Tres días en Francia

Tres días en Francia

Carcassonne

Los franceses tienen patitas de pollo. Son guapos, aunque sus narices ysus bocas están desdibujadas, como a medio cocer. La delgadez de sus extremidades inferiores contrasta con la robustez del cuerpo: son centauros de piernas flacas incapaces de pronunciar la erre. En cambio, las francesas son de poca cadera, de poco pecho, de poco todo.

Franceses y francesas fuman mucho, fuman todos, fuman de todo. Por ejemplo, ese hombre de andares torcidos que se detiene frente a la estación de Carcassonne fuma tabaco de liar. Una niña, que tiene un color de piel cuatro o cinco tonos más blanco que el del hombre, lleva una absurda sudadera de invierno –estamos en julio– sobre un vestido veraniego de color coral. No sé por qué pienso que son padre e hija porque, además de que debe existir alguna alteración genética para que sea posible el parentesco que intuyo, la niña no mira ni una sola vez al hombre, como si lo único que les uniera es estar uno junto al otro, caminantes varados frente a una estación de tren una tarde lluviosa de verano.

Los he visto antes, en el parque. Ella, sentada sobre la gran maleta
roja; él, cruzando el parque para entrar en un bar. Por un momento
siento que la niña va a ser abandonada y tengo la tentación de
acercarme a ella. Pero no lo hago. Finalmente, el hombre regresa
empuñando una lata de bebida.

Por fin, también nosotros atravesamos el parque y en pocos minutos
subimos al tren que nos ha de llevar de vuelta a Narbonne. Al fin y
al cabo, para eso estamos en Francia: para montar en trenes, cuantos
más, mejor, porque es ése y no otro el regalo de cumpleaños para
mi hijo Martín.

El tren es azul y limpio y va lleno. En el asiento del otro lado de
nuestro pasillo viaja una madre con su bebé, que súbitamente
rompe a llorar. La mujer se desabrocha la camisa y se dispone a
amamantar a su hijo mientras susurra “doucement, doucement”,
suavemente, suavemente, en un tono que es una caricia y un ruego. Y
su voz queda detenida en el aire mientras todos los pasajeros del
vagón sabemos qué quieren decir esas palabras: velaré por ti,
firmemente, secretamente y para siempre. Dulcemente, el bebé se
calma.

Narbonne

Paseamos por la coqueta ciudad de Narbonne, atravesada por el canal de la
Robine; callejeamos por la ciudad que vio nacer a Léon Blum y a
Charles Trenet. El viento es de una calidez insoportable y la luz
cegadora de julio nos empuja a buscar el refugio de la fresca sombra
de los olmos. Al otro lado del Pont de la Liberté divisamos un
puesto de helados. Martín me dice que quiere uno de pistacho y menta y en un minuto hago un recorrido mental por las lecciones de la Madre Justa y de las profesoras Carmen y Dolors, sin encontrar la equivalencia. Pero el heladero se dirige a nosotros en castellano y le sonrío, aliviada. Nos pregunta de dónde somos y descubrimos que compartimos origen. El hombre nació en Cox, en la comarca de la Vega Baja, en Alicante. Sus padres emigraron en la posguerra, nos cuenta, y él ha vuelto a su pueblo en alguna ocasión, incluso estuvo unos años trabajando por Benidorm. Pero su vida está en Francia. Le explico que parte de mi familia también emigró a Narbonne: Manolo, el hermano de mi abuela paterna, y su mujer, Asunción, una tía-abuela que se pintaba los labios de rojo y que siempre nos traía azúcar cuando algún verano volvía a Burriana de visita (un gesto que enfadaba a mi madre pues creía haber dejado atrás aquellos años de hambre y boniatos y le disgustaba que le recordaran aquella sordidez). Una pátina de polvo, como la que esta tarde nos envuelve mezclada con el viento y hace dificultoso el paseo, ha cubierto los recuerdos, los ha sepultado, como si al otro lado de los Pirineos jamás hubieran existido la guerra, la huida, el exilio y el miedo. Sin embargo están ahí, en las manos temblorosas de un hombre viejo que vende helados en un puesto algo descuidado al que se llega atravesando un puente llamado Libertad.

Montpellier

Los tranvías de Montpellier tienen tanta variedad de colores y diseños
como los usuarios que los utilizan. Me gustaría poder retratar
alguno de esos rostros que observo con disimulo; por ejemplo, a la
mujer cubierta con un sari que espera pacientemente junto a la parada
de la línea 1, con destino Odysseum; a la mujer de cabello oculto
con un basto pañuelo, falda hasta los pies y rostro arrugado.
Martín y yo nos sentamos en uno de los bancos que salpican la Rue de Maguelone, esperando un tranvía, dirección a la Comédie. La gente va y viene; sube y baja; camina y se detiene, multitud de rostros con los que no nos volveremos a encontrar. Sin poderlo remediar me fijo en una mujer que avanza por la acera de enfrente. Lleva corto su oscuro cabello y un vestido amarillo, más corto aún. Su piel, negrísima, parece encerada, como una manzana caramelizada, de color exótico. Calculo que las plataformas que calza superan los diez centímetros y me preguntó qué necesidad tiene una mujer tan alta de aumentar su estatura con esos zapatos. Supongo que así se siente (aún) más poderosa. Si yo fuera fotógrafa podría captar ese momento en que todos observamos a la mujer con avidez; ese instante en que asimilamos qué significa la expresión “muslos poderosos” y pensamos en sacar nuestras lenguas y lamer esa piel que, a pesar de estar cubierta de caramelo negro, adivinamos salada.

Ya en casa, deshacemos las maletas y vaciamos las bolsas. De uno de los compartimentos de mi bolso rescato un librito azul, Saber francés en diez días, una publicación del año 1994 de la editorial Sopena. Apenas lo hemos utilizado. Lo devuelvo a su sitio en la estantería de la habitación. Martín me confiesa que la contemplación de ese librillo le pone triste y yo entiendo exactamente qué siente mi hijo.

FRANCIA (LANGUEDOC-ROUSSILLON)

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