SINOPSIS

Como todo el mundo sabe, la tierra es plana. Nada existe más allá del Borde, salvo el propio cielo. El infinito mar de nubes donde sólo los justos habitan. Y muy abajo, sosteniendo la tierra sobre el caos primigenio, la Gran Madre extiende sus tentáculos y vela por nuestras almas. Del mismo modo que su Santa Iglesia vela por nosotros aquí sobre la tierra.

La escritora y agitadora social Lauracia ha desaparecido. Y a pesar de ser enemiga declarada de la Santa Iglesia, el inquisidor Demetrio ha sido encomendado para dar con ella. Su misión le llevará a recorrer los convulsos estratos de una sociedad en los albores de una nueva era. El estruendo de las máquinas comienza a escucharse en las fábricas y la ciencia se abre camino, por primera vez, separada de la religión. Surgen nuevas preguntas mientras los antiguos sistemas se tambalean.

Y en su búsqueda, el inquisidor Demetrio tal vez descubra la respuesta al mayor enigma de todos, qué se oculta más allá del Borde, más allá del fin del mundo.

CAPÍTULO 1

UN SUCESO SIN IMPORTANCIA

Anno Domini 1907, 13 de Diciembre

Como de costumbre, el sol acechaba oculto tras una densa cortina de nubes. De vez en cuando asomaba entre los jirones saturados de humo para observar disgustado los despojos de la ciudad. Hacía tiempo que la antigua dignidad de sus calles fue consumida por el progreso, dejando tras de sí tan sólo una carcasa moribunda. En aquella penumbra, una figura de aspecto desaliñado, encorvado entre los pliegues de su roído abrigo, recorría calles apenas transitadas. No apartaba la vista de sus zapatos, como si contara los pasos que daba. Cada cierto tiempo, casi de improviso, giraba por alguna bocacalle, escurriéndose entre interminables bloques de casas, que se abalanzaban sobre los estrechos pasajes sumiéndolos en un ambiente opresivo que olía a humedad y desaliento. Desde algún que otro destartalado balcón se asomaban viejos ociosos de mirada perdida. Tenían los rostros cenicientos, a juego con sus ropas oscuras, como si hubieran sido cubiertos por la misma pátina de suciedad que cubría las propias fachadas. En lo alto, muy por encima de las nubes y del humo de las factorías, varios pájaros volaban en erráticos círculos. Desde la oscuridad de los callejones recordaban a raquíticos buitres al acecho.

La figura encorvada recorrió un sinfín de callejones, hasta llegar a la rivera del río y su antiguo paseo. El denso olor a heces y pescado podrido era casi insoportable. Hacía tiempo que los márgenes del río se habían convertido en un oleoso fango, saturado con los excrementos que la ciudad vomitaba a diario sobre sus aguas.

Remontando el curso del agua, que bajaba grumosa envuelta en la misma neblina gris que devoraba la ciudad, llegó al fin a su destino, una pequeña explanada encajonada entre altos bloques de casas que alguna vez intentó ser un parque de juegos. Los bancos de madera hacía tiempo que habían desaparecido, suplantados por restos indescifrables esparcidos por doquier. Sorprendía encontrar en aquél lugar un solitario acebo, que medraba estoico entre cascotes y miseria. Nunca había florecido, pero cada primavera emergía desafiante con nuevos brotes de un insultante color verde. Ese símbolo de terca resistencia era el único orgullo que les quedaba a los escasos vecinos que todavía malvivían allí.

En uno de los extremos del parque se levantaba un pequeño edificio de madera. No era más que un antiguo establo de techos bajos, al que su dueño decidió ponerle un par de grandes bancos y adecentar mínimamente alguno de los corrales traseros, para que las fulanas pudieran dar cuenta de sus clientes. Al dueño se le conocía como Seis Muelas, aunque lo único que se alojaba ya en esa caverna maloliente que tenía por boca era un interminable discurso contra los galos y los tullidos. Los motivos de su odio enconado se habían perdido hacía mucho, si es que alguna vez llegaron a existir. Lujos como puertas de madera en lugar de simples cortinas apolilladas y la casi total ausencia de piojos y ratas entre sus paredes no justificaban que su nombre original fuera El Palacio de Java, a no ser que Seis Muelas hubiera sido agraciado con una sutil ironía de la que nunca más hizo alarde. Tampoco importaba mucho, pues el humo y la lluvia de incontables años habían devorado el esmerado cartel de la entrada. En cualquier caso, su variopinta clientela conocía el lugar como La Casa Bicha, aunque el origen y los motivos de tan llamativo nombre nadie se atrevía a indagar. Se encontraba a las afueras de la ciudad, lejos de miradas curiosas, y contaba con un discreto acceso a un colector de desagüe, situación muy apreciada por un gran número de su habitual parroquia. A pesar del nefasto olor que arrastraba, ese minúsculo pasadizo estaba muy solicitado y el dueño había tenido que imponer estrictos horarios para evitar situaciones embarazosas, pues eran varias las fuerzas del orden que, junto a criminales de todo tipo, pagaban gustosos el peaje para su utilización.

