Cuando estaba en medio de un combate donde He-Man, en Eternia, le daba una paliza memorable a Skeletor, vino mi padre y, de un modo confuso y enigmático, me dijo:
—Esteban, tengo algo que decirte, escuchame. Viste que tu abuelo… tu abuelo… dejá ese muñeco, ¿querés? Lo que quiero decir es que tu abuelo… ¿te acordás de que estaba con fiebre? Bueno, y eso no es nada bueno, ¿no? ¿Y que últimamente ya no podías verlo porque había ido al hospital a que lo cuidaran? Bueno, lo que pasa es que tu abuelo, en el hospital… tu abuelo se quedó dormido. Ahí estaba en una cama muy cómoda (en los hospitales las camas son muy cómodas) y él se quedó dormido y ya no se va a despertar. Así que tenemos que ir a despedirnos de tu abuelo a un lugar que se llama velatorio. Vos vestite bien, como si fueras a un cumpleaños, con la camisa blanca y el pantalón largo, peinate y esperanos a tu mamá y a mí que nos vistamos también. ¿Me entendés?
Yo le dije que sí y me fui a vestir. Y no dejaba de preguntarme por qué «como a un cumpleaños», si no era un cumpleaños. Cuando estuve listo fui a buscar a mis padres, que se estaban vistiendo como si fueran al restorán y me dijeron que esperase todavía un momento. Y, finalmente, nos fuimos al auto y nos pusimos en marcha, dando muchas vueltas por muchos lugares, por caminos que yo nunca antes había visto. Llegué a sentirme perdido y a pensar que nos habíamos extraviado, y que mi padre ignoraba por dónde estaba manejando.
Pero entonces llegamos a una casa, una vieja casona de planta baja, en cuya puerta estaba el tío fumando, como de costumbre. Yo ya le iba a saltar encima y revolverle los pelos para jugar a la lucha libre, pero me impactó tan profundamente la expresión dura de su rostro que solo le dije: «Hola, tío», y él me abrazó como si hiciera muchísimo tiempo que no nos veíamos, aunque apenas el día anterior había venido a comer con los primos.
Y entramos a la casa por un largo pasillo y, al final, había una habitación en donde estaban amontonados muchos familiares: la tía Carmen, los primos Lucas y Naty, y los otros primos Caio, Nacho y Vero. «Un cumpleaños, entonces», pensé. Y había mucha gente más, todos muy serios y hablando en voz baja. Y también estaba la abuela que no dejaba de llorar. Entonces supuse que todos se habían reunido para consolar a la abuela porque se había lastimado, y yo me molesté porque nadie me había dicho qué le pasó a la abuela, para que yo también pudiera consolarla.
En esto pensaba cuando mi padre me tomó de la mano y me introdujo en una habitación contigua, en donde había una inmensa cantidad de flores agrupadas contra las paredes y, en el centro, un cajón muy largo y delgado. Yo supuse que la tristeza general tenía algo que ver con aquellas flores. Que la abuela las había comprado y le habían llegado marchitas (aunque no parecían marchitas) y por eso lloraba tanto. Entonces mi padre colocó un banquito junto al cajón del centro y me invitó a pararme en él. Cuál no sería mi sorpresa al verlo al abuelo tendido en aquella caja alargada.
Me acerqué al cajón y observé un rato el rostro de mi abuelo tendido todo a lo largo de aquel estrecho espacio. Finalmente dije:
—Hola abuelo, ¿qué hacés ahí?
—Hola, Esteban —me respondió abriendo los ojos e inclinando un poco la cabeza dentro de las posibilidades de aquel estrecho espacio.
—¿Qué hacés, abuelo?
—Espero, Esteban.
—¿Qué esperás?
—A que estos pajarones terminen.
—¿Quiénes?
—Tus padres, tus tíos, tu abuela y todos los monigotes que están acá.
—¿Que terminen qué, abuelo?
—De velarme, claro. Después va a ser el entierro.
—¿Entierro?
—Claro. Primero te velan y después te entierran.
—¿Adónde?
—No sé, en la Chacarita, supongo. —E hizo un gesto con los labios de no saber.
—¿Y yo voy? —le pregunté confuso.
—Claro Bachín, vos venís conmigo.
—¿Y los primos?
—Todos van a venir a hacerse los compungidos.
—Abú, ¿por qué llora la abuela? ¿Es por las flores?
—No, no es por las flores. ¿Sabés por qué es? Porque es una farsante, por eso.
—Y el tío ¿está bien?
—Está todo bien, Bachín.
Mi padre se acercó y me dijo, en un susurro apenas audible, vaya uno a saber por qué:
—Hay que dejar al abuelo que descanse.
—¿Ya vamos al entierro? —le pregunté.
—En un rato —me respondió, siguiendo con aquel susurro incomprensible.
—Entonces quiero estar con el abuelo —le dije, imitando su voz apagada para que se diera cuenta de lo absurdo de todo aquello. Pero él no se dio por enterado y me dijo susurrando:
—Bueno, Esteban, te dejo con el abuelo.
—¡Gracias! —le grité, ya fastidiado.
Abú me dijo:
—Es un buen hombre… con sus defectos, pero trabajador.
