73 minutos. Después de meses de levantarme demasiado temprano o tener que salir corriendo por haberme quedado dormida, descubrí el tiempo exacto que necesito para prepararme a la mañana y llegar bien al trabajo: 73 minutos.
Todos los días mi despertador suena a las 5:33, me levanto 5:35, me lavo la cara, me pongo los anteojos, me peino; alrededor de las 5:50 pongo el agua para el té, me cambio, preparo el té. Para las 6:05 tengo que estar sentada desayunando, me doy un margen de 20 minutos en el que aprovecho para escuchar las noticias en la radio: no me parece particularmente entretenido, pero descubrí que es útil estar al tanto para no quedarme afuera de la conversación con mis compañeros de trabajo. A las 6:25 me calzo, agarro el saco azul, las llaves, y salgo.
Me gustan las mañanas porque todo está calmo a esta hora. En verano, mientras camino a la oficina, ya se escuchan algunos pájaros que van amaneciendo; pero ahora que estamos en pleno invierno ni ellos aparecen. Casi no hay personas en la calle, se siente como si tuviese la ciudad sola para mí. En menos de media hora recorro las cuadras que separan a la residencia, que comparto con otras siete chicas, de la oficina. A las 6:46 ya estoy lista para empezar.
Una vez, mientras preparaba café, escuché a un compañero comentarle a otro que las personas éramos animales de costumbres. Lo dijo a modo de crítica, como si tener hábitos te hiciese predecible y eso fuese algo malo. Si me hubiesen preguntado a mí, les habría dicho que yo no le veo nada de malo a descubrir un ritmo que te funcione y respetarlo. A mi parecer, las rutinas te ordenan y hacen que tu vida avance sin demasiados inconvenientes. Por ejemplo, si ya sé que necesito exactamente 73 minutos todas las mañanas para empezar bien mi día, ¿por qué querría intentar hacer algo diferente?
Después del trabajo vuelvo directo a la residencia, dependiendo del día que sea me toca ayudar con la cena o lavar los platos. Cuando terminamos, algunas se quedan tomando café y charlando de la vida. Yo casi siempre estoy demasiado cansada como para fingir interés, así que me baño y me voy a dormir hasta el otro día a las 5:33 que suena el despertador y me levanto, me lavo la cara, me peino, pongo el agua para el té, me cambio… etcétera.
Cuando llego a casa el martes a la noche, María, la dueña del lugar, me pide que vaya a su despacho. Me parece raro porque recién estamos a mitad de mes y no tengo que pagarle hasta dentro de dos semanas, pero no le digo nada y la sigo.
—Llamó tu mamá, Lucía —me dice.
En el momento no me doy cuenta de que usó mi nombre completo, no Lu, no Luchi, Lucía. Esa debería haber sido mi primera pista. Estoy a punto de preguntarle qué quería, con mi mamá siempre hablamos los domingos a la tarde o el sábado al mediodía, si es el primer sábado del mes: ella va a visitar a mi abuela al asilo todos los primeros sábados del mes, y yo aprovecho para hablar con las dos. No se me ocurre para qué llamará un día de semana si…
Cuando era chica me encantaba ir a la casa de mi abuela. Siempre me esperaba después del colegio con la merienda lista, y después de comer nos poníamos a jugar al tutti frutti, a la escoba del quince o a la casita robada. Mis papás trabajaban todo el día, así que fue mi abuela Sara la que me enseñó a cocinar, a preparar conservas, a remendarme la ropa y arreglarme el pelo. Mi primer trabajo fue a los 10 en su casa: durante el verano iba a regarle las plantas y me pagaba con un helado que comprábamos en la esquina. A los 13 empecé danza y ella siempre estuvo ahí, sentada en primera fila en cada presentación que hice, y se encargaba de hacerme los trajes iguales a los que veíamos en las revistas.
Cuando me fui a estudiar nuestra relación siguió igual de cercana. Mi abuela siempre me repetía, muy a pesar de mi mamá, que hiciera todo lo que quisiera mientras tuviese la oportunidad, que no llegara a un punto en la vida en el que mirara para atrás y me arrepintiese de lo que no había vivido. Yo sabía que su sueño había sido recorrer el mundo, pero la muerte de mi abuelo la agarró desprevenida y tuvo que cargarse la familia al hombro. Por eso, con 16 años, decidí que su sueño iba a ser mi sueño también. Nos hemos llegado a mandar hojas y hojas hablando de todos los lugares que tenía que visitar y las personas que iba a conocer. Pero la vida tenía otros planes para las dos.
A finales de mi primer año fuera de casa, mi abuela dejó de responderme las cartas. Se olvidaba de responderlas. Empezó así, con detalles, pequeñas cosas del día a día que, con el paso de los meses, ya no eran detalles, sino que olvidaba situaciones por completo e incluso personas.
En el instituto aprendí muchas cosas. Aprendí a defenderme en inglés y francés, aprendí mecanografía, a llevar un libro de cuentas y, también aprendí, que es un dolor muy particular el que se siente cuando la persona que más querés en el mundo no recuerda que existís, o que, si se acuerda de vos, igual no reconoce tu rostro y te cuenta cosas de vos misma como si fueras una desconocida. Aprendí que hay que ser muy fuerte para acompañar semejante enfermedad. Y aprendí que yo no lo soy.
Poco a poco dejamos de escribirnos, hasta que solo fue posible hablar por teléfono y si mi mamá estaba de intermediaria. Me recibí y no volví a casa, me quedé en la ciudad para trabajar. Los planes de recorrer el mundo quedaron archivados junto con todas las cartas que le escribí a mi abuela y nunca le envié.
El reloj de la cocina marca las 3:58. En algo más de una hora va a sonar el despertador, no tiene sentido que intente dormir ahora. Siento el cansancio hasta los huesos. Me lavo la cara, me miro en el espejo: siempre me generó cierto tipo de fascinación cómo me resalta el color de los ojos cuando los tengo irritados de tanto llorar.
Son las 4:22. Me calzo, agarro el saco azul y las llaves. Afuera está lloviznando, el agua me empaña los anteojos y el viento frío me impide mirar hacia adelante, pero no me importa, mis pies avanzan como con vida propia. Me pregunto hasta dónde podré llegar antes de que el cansancio no me deje dar un paso más.
Cuando paso por el puerto mis pasos se ralentizan, la mirada se me pierde en las olas que rompen contra los barcos atracados en el muelle, y siento gusto a sal en la boca. En uno de sus intentos por disuadirme, mi mamá una vez me dijo que por más que me fuera a miles de kilómetros de distancia, quién era y los problemas que tuviera iban a seguirme allá donde vaya. No me animé a contradecirla entonces, pero sabía que se equivocaba: hay problemas que, con la distancia suficiente, se quedan por siempre atrás. Sería tan simple como acercarme, comprar un boleto y embarcar, así como estoy, con las medias mojadas y algo de cambio en el bolsillo.
Camino hasta a un grupo de personas que están esperando para subir.
—Disculpe, ¿tiene hora? —pregunto a nadie en particular.
Son las 6:46. Igual ya no llego al trabajo.
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