EL RITMO DE LA VIDA.

EL RITMO DE LA VIDA.

«¡Cerrá las ventanas que se entran todas las moscas!». Dijo ella mientras se predisponía a lavar los platos sucios del mediodía. Mientras tanto, una de las moscas se frotaba las patas desde la mesada de la cocina, como planeando algo terrible. Miré hacia la mesa rinconera y me percaté de que mi jugo seguía esperando por mí. Corrí hacía él para que la maldita mosca no se atreviese a posar sus patas sobre el borde del vaso. Llegué con tanta urgencia, que derramé todo el contenido sobre el piso de mosaicos color bordó recién lustrados y segundos después, me atravesaron el palo de escoba en el lomo. Entraron cinco moscas más.

Las siestas de verano siempre eran tenues, las persianas cerradas solo dejaban entrar medio rayo de sol y el agua mansa de la pileta nos esperaba en el patio para disfrutar de ella cuando bajara la comida y el sol.

Mis ojos, se mantenían fijos mirando el reloj despertador como intentando acelerar el tiempo, a los diez minutos, caían rendidos ante el silencio. Cuando ya no podía dormir más, saltaba asustada de la cama, creyendo llegar tarde al colegio, cuando en realidad eran las cinco de la tarde y aquella laguna con olor a cloro y goma me esperaba para que yo rompa su tranquilidad.

Un vestido de estampas alocadas, me esperaba bajo la sombra del falso café, mi abuela habitaba en él, y a su vez, dentro de ella dormían algunos rencores. Su rostro siempre tenía una gran sonrisa. Su voz, no entendía de grises ni puntos medios, era fuerte, pero a la vez dulce y contenedora. Con un mate en la mano, me decía «¿Querés chipaca? El abuelo compró, está calentita.». 

Ese vestido estaba cocido por sus propias manos, al igual que todos mis disfraces para los actos del colegio. A su lado, estaba «el abuelo», que vivía riendo por mis ocurrencias, ese hombre era el gran amor de su vida.

Un diente flojo y rebelde que no se quería caer y con esa rebeldía, obligaba a poner en juego la confianza, cuando ella agarraba un trapo y me decía “Vení que te lo saco de una vez”.

La polenta con salsa que se come desde el borde hasta el centro y los mil guisos con caracú que la olla a presión cocinaba, eran música para mis oídos.

—Te quedás sentada hasta que todos terminen—decía—. Y nada de hacer caras.

Mientras tanto, las anchoas de la pizza me miraban desde su propia desgracia como burlándose de mí.  

Nunca voy a olvidar el día en que la mandé “a cagar” y cerré la puerta como para irme a donde ella no me había dado permiso. Sentí que la puerta se abría nuevamente en cámara lenta a mis espaldas como en una película de terror. Se asomó con cara de pocos amigos y preguntando “¿Qué me dijiste?” (obviamente sin esperar respuesta), me dio vuelta de un sopapo con esa misma mano con la que me sobaba el lomo cuando me dolía la panza ¿Mencioné lo de los puntos medios?


 Podría lograr, acomodando un par de letras, tan siquiera acercarme una milésima a lo que esa mujer hermosamente loca era y significaba para mí. Sobre sus guerras ganadas y perdidas que desembocan en un llanto silencioso en la puntera de la cama.

No obstante, voy guardando estos recuerdos en el cofrecito de mi alma, tal como un tesoro. Y los voy desempolvando de vez en cuando para no olvidar que siguen ahí. No voy a mentir, su voz sigue viva solamente si recuerdo sus gritos o sus retos, me cuesta imaginarla tranquila, ya que siempre estaba haciendo algo.  Algunas de sus artesanías siguen conmigo. 

Todas nuestras fotos juntas son de cuando yo era solo una niña, la única que nos habíamos sacado más reciente, era en una fiesta cuando yo era una estúpida adolescente. La borré después de una pelea. Nunca pude perdonarme. 

Desde aquel maldito día en que su corazón se cansó de latir, las escobas están aburridas y las moscas hacen y deshacen a gusto y piacere.

                                                        #DISCOGRAFÍA.

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