La plaza bullía de emoción. El pueblo entero se agolpaba tras la vieja verja. Las prisas habían sido benévolas esta vez, y todo estaba preparado. Meses de trabajo e ilusión bajo aquellas tablas, reconstruidas tras años de abandono. La vieja escuela abría sus puertas de nuevo.
El teatro volvía al pueblo de la mano de aquellos entusiastas alumnos que habían hecho de la obra, su obra. Rescatada del baúl de los recuerdos, dieron vida a su creador tras ella. Y era el momento de constatarlo. Aquel viaje a ninguna parte renacía bajo las miradas sinceras y profundas de aquella renovada compañía, cargada de miradas y emociones.
Y así, tarde tras tarde, apuraban los ensayos. Construyeron castillos de papel tras aquellas ventanas que contenían el viento y la lluvia del otoño, el frío del invierno y que invitaba a la brisa de la primavera a ser testigos de su proceso, de su evolución. De sus propias vidas.
No había sido sencillo. Hubo dudas, inseguridades, miedos…. Y cuando surgían los fantasmas, siempre aparecía él. Su recuerdo. El motivo de todo aquello. Aparecía la figura de don Matías, el maestro del pueblo que inculcó a aquellos niños esas ganas de soñar, que hacía esas preguntas que invitaban a pensar, que acompañaba sus vidas en aquellos difíciles años. Y ahora se lo querían agradecer.
Aquella escuela olvidada en aquel olvidado pueblo se fue reconociendo, fue creciendo, fue soñando, fue sintiendo y viviendo de la mano de aquel joven maestro voluntarioso, crítico, inconformista, y algo alocado también. Y fue esa inquieta figura la que les inculcó el amor por el teatro a aquel grupo de niños y niñas, cargados de una imaginación escondida en ocasiones, prohibida en otras, en aquella posguerra maldita.
Fue al final de curso, durante el verano de 1955, cuando el grupo de teatro escolar representó para todo el pueblo la obra que don Matías había creado años atrás. Un sainete infantil cargado de valores y de buenos propósitos. Fue un sonoro éxito. Los aplausos se repetían sin cesar tras la función. Risas, llantos, miradas de complicidad, abrazos, sonoros besos… Tuvieron que representarla dos veces más, ya que se había corrido la voz y los vecinos del resto de pueblos de la comarca también quisieron verla. Incluso se creó un pequeño coloquio tras la última representación donde las gentes pudieron conversar y debatir. Aires nuevos de esperanza en aquellas tierras perdidas e ignoradas.
El verano fue pasando, lento y sobrio, como los veranos castellanos. Inexplicablemente, tras alguna fatídica confidencia en los despachos de gobernación de la capital, Don Matías no volvió a dar clase el curso siguiente. Se oyeron distintos comentarios sobre su ida; un viaje a las Américas, un traslado a Madrid a un colegio de señoritos, la vuelta a su pueblo para cuidar a su madre, muy enfermita por una epidemia de gripe…. En realidad nunca se supo donde fue a parar don Matías, ese maestro que les había enseñado a pensar y a soñar durante ese inolvidable curso.
Y ahora, cinco décadas después, ese grupo de ilusionados estudiantes, quisieron agradecer a su maestro, a su profesor, todo lo que nunca le habían podido devolver. Entre los espectadores estaban sus propias familias; hijos y nietos que quisieron compartir esos momentos únicos y especiales de la vida, aquellos que no se esperan ni se planean, donde uno se pregunta cómo ha llegado hasta allí, quién o qué le ha invitado a aquel improvisado escenario que atrapaba en un hilo invisible de emociones y deseos.
Y se alzó el telón. Los alumnos de don Matías representaron de nuevo su sainete. Realmente no salió igual que cincuenta años atrás. Fue tan diferente y tan similar a la vez. Se equivocaron, se despistaron, se emocionaron, se quedaron en ocasiones en blanco; incluso algún que otro nieto les sopló algo de texto que habían estado escuchando a sus abuelos durante todas esas tardes.
Y rieron, y también lloraron, y disfrutaron como nunca lo habían hecho… Y al acabar, de nuevo las ovaciones, los aplausos escondidos tras generaciones de espera, de sueños truncados, de ilusiones renovadas, de satisfacciones compartidas, de botellas y botellas de conversaciones sobornando a la madrugada, de vidas plenas y corazones bondadosos.
…Solo una figura permanecía inamovible en la última fila. Un viejecito acompañado de una de sus hijas parecía estar ajeno a todo aquello Eran demasiadas sensaciones como para poder procesarlas, eran tantos y tantos recuerdos… Con los ojos nublados de emoción y una sincera sonrisa en el rostro, el viejo abandonó la escuela por la otra puerta. No quiso quitar ni un ápice de protagonismo a aquel grupo de alumnos con los que tanto había disfrutado antes de entrar en la cárcel, acusado de corromper la moral de las almas puras.
Don Matías pudo comprobar que efectivamente había corrompido esos corazones, esas inocentes miradas… Les había ayudado a pensar, a opinar con libertad, a escuchar. A ser mejores personas.
Valió la pena, se dijo.
…Y se alejó de allí sin mirar atrás, con la convicción de que no volvería a cambiar ni un solo segundo de su vida. Que educar fue lo mejor que supo hacer, lo único que supo hacer, y que no querría haber hecho otra cosa por más vidas que hubiera vivido en aquella miserable celda durante esos injustos años. Y cuando llegó a casa, quitó el polvo a su querido escritorio, colocó de nuevo la foto de su clase, abrió la vetusta máquina y se dispuso a escribir de nuevo…
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