¿Qué me pongo? María de los Remedios, luciendo un miriñaque que apenas le permitía moverse, alborotaba arcones y cofres en busca de la prenda más apropiada para esa tarde. La criada ayudaba con la enagua de lienzos blancos bañada en el aroma que la niña adoraba. Luego de revolver, eligió su más clásica falda, aquella de origen español, larga y ancha de color borravino adornada por puntillas finamente cosidas. Sobre su corpiño se colocó un jubón ceñido que apenas le permitía respirar. Las mangas angostas y largas con detalle de moños y encajes de color carmesí, realzaban el conjunto que vestiría resaltando sus pechos que tanto orgullo le daban.
Remedios iría de tiendas para revolver los vestidos llegados de Londres, las sedas de Zurich y el algodón de Alemania, todo con el simple propósito de concretar un noviazgo.
Acompañada por su doncella, la niña salió de los altos de Escalada, la casa familiar de paredes gruesas, tejas rojas y ventanales con rejas de hierro. Su casa era una de las pocas con planta baja y primer piso, ubicada muy cerca de la plaza mayor.
Los Escalada eran famosos por ofrecer numerosas tertulias y por la codiciada hija del matrimonio. No había jóven que pasara por esa cuadra e indiscretamente intentara divisar a la niña cosiendo, tocando el piano o jugando a las barajas con sus amigas.
Luego de las compras, ambas mujeres pasaron la tarde caminando por la Alameda e intercambiaron saludos con la gente del lugar. Ese era el ámbito por excelencia para el cortejo amoroso.
Volvieron cuando estaba oscureciendo, casi junto con la salida de los faroleros. En su cuadra, como en la mayoría de las calles principales, se encendían tres faroles, dos ubicados en la esquina y el tercero a mitad de cuadra que coincidía con la ubicación de su vivienda.
Remedios caminaba evitando ensuciar sus zapatos con tierra cuando, de repente, levantó su vista y en una escalera, apoyada justo al lado del portón de los altos, se cruzó con la mirada de un jóven farolero.
La niña vio a este jóven, provisto de paños y su aceitera, con sus pies descalzos, su pañuelo blanco y un poncho. Lo que más le llamó la atención fueron sus labios gruesos tarareando un minué.
Manuel empezaba su nuevo trabajo. Más tarde, Remedios supo que él aprendió el oficio de su padre recién fallecido. Durante años, había escuchado a su progenitor comentar el trabajo y compromiso que le demandaba. Sabía que él, de ahora en más, era el responsable del estado de los faroles que tenía asignados debiendo pagar los daños que les causaran. Tendría que mantenerlos limpios y acudir al amanecer por aceite y mechas. Entendía que su trabajo no sería sencillo. Debería compaginar su labor de farolero con la de guarda, aprehendiendo a los malhechores que encontrase y así depositarlos en la guardia más inmediata.
Remedios percibió a ese peón siguiendo su silueta como si hubiese visto un hada, ella se sobresaltó al ver como los dedos de Manuel ardieron por no prestar atención al largo mechero que sostenía en ese, su primer día de trabajo.
Una vez en su casa, la niña de tan solo doce años, mandó a la doncella a descansar y se asomó por el ventanal para observar a este trabajador. Cuando sus pies tocaron la tierra al bajar, Manuel tomó su escalera y con torpeza la rozó contra el ventanal de los altos.
Al día siguiente se celebró una velada en el patio de los Escalada. Bajo la higuera, tomando mate y bordando, las damas más prestigiosas de la ciudad se reunieron a conversar sobre moda y caballeros. Estaba oscureciendo, las mujeres dejaban la casa y María de los Remedios salió cargando unos pastelitos con la esperanza de convidar al farolero, sin embargo, esa tarde no lo encontró.
La adolescente se levantó por la madrugada y así logró tropezarse con Manuel apagando los faroles. Impulsivamente abrió la puerta de su casa sin decir una palabra y Manuel se alejó sonrojado.
A lo largo de los meses se repitieron encuentros similares. La niña había cambiado. No quería pasear por la Alameda y solo esperaba la hora del atardecer.
Nadie a su alrededor entendía lo que sucedía. Remedios dejó de dormir la siesta y utilizaba esas horas muertas del pueblo para correr a lo de los Bernárdez.
Por las tardes su humor cambiaba y se levantaba antes del amanecer. Volvió a salir de tiendas, necesitó ropa nueva pues estaba más regordeta.
Un atardecer otoñal, Manuel (como todos los días) encendía sus faroles mientras divisaba a la niña acompañada por su madre. Varios arcones, un carruaje y por sobre todo los rumores del barrio, indicaban un repentino viaje a Europa.
Un año había pasado y en la casa de los Bernárdez, esa humilde casilla donde vivían seis hermanos junto a su madre, encontraron a un bebé en la ventana. Manuel lo recogió y sin saber qué hacer lo abrigó con su pañuelo blanco y decidió bautizarlo Antonio.
Dos años más tarde los Escalada pactaron un acuerdo matrimonial para su hija con un tal José, oficial militar que había regresado a Buenos Aires hacía muy poco tiempo.
Poco antes de su muerte Remedios se encontraba en los altos junto a su hija. Hubo una gran tormenta. Ambas mujeres se acercaron a cerrar los ventanales para evitar el ingreso del aguacero a su vivienda y divisaron unos pies en la escalera gastada, era un niño de unos once años que dijo llamarse Tonio.
La historia se repetía, su padre había muerto en un accidente y era él el que en ese momento cargaba con la responsabilidad de iluminar las oscuras calles de la ciudad.
Remedios comenzó a llorar sin consuelo. Abrió las puertas de madera de par en par dejando entrar la lluvia e invitó a pasar a ese niño para protegerlo del temporal. Su hija Mercedes no pudo dejar de observar esos labios gruesos que aún tarareaban un minué.
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