Envuelto en su roído abrigo, el hombre de andar cabizbajo entró en el local sin apartar la mirada del suelo. Fue recibido por una cacofonía que llegaba hasta él en oleadas, como si de un mar agitado se tratara. El aire apestaba a humo y sudor, aunque a medida que se abría paso hacia los reservados del fondo, una densa fragancia a café recién hecho iba poco a poco imponiéndose.

Por primera vez, el hombre alzó la vista hacia los grupos dispersos por los reservados. La mayoría eran prostitutas despachando a clientes demasiado fogosos, o demasiado miserables, como para permitirse ir a la parte trasera. En un rincón apartado, una docena de hombres de aspecto feroz hacían corro a un par de mastines, concentrados en hacerse pedazos a dentelladas. De alguna forma, alguien se las había apañado para llevar hasta allí una estufa de hierro forjado sobre la que burbujeaba una jarra de café. El grupo de hombres le había hecho un hueco en su particular reunión, y junto a ellos, parecía jalear la carnicería con los silbidos que escapaban de la jarra. No muy lejos de ese grupo, el hombre al fin dio con la persona que buscaba.

Aquella triste mañana, lejos de ojos curiosos, dos hombres se encontraron cara a cara por primera vez. No hubo saludo. Tan sólo un cruce de frías miradas. El que esperaba sentado tendió un papel doblado al recién llegado. Éste, no sin esfuerzo, leyó el mensaje escrito con cuidada caligrafía.

—¿Me lo estás diciendo en serio? —Un gesto de asombro apareció en su rostro picado de viruela.

—Eso es lo que quieren mis clientes —Su interlocutor se encogió de hombros, disculpándose.

—Por esa cantidad podría saltar por los aires el maldito palacio imperial —Escupió ruidosamente a un lado, sin importarle el espeso hilo de saliva que quedó suspendido entre sus labios.

—Mis clientes no querrían tal cosa. Tan sólo quieren ver cumplidos sus deseos.

Se miraron largo rato, inmóviles.

—No hay problema.

—Han de cumplirse todas las condiciones.

—Claro.

—Sin excepción —A pesar de su evidente repulsa, subrayó sus palabras sujetándole por el codo con inesperada fuerza.

—Ya te he dicho que no habrá problema.

—Entonces de acuerdo. ¿Cuánto tiempo?

—Dame tres semanas.

—¿Sólo tres?

—Sí, sin problema.

—Las prisas no son buena compañía.

—Eso dicen —El hombre se encogió de hombros, parodiando el gesto de su compañero. Al fin se dignó a limpiarse los labios con el dorso de la mano. Aquél movimiento estuvo acompañado de un suave tintineo que su roído abrigo fue incapaz de ahogar. El sonido metálico no pasó desapercibido a ninguno de los dos.

—De acuerdo entonces —Su interlocutor se revolvió asqueado al darse cuenta del estado en el que habían quedado los perros tras la pelea.

—Normalmente es mucho peor.

—Sí, te creo —Volvieron a mirarse largo rato, inmóviles—. Ahora voy a sacar algo de mi bolsillo.

Introdujo lentamente la mano en su chaqueta, evitando cualquier movimiento que resultara sospechoso. Su compañero le observaba con expresión gélida y mirada expectante. Una pequeña llave cambió rápidamente de manos. Luego ambos hombres se separaron sin mirar atrás. Sus figuras se desvanecieron engullidas por las brumas de la ciudad, mientras bajo la mesa, una débil llama consumía lentamente la nota de papel, escrita con esmerada caligrafía.

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