El Reino de la Mentira

El Reino de la Mentira

Antonio Fernandez

05/04/2023

«Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad»,

Joseph Goebbels, jefe de campaña de Adolf Hitler.


Érase una vez, en un reino muy lejano, una larga sequía que había acabado con la mayoría de cultivos.

Las reservas de alimentos eran escasas, y los habitantes, por contra, numerosos. 

El pueblo vivía sumido en el hambre.

La situación era tan grave que incluso el rey veía peligrar la supervivencia de su familia y él.

Los consejeros del monarca, ante tal encrucijada, decidieron idear un plan para asegurar el futuro de su señor y su clan.

El resultado de su minucioso análisis fue que la mitad de los habitantes del reino debían morir para que los estamentos superiores pudieran mantener su ostentoso estilo de vida.

Pero ¿cómo iban a conseguir la muerte de tantos plebeyos? 

Atacar a su propio pueblo era demasiado arriesgado; podría iniciarse una rebelión que terminara con el régimen establecido. 

Debían ser más sutiles para que la gente no advirtiese que estaban atentando contra su vida.

Para ello, los consejeros del rey le propusieron convencer a su pueblo de que el agua era mala, con el fin de que la mitad de los campesinos murieran de sed, logrando así solucionar el desgraciado desafío que tenían ante ellos.

Sin embargo, se les planteaba otra ardua cuestión, ¿cómo podían convencer a los plebeyos de que debían rechazar algo tan natural y necesario como el agua? 

La empresa no era fácil, pero tenían el plan perfecto:

Los clérigos, durante los ritos en los templos, comenzaron a predicar que el agua era la materialización del Mal, un líquido creado para pervertir a los hombres y, por tanto, su consumo podía condenarlos a arder eternamente en el Infierno.

La gente, al principio, creía que los sacerdotes habían perdido el juicio. 

Sin embargo, temían a Dios, por lo que no dejaron de asistir a las iglesias. 

Así, como la gotera que erosiona la roca, día tras día, con su sermón machacante, los clérigos consiguieron que su engaño penetrara en las cabezas de los primeros campesinos ingenuos.

Mientras tanto, los nobles dejaron de beber agua en público. 

Debían dar ejemplo de que no hidratarse era un acto honorable que celebraría Dios. 

La gente del reino, poco a poco, comenzó a convencerse de que beber agua era malo.

Los plebeyos más escépticos, en cambio, desconfiaban de la sorprendente nueva corriente que habían empezado a extender el clero y la nobleza.

Hablaban con sus familiares y amigos para que no creyeran que beber agua era pecado, pero los sacerdotes y los nobles habían realizado bien su cometido, y les contestaban que dejaran de decir blasfemias.

Ante tal panorama, a nadie ha de resultar extraño que los primeros campesinos comenzaran a morir deshidratados, como les habían avisado los plebeyos marginados.

Cadáveres de hombres, mujeres y niños empezaron a aparecer por las calles del reino.

Se podría pensar que, ante tal transcurso de los acontecimientos, el pueblo despertó del sueño en el que le habían sumido los estamentos superiores de su territorio.

Pero, nada más lejos de la realidad, tan sólo unos pocos campesinos cambiaron de idea.

Los sacerdotes, en los templos, predicaban que la muerte de sus seres queridos era el castigo de Dios a quienes habían sucumbido a la tentación de beber agua.

Por su parte, los nobles, en presencia de sus siervos, se lamentaban de la muerte de los infelices plebeyos que habían cometido la reprobable acción de hidratarse.

Los pecadores que bebían agua ante los ojos de todo el mundo, sin embargo, seguían vivos. 

Eran, claramente, una amenaza para el plan de los consejeros del rey.

Así, el monarca decidió ejecutar en público a aquellos que se atrevieran a tratar de corromper a la pobre gente del reino que no tenía la inteligencia suficiente para discernir entre el bien y el mal.

La mayoría de los marginados, ante tal amenaza, dejaron de intentar de convencer a sus familiares y amigos de que beber agua no era malo.

Tan sólo unos pocos valientes siguieron difundiendo el mensaje de que la hidratación era necesaria.

Algunos de ellos fueron apresados y decapitados en la plaza mayor del reino ante el resto del pueblo para dar ejemplo.

Pronto no hubo casi nadie que se atreviera a afirmar que beber agua no era malo.

De esta forma, el maléfico plan del rey siguió su curso, y en poco tiempo la mitad del pueblo perdió la vida por el miedo a sufrir eternamente en el Infierno.

El monarca celebraba en la sombra su éxito, cegado por la maldad de quien su ego no le permite padecer el dolor de los demás.

Habiendo conseguido su objetivo, ahora debía terminar con su diabólica mentira, pues si seguían muriendo campesinos, no quedaría nadie en el reino que pudiera cultivar sus tierras.

Los sacerdotes, en los templos, comenzaron a predicar que, gracias al sacrificio de aquellos que no habían bebido agua, habían conseguido purificar el líquido pecaminoso y, ahora sí, podían volver a hidratarse.

La nobleza, por su parte, empezó a consumir el que hasta hacía poco tiempo había sido un fluido prohibido, como si nunca hubieran presumido de defender lo contrario.

El pueblo, moribundo por el hambre y la sed, no tuvo ni el menor atisbo de fuerza para cuestionar el repentino cambio de discurso de los estamentos superiores del reino.

Volvieron a beber agua y, asombrosamente, como habían previsto los pecadores, recuperaron su energía habitual.

El pueblo, agradecido a Dios, siguió acudiendo a los templos y admirando a la nobleza, pues eran la personificación del Bien en la Tierra.

En el trono del palacio real, el monarca sonreía para sí, jactándose de su majestuosidad porque había llevado a la muerte a la mitad de los plebeyos, sin que ninguno se atreviera a rebelarse contra él, asegurando así su futuro y el de su familia, lo cual, sin duda, era un deseo de Dios.


Música: Les jours tristes de Yann Tiersen, tema de la película Amélie

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