Las monjas de la abadía de Santa Cecilia rezan el Oficio Divino en latín

Llegado este momento, siempre me resisto a abrir los ojos. No hay nada comparable a escuchar embelesada los escasos cinco segundos de consciencia en los que la última nota del órgano reverbera entre los muros de piedra hasta extinguirse. Después, un silencio de ultratumba en el que meditar un instante antes del arranque de una nueva jornada. Una calma tan solo profanada por la leve cadencia de mi respiración.

Inspiro de forma lenta y profunda el aroma terapéutico del incienso que, como cada mañana, la hermana Cecilia prende en el pebetero al comienzo de los maitines. Y al espirar, hoy me viene sin pretenderlo, el triste recuerdo de mi padre. Mi pobre progenitor murió creyendo que su única hija era una infeliz que, loca de atar por enviudar tan joven, había decidido ingresar en el Convento de las Clarisas, tirando así su vida por la borda. Y yo, sin embargo, jamás tuve el coraje de explicarle por qué nunca me había sentido más feliz, protegida entre estos muros, y aislada del mundo. Y no precisamente por ninguna unión mística con Dios.

Mi difunto, el afamado y varonil Marqués de la Fontana nunca fue condescendiente ni dulce conmigo, lejos de lo que todo el pueblo, incluido mi padre, creía por las apariencias –tan refinado y atento en público—. Cierto es que me llevaba doce años –una barbaridad siendo yo una cría cuando pactaron nuestro matrimonio a la muerte de mi madre– y no podía pretender que tuviera el mismo júbilo que el mío. Pero tampoco se justificaba que en privado fuera tan severo y brusco en sus maneras. Sobre todo, en lo que al uso del matrimonio se trataba. Solía venir de supervisar sus tierras sudoroso y maloliente, como un animal hambriento y, sin ningún tipo de preámbulo amoroso, me conducía a rastras a sus aposentos, despojándome de lo estrictamente necesario para abalanzarse sobre mí y penetrarme con torpes y bruscas embestidas hasta quedar él satisfecho. Yo, dolorida y acongojada. Lo odiaba con todas mis fuerzas.

Quizás debido a mi estoica tolerancia, la vida tuvo a bien recompensarme con un matrimonio breve. Al quinto año de casados mi marido tuvo su justa recompensa: súbitamente le sobrevino una fuerte diarrea y un edema generalizado que le condujo al exitus en menos de cuarenta y ocho horas, sin que el médico que lo atendió pudiera justificar la causa de su repentino mal ni hacer nada por salvarlo. En su amplia vida de galeno, nos confesó, nunca se había enfrentado con una dolencia de acción tan virulenta.

Desde entonces, mi suerte cambió radicalmente. Libre de su yugo y heredera de una gran fortuna, tras sopesar detenidamente durante el periodo oficial del luto qué rumbo dar a mi vida, decidí formar parte de la Congregación de las Clarisas. El motivo de por qué las elegí a ellas entre todas las monjas no fue debido, ni mucho menos, a ninguna inclinación religiosa por mi parte. Su convento estaba a menos de medio día a caballo desde el pueblo, y así facilitaba a mi querido padre el que pudiera visitarme.

Convento de las Madres Franciscanas Clarisas

En contra de lo que pudiera parecer desde fuera, la vida conventual fue un auténtico regalo para mí. Comencé a cuidarme física e intelectualmente. Pude estudiar, leer, aprender el canto Gregoriano, amasar rosquillas, dedicarme a la vida contemplativa, sin que nadie me molestara con premuras ni con necesidades ajenas. Sin duda, estas actividades, junto con las visitas de mi padre, compensaban con creces la comida frugal y los periodos de retiro y aislamiento. Gracias al silencio que manteníamos, pero sobre todo gracias a la gran dote que aporté al convento, nadie se cuestionaba si lo hacía por amor a Dios o a mí misma. Y me dejaban vivir tranquila siempre que me comportara debidamente dentro de un orden.

Pero, sin lugar a duda, lo más acertado de esta elección ha sido el cobijo que ofrece al secreto que me acompaña. Y es que jamás nadie se plantearía investigar a una cándida monja recluida en un convento ante cualquier sospecha de asesinato, si es que pudiera sobrevenir alguna en un improbable futuro. ¿Era o no era ésta una jugada maestra?

Me rescatan de estas ensoñaciones el compás de los armoniosos pasos de las monjas sobre las losas del suelo que, tras sus rezos, abandonan las bancadas de madera del coro para empezar con las tareas diarias. Ya ha amanecido. Los rayos del sol atraviesan las rejas del claustro y acarician mi cara a modo de saludo. Bendigo el nuevo día que está por venir.

Música: Aleluya y Ave María , cantos sacros medievales interpretados por las monjas Cartujas de la Abadía francesa de Santa Cecilia

Colaboración: Teresa Ariste y Arantxa Meseguer-Olmo

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