—Ayer me compró a Skeletor.
—Ahí tenés. Te compró el Eskeletón.
—Abú…
—¿Qué, Bachín?
—¿Estás muerto?
—Sí, Bachín, más muerto que Matusalén.
—¿Y la abuela llora porque se va a morir?
—No, ya te dije. Es un plomo.
—Ah.
—¿Sabés qué es lo bueno de morirse? Que, te vayas al Cielo o al Infierno, lo mismo te vas a encontrar con un sinfín de músicos excelentes. De ese modo, siempre vas a estar en el Paraíso.
—¿Abuelo…?
—¿Qué?
—¿Es cierto que conociste a la abuela en la milonga?
—Je, je. No lo andés contando, Bachín.
—Mamá siempre lo dice.
—Claro, los buenos tiempos. Las mujeres nunca dejan de soñar con esas cosas.
—Ella lo conoció a papá en un cuartel.
—Puf, un colimbita de cuarta.
—Papá es ingeniero.
—Un tipo importante. ¡El primer trabajador!
Mi padre se acercó y me dijo:
—Ahora sí, Esteban. Hay que despedirse.
—Chau, abuelo.
—Chau, Bachín.
—¿Nos vemos en la Chacarita?
—Ahí nos vemos.
Mi padre me ayudó a bajarme del banquito y me llevó afuera del cuarto de flores. Entonces vinieron dos señores y cerraron la puerta que separaba la pieza de donde estaban mis familiares. Y la abuela seguía llorando.
Estuvimos un rato largo esperando no sé qué cosa y, finalmente, fuimos al auto. Y mi padre condujo otra vez por caminos desconocidos, hasta llegar a un barrio todo lleno de pequeñas casitas. Le pregunté a mi madre cómo alguien podía vivir en esas casas diminutas. Ella me dijo que no vivían allí, sino que solo iban a descansar por las noches. Yo no le creí.
Y mi papá estacionó el auto y nos internamos en un gran descampado todo sembrado de cruces y cartelitos. Le pregunté a mi madre de quién eran esas cruces y me dijo que eran de un coleccionista. Yo decidí abstenerme de preguntarle más cosas.
Nos detuvimos ante una de esas cruces y, de inmediato, me llamó la atención un hoyo que había en la tierra. Todas las personas que había visto en la casona fueron arrimándose al agujero, como cuando alguien se cae en el patio de recreos y las maestras y otros chicos se acercan para ayudarlo. Allí estaban mis primos, y el tío, y la abuela: todos reunidos en ronda.
Entonces los dos señores que habían cerrado la puerta llegaron con el cajón alargado en el que estaba durmiendo mi abuelo. Lo acercaron al hoyo y lo dejaron ahí. Un sacerdote se puso a rezar y, cuando terminó, un hombre de barba colorada y los otros dos comenzaron a bajarlo de manera muy lenta con unas sogas. Es entonces que lo escuché a mi abuelo:
—Turbio fondeadero donde van a recalar barcos que en el muelle para siempre han de quedar…
Me acerqué corriendo a la fosa:
—¿Abuelo? ¿Qué hacés ahí?
—Eh, ¡Bachín!, te estaba buscando.
—¿Esto es el entierro, Abú?
—Exacto, esto es un entierro. Mirala a la abuela cómo llora. Ni pagada conseguís una plañidera así.
—Entonces, ¿ya te vas?
—Sí, Bachín, ya me voy. Sur, paredón y después. Sur, una luz de almacén…
—Bueno, abuelo, que estés bien allá.
—Ya te dije, me voy con Pichuco y el Morocho. Más no se puede pedir.
—Sí, Abú. Te voy a extrañar.
—Pero, chiquilín. Dejáte de cosas, me vas a hacer llorar.
El cajón llegó al fondo del hoyo y el señor de barba se acercó con una pala y empezó a taparlo con tierra. Yo me sentí triste, pues sabía que no volvería a ver a mi abuelo. Pero un repentino sacudón me estremeció:
—Volveeer con la frente marchita… ¡Eh!, Bachín, me olvidaba. Acá tengo una cosa que quizá te llegue a gustar con los años. Es todo lo que puedo dejarte para que no me olvides. —Sacó del bolsillo un casete—: Tomá, para vos. Es de Ignacio Corsini. Me lo puse en el bolsillo antes de… bueno, antes; después no sabés lo que tuve que forcejear con el fiambrero para que no se lo quedara. Escuchalo bien, es maravilloso; sobre todo «La que murió en París», es emocionante. Es la última del lado A. Bueno, tengo que irme. ¿No me olvido nada? No. Bueno, Bachín… quiero decir, Esteban, me voy, ¿no me olvido nada? Chau… chau.
Entonces mi abuelo se fue hundiendo en forma lenta en la tierra y, finalmente, desapareció bajo mi vista.
Le dije a mi padre que pusiera el casete. De los parlantes del auto comenzó a escucharse una guitarra que sonaba de un modo muy extraño, como subterránea, y luego nos sorprendió a todos una voz de aves remontando las nubes hasta un cielo refulgente de rayos dorados que se abrían paso entre loas y sones de gloria.
OPINIONES Y COMENTARIOS