, pero por el momento olvidemos a esos endemoniados triglicéridos.
Pan, relatos, historias, cuentos, biblia, parábolas, poemas, hambre, peste y soledad; soledad porque cuando se come sin compañía hay más para pensar comparado con lo habitual. Peste, el hambriento quiere pan y si no hay, las tripas le rugen, la vida se le empaña y en su mente no hay otra cosa que atentar en contra del que tiene más. Poemas, el trovador intercambia el don de su amable palabra por el favor de un pedazo de pan que pueda saciar el hambre que su ingrata profesión no puede saciar. Parábolas, la gente entiende mejor la vida cuando se trata de pan, lo que come el humilde y lo que come el soberbio.
Pan, harina, agua, levadura y sal, la majestuosidad de lo sencillo potenciado con el calor que el horno le da.
Pan, los misterios de masticar sin pensar, mientras el aroma emborracha pidiendo comer una pieza más. Pan dulce o pan de sal, quizá pan ceremonial, ese que hasta Cristo convidó a los demás.
Recorrió cinco manzanas, llegó hasta el punto de donde se destilaban los aromas y encontró pan recién hecho colocado en las vitrinas, gente comprando y un par de perros esperando afuera. Él se unió a los perros, los tres se dedicaron a saborear antes de probar, les brillaban los ojos como cuando la amada se aproxima. El escritor abandonó a los perros se internó en la panadería y pidió tres bolillos para llevar, le despacharon el pedido y le hicieron la cuenta: «son noventa céntimos». Rebuscó el dinero entre los bolsillos, pero no encontró un céntimo más que un papel que contenía un poema dedicado a su amada, se lo pensó y le dijo al panadero:
«Soy humano y justificado en ello, debo decirle que olvidé traer dinero, pero no le puedo garantizar que voy y vengo a pagarle porque seguro que a la vuelta de la esquina ya me he comido todo el pan y al llegar a casa me olvido, así que puedo pagarle ahora con un poema que le puedo recitar.»
El panadero le mira asombrado, llama a la esposa: «Carmen, venid aquí, que hay un mamarracho que no quiere pagar el pan como se debe, dice que quiere recitarme un poema. ¡Carmen venid te digo! ¡Hola! ¡No me lo creo! ¡No falta un mamarracho!»
Carmen se presenta riendo, observa al marido, observa al escritor y comenta: «A mi me gustan los poemas, el mequetrefe de mi marido nunca me ha recitado uno, así que me gustaría escuchar.»
Mujer y marido, marido y mujer se ponen a discutir. Tres piezas de pan por un poema, un poema por tres piezas de pan. Reniega el marido, reniega la mujer del marido, pan y poema, poema y pan. Nace la discusión, esperan los clientes, esperan los perros afuera de la panadería y se quema el pan.
¡Se quema el pan! ¡Se quema el pan!
Corre Carmen, corre el marido, corre el escritor a ayudar, corren los clientes por el lugar, entran los perros devoran el pan, aquí todo es un caos. Sale Carmen, sale el marido, sale el escritor y afuera quedan dos perros y el poco pan por devorar. Se escucha un reclamo, Carmen se rinde, el escritor se disculpa, dice que devolverá el pan, Carme le insta a llevarse el pan, después de todo para recompensar el día un poema le tranquilizará.
«La teoría del destino me dice que no volverás,
más yo no creo y te esperaré hasta que el cielo se junte con la tierra.
Recuerdo tus ojos color miel, tu piel como la luna, el aroma de tu cabello al romero del edén y tus labios carmín la dulzura de tu voz encierra.
Te recuerdo, te añoro, te escribo, te canto y no desistiré aunque cada noche me desespere el llanto.
Princesa de mis poemas, reina de mi corazón, aquí sigo yo, esperando a que un día me digas «No fui yo, fue el tiempo quién me apartó».
El escritor intenta seguir leyendo, pero Carmen dice que ya no, se niega a escuchar, le entrega las piezas de pan y le pide no regresar. El escritor se retira con el pan, camina de regreso a casa, piensa que su poesía es de pésima calidad y por eso la amada se niega a regresar, por eso Carmen lo despachó con ese pesar, pero el sabor del pan, le contenta, le inyecta un calor maternal en el corazón y comprende que no debe desistir, debe intentar escribir mejor, algún día la amada responderá.
Carmen llora desconsolada, se olvida del pan, va hasta la habitación y lee el diario de la hija que perdió, lo lee una vez más, comprende, reza, sonríe y se regresa a trabajar. Ese día algo cambió, el pan ya no tiene sabor a resignación, tiene sabor a amor de madre, a un amor inmortal, de esos que ya no se siente en el pan.
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