Oí el llanto. ¿Micaela? La cabeza, apoyada en la almohada, me pesaba. Entreabrí los ojos y la luz del día me los punzó.
—¡Agh! —protesté cerrándolos y me los tapé con una de las manos. Parpadeé a intervalos y miré a mi alrededor. Al costado, pegada a la cama, se hallaba acurrucada la mesita de luz coronada por un viejo velador. A la sombra de este último, bajo una fina capa de polvo, yacían dos libros de mis autores favoritos: Narraciones Extraordinarias, de Edgar Allan Poe y Los mitos de Cthulhú, de H. P. Lovecraft y su círculo íntimo de amigos. Además, completaban: el reloj despertador, con su incansable tic-tac; el control remoto del ventilador, apagado; y las pastillas de dormir, que podían causar somnolencia diurna. El dormitorio estaba en la planta alta de la casa. Por el pasillo, desde la habitación de mis padres, llegaba el llanto de mi sobrina.
Me senté para intentar liberarme del sopor. Los párpados, que se me cerraban, me dificultaban el intento. Esas pastillas.
—¡Bueno, arriba! —me alenté.
Apenas me elevé un poco, una mano invisible pareció jalarme para que me sentara.
—¡Uf! —rezongué. En fin, ¿qué le pasaría a Micaela? Debía reconocer que le ponía ganas cuando lloraba. ¡Qué aullidos! Bueno, después de todo, tenía dos años… ¿O tres? El reloj despertador quiso ayudar mostrándome la fecha actual, pero eso sólo me servía para saber que en un mes cumplía años. Traté de recordar, ¿cuántos eran?… ¡Qué desastre que soy!
Pensé en posibles causas del lloriqueo: un juguete roto, un capricho insatisfecho, un dolor de estómago; a esa edad cualquier motivo es válido. Por otra parte, me daba fiaca levantarme. Me dejé caer en la cama como un lastre. Ellos debían ir, ¡ser buenos parientes!, o, por lo menos, mejores que yo.
Percibí, de fondo, una canción que me retrotrajo a momentos que no se repetirían.
—¡Ah! Ahí están, claro, la pileta —dije.
Al irse desvaneciendo la música, oí voces apagadas y monótonas. Nadie chapuceaba. De seguro ya lo habían hecho y ahora descansaban tirados al borde del agua. El termómetro, colgado junto al póster de Los Beatles, marcaba una temperatura de algo más de treinta grados que, si bien alta, no me afectaba como a otros.
Micaela seguía probando la potencia de los pulmones. ¿Cuánto puede llorar una niña? Aguardé unos minutos en espera de que fuera alguien, pero no, nadie lo hizo. ¿La oirían? Esos chillidos mezclados con llanto sonaban desgarradores: gritos de terror. ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿Sería una araña? Le causaban bastante pánico, por lo que decidí ayudarla.
Me levanté con torpeza. Caminé por el pasillo como si arrastrara un gran peso, —¡uf, esas pastillas!—, y llegué al cuarto. La vi bajo la sábana, toda tapada. Observé en silencio desde la puerta. Una mosca en el marco, a centímetros de mí, se frotaba las patas sin prestarme atención. Micaela asomó la cabeza, a la vez que moqueaba. Pude ver sus pequeños ojos semiocultos detrás de esos graciosos bucles anaranjados que le caían cual resortes desde la frente. No notó mi presencia, pues miró hacia el costado contrario al que me encontraba. Entonces, pegó un fuerte alarido, se tapó asustada y de nuevo se largó a llorar.
—¿Qué pasa, chiqui, por qué llorás? —pregunté incrédulo.
Esta vez asomó toda la cara. Algo aliviada al verme, gimió y con voz infantil contestó:
—¡Hay un fantasmita! —Volteó la mirada, gritó y se escondió presurosa.
—¿Qué? ¿Qué fantasmita? —pregunté sorprendido—. ¿Dónde? —Y miré para todos lados.
—¡Ahí! —me dijo mientras asomaba uno de los brazos para señalar a un punto al costado de la cama. Dirigí la vista hacia donde apuntaba. Una lámpara de mesa, apoyada sobre una cómoda, alumbraba en halo en una parte del papel tapiz que se había despegado de la pared.
—Pero eso es la luz de la lámpara, ¡Mica!
—No. Se mueve —respondió entre gemidos sin destaparse.
Volví a mirar y, después de un instante, lo vi. El ventilador de pie, a poco más de un metro, estaba encendido y, al girar, movía el trozo despegado.
—Es el ventilador, chiqui, cuando el ventilador da ahí mueve el papel. Fijate, es eso.
Se destapó desconfiada mientras gemía. Miró el artefacto curiosa. Sus ojitos acompañaron el movimiento del cabezal hasta que el viento agitó el papel y vio que al regresar el ventilador a la posición anterior el papel no se movía más. Aguardó la próxima rotación y, al repetirse los efectos, se convenció. Ya calmada exclamó tímida y acongojada:
—¡Ah! —Y dejó de gimotear. En la carita le apareció una expresión como si dijera: «¡Claro!, era eso», aunque seguro era más imaginación mía que realidad.
De todos modos, me molestaba que nadie hubiese acudido. ¿Qué habría pasado en una emergencia real? Por otra parte, al ser ella tan asustadiza e imaginativa se engañaba a sí misma con mucha facilidad. Era una pena que el programa infantil que la entretenía por las tardes no hubiese logrado sacarle el miedo a los fantasmas. Lo que intentaban lograr mediante un video musical que ella había visto y oído incontables veces. Por suerte, aún nadie le había contado del accidente automovilístico, ocurrido poco menos de dos semanas atrás, en el cual fallecí…¡ESAS MALDITAS PASTILLAS!
FIN
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