Pan y tocino.

Pan y tocino.

Tan pronto el mosén cogió el pan y lo repartió entre ellos, tan pronto como deglutió aquella oblea amarillenta supo que se acabó su infancia. Tan pronto como el cura dio gracias a Dios y les entregó la sangre, tan pronto como le reprocharon con una ostia los dos tragos de vino se convirtió en adulto.

Madre salía de casa temprano, cuando el sol no había peinado aún sus rayos. Padre por entonces estaría dando de comer a los bichos salvado, antes de marcharse a los establos de los señoritos a cambio de unas monedas de misericordia. La abuela se quedaría encerrada con sus quehaceres mentales y sus martirios óseos al cuidado de su hermana. Esa víspera de lunes gozaría de la libertad de no pasar hambre. Por la mañana debería amasarla con el sudor de su frente, la fuerza de sus manos, dejarla reposar a la sombra y darle el calor de unos tragos de la bota.

Acompañó a madre y a un puñado de mujeres sin sal ni miga, hasta el cruce con el camino real. Allí se separaron, los moños al este rumbo a la finca del terrateniente y a lo que el santoral ordenase, el hombre al oeste rumbo a los corrales de la familia Borrego. En una mano apresaba un paño con tocino blanco que le lloraba a un trozo de pan negro, en la otra los dedos cruzados en dos espigas.

El recibimiento fue un eco abofeteado del día anterior, el estertor de un horno de leña quemando sus mejillas. Le reprochó que llegara tarde, como si debiera conocer con exactitud las horas con mirar la posición del astro rey.

-¿Qué llevas ahí? – le preguntó el pastor al mismo tiempo que se lo arrebataba de la mano.

Le dio un mordisco al pan que acabó escupiendo, enviando el resto al otro lado de un tapial donde las gallinas tuvieron mejor gusto. El tocino pasó a su zurrón ante la imberbe mirada asustadiza.

-Tu madre no sabe hacer pan, y tu padre luego veremos si sabe criar un cerdo.

Salieron al monte, corrieron unos campos, llenó su estómago con unas bayas de San Juan, calmó la sed en los manantiales, hizo amistad con los perros, socorrió a varias ovejas, ayudó a parir a alguna, cargó en sus hombros los lechones y recibió órdenes hasta para el día siguiente. Cuando regresaron los veinticinco céntimos que debía entregarle el patrón se quedaron en el bolsillo ajeno.

-Todos los días no son domingo. Me ha dejado mal sabor de boca tu almuerzo. Otro día trae vino o tendrás que invitarme como hoy –le reprochó.

Cuando regresó a casa le esperaba un plato de sopas de pan que tan apenas pudo probar. Madre se hinchó como una hogaza tras buscar incrédula en sus bolsillos. Al no descubrir nada le arrebató la cena y padre le puso la mano encima.

-¡Si no has espabilado hoy, ya espabilarás mañana! –le gritó.

Madrugó más de lo que debiera. Contestó un lacónico “a no llegar tarde” a la pregunta salida de la alcoba. Tomó la misma vianda del día anterior, cargó con sangre de Cristo una bota raída de la bodega y se amorró a unas ubres caprinas del corral. Cogió la calle baja y se detuvo para comer del olor que desprendía la chimenea de casa Molinero.

-¿Dónde vas tan pronto Ubaldo? –le preguntó la voz de una mujer que salía a por más leña.

-Con el rebaño de los Borrego doña Sabina –respondió educadamente. ¿Cómo está el señor Honorato?

-Hoy no se ha levantado, quizás no salga de esta semana – contestó desde la tristeza. Pasa y espérame dentro, que a buen seguro no has desayunado.

Entró en el antiguo horno que abastecía de panes y tímida repostería a los vecinos que podían permitirse pagarlo. La sábana que cubría la artesa denotaba los efectos de la levadura y no se resistió a destapar la masa. Su color blanquecino distaba mucho del pan suyo de cada día. Se encomendó a la imagen de madre amasando en la cocina, salpicó la mesa de harina, cortó un pedazo y comenzó a trabajarla con las manos, dándole la alargada forma familiar. La puerta le sobresaltó.

-Perdón doña… -se defendió sin llegar a terminar la frase.

-En esta casa hacemos los panes redondos, pero los de tu madre son los más buenos del mundo –dijo benevolente la señora mientras depositaba los tizones.

-Los suyos son mejores doña Sabina. Padre trajo uno para mi comunión –contestó.

-Y una torta de aceite –añadió la molinera. Los míos solo valen para venderlos porque nos dan de comer, tanto si sobran como si no. Si no quedan mastico el mismo que tú a diario.

Ubaldo cogió otro trozo de masa al igual que hizo doña Sabina. Se colocaron frente a frente y se dedicó a imitar los mismos movimientos envolventes. Tras vaciarse la artersa y dejar en reposo las piezas doña Sabina le advirtió de la hora.

-Márchate o llegarás tarde.

-Si me lo permite quiero quedarme con usted –le rogó.

-Ya habrá tiempo, pero cuando regreses entra a recoger tu trabajo.

Llegó puntual, pero eso no evitó que su almuerzo acabara en el mismo sitio que el anterior, esta vez acompañado de vino, y que su bolsillo continuara siendo viudo un día más. Seguía sin ser domingo.

A la vuelta siguió las indicaciones de doña Sabina y esta le entregó un pan alargado marcado con una cruz.

-Si te apetece puedes venir mañana.

En casa madre le interrogó por su salario. Con los brazos atrás no supo que contestar. Cuando le iba a abofetear con sus manos de corteza y padre se disponía a quitarse el cinturón, sacó de la espalda su trabajo. Entonces ambos se desmigaron.

-¿Dónde vas con la luna? –le preguntó en sueños la abuela. Te acabas de acostar.

-A no llegar tarde yaya.

-Buenas noches jomío.

-Buenas noches. Llegas justo a tiempo. Vamos a preparar la masa –dijo doña Sabina.

Aquel día llegaría muy tarde. Don Honorato empeoró y no le importó quedarse vigilando los panes en el horno, mientas doña Sabina salía hacia la casa del cura.

Cuando subió al monte al encuentro del pastor, este le recibió con una comunión que nada tenía que ver con la del día del señor.

-¡Miserable! Esta semana no tendrá domingo –le advirtió el pastor.

-Para los perros hoy es domingo –le contestó lanzándoles su tocino y un currusco blanco.

El pastor encolerizado se abalanzó hacia él para molerle a palos, pero el sonido de las campanas lo detuvieron. Se quitó la boina con la mano izquierda, la llevo a su pecho y se santiguó. Ubaldo hizo lo propio y antes del último golpe de badajo salió corriendo. Pasó por casa Molinero, le dio el pésame a la viuda y se quedó atendiendo a quienes tras dar las oportunas condolencias, entraban en el despacho. Llegó a casa a oscuras, esta vez sin pan blanco, el pan era de luto y el bolsillo escondía una peseta.

-¿Dónde vas con la luna?

-A velar a don Honorato yaya. Buenas noches.

-¿Qué haces aquí Ubaldo? – preguntó doña Sabina.

-Tendremos que comer pan, tanto si sobra como si no.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS