¿Cómo empezó todo? Si me preguntaras no sabría decírtelo. Parecía un día como cualquier otro, nublado y gris, frío y sin ganas. Sorbía un café apoyado en el alfeizar de la ventana de aquel minúsculo apartamento con vistas a lo inhumano de una gran ciudad, mientras observaba el mundo perdiendo el norte y a la maquinaria que mecía a los poderosos en fina seda engrasándose con la sangre de pobres diablos que salían de sus respectivos portales legañosos y con caras neutras, dirigiéndose un día más a sus infructuosos trabajos.

En el edificio de enfrente mi media naranja, casada y con tres hijos seguramente insoportables, se desataba su bata de satén azul casi asomada a la ventana y saludándome con un gesto de cabeza. Empezaba nuestra rutina de cada mañana justo a medio camino de acabarme el café. La bata cayó al suelo dejando asomar su cuerpo, que acarició un buen rato mientras me miraba. Se metió en la ducha sabiendo que yo no iba a perderme ninguno de sus movimientos, como cada mañana desde hacía tiempo. Disfruté del espectáculo mientras terminaba mi café y me despedí de ella con la mano cuando hubo acabado y se dispuso a volver a su rutina diaria.

La vi salir de su portal al cabo de un rato junto a los tres niños y su perfecto esposo. Se despidió de él con un beso en los labios y anduvo hacía la parada de autobús con los tres mocosos para esperar el transporte escolar. Las nubes amenazaban tormenta, moviéndose rápidas y desordenadas en el cielo. Me distraje unos minutos observando a una vieja vestida de rojo, que trataba de recoger la mierda gigante y líquida que su diminuto perro había dejado posada en medio de la acera. Luego vi como mi media naranja doblaba la esquina de vuelta de la parada del autobús. Debería haber seguido recto hacía su portal, pero miró hacia mi ventana y cruzó la calle. “No lo hagas, insensata” murmuré.

Habíamos construido algo que estaba bien de esa extraña manera, que encajaba perfectamente con mi hora del café y con su matrimonio, y que hacía que los días grises y nublados siguieran siendo igual de grises e igual de nublados, pero empezaran con cierta gracia. Y ahora ella debía estar apretando el botón de mi ascensor mientras lo estropeaba todo un poco más a cada piso que subía.

Sonó el timbre. No me moví de la ventana. Llamó otra vez. Tiré la taza de café, enfadado y nervioso, y esperé a que chocara contra el suelo de la calle y se hiciera añicos. Pensaba que volvería a llamar, pero todo quedó en silencio.

Cauteloso, me dirigí hacia la puerta y fisgoneé por la mirilla. No había nadie en el otro lado. Abrí lentamente y miré a ambos lados del pasillo, nadie. Antes de cerrar me dio por mirar el suelo. Me agaché y recogí unas bragas de color violeta que había dejado delante de mi apartamento, donde la gente suele poner esas horribles alfombras de bienvenida para invitarte a entrar. Las apreté fuerte con el puño y cerré la puerta del piso. Anduve a paso ligero hasta la ventana y la vi, delante de su portal mirando hacia donde yo estaba. Me dedicó una amplia sonrisa y entró contoneando las caderas en su edificio.

Había logrado mantener el mundo en orden un día más.

A partir de ese momento, el día transcurrió sin más. Me duché, a duras penas, porque el termo llevaba ya un tiempo sin funcionar y nunca encontraba el día indicado para llamar al técnico y escucharle intentar entablar conversación durante todo el rato que lo reparaba. Después bajé a comprar el periódico y tabaco, y pasé por un bar que estaba a un par de esquinas de distancia para tomarme un café y un pincho de tortilla. Era lúgubre, estaba siempre sucio y había poca gente, por eso era mi preferido. Antes de abrir la puerta del portal que conducía a mi pequeño e incomprensiblemente caro apartamento entré en el colmado que estaba puerta con puerta, regentado por una familia de origen indio, y compré un pack de cervezas. El padre de familia me saludó sonriendo e inclinando la cabeza de lado a lado. Eran los únicos vecinos con los que hablaba alguna vez. Él me avisaba si entraba en su colmado y tenía alguna oferta especial, y guardaba escondido el último pack de cervezas si veía que no quedaban más y yo aún no había bajado a por mi dosis. Por lo que sabía, el colmado estaba siempre abierto, aunque seguramente carecían de permisos para ello: por la noche dejaban solo una ligera luz en el interior y cerraban la puerta con un pestillo, pero si necesitabas algo solo tenías que llamar y algún miembro de la familia salía de la trastienda en pijama y sonriente, preparado para atender cualquier necesidad. Me parecían la familia más encantadora e imprescindible de aquella colmena interminable de casas.Pagué el pack de cervezas a aquel atareado padre de familia, bajito, rechoncho y de piel oscura, y salí del colmado hacia la tranquilidad de mi apartamento.

Ya de noche, sumido de nuevo en la rutina de cada día, me dirigí a la ventana del café de la mañana y los sucesivos cigarrillos del día. Me apoyé en el alfeizar y miré abajo. Eran las nueve y los pobres diablos que llevaban todo el día manteniendo intacto un sistema que no les correspondía salían apenados y con prisas de las paradas de metro, bajaban cabizbajos pero dando gracias por haber acabado su jornada de los autobuses, y entraban en sus respectivos portales; ansiando quitarse sus uniformes y sentarse delante del televisor en calzoncillos, a consumir telebasura y comer cualquier mierda precocinada que no les robara el poco tiempo que les quedaba aquel día.

La vieja de aquella mañana paseaba a su diminuto perro esperando a que estuviera listo para cagar, y así ella podría volver a su portal, que estaba en la esquina de la acera de enfrente, abrir la puerta y subir el ascensor hasta el cuarto piso a colocarse unos enormes rulos de color rosa y a meterse en la cama, con el perro en los pies de la misma.

La poca inspiración que tenía para escribir esos últimos meses me ofrecía mucho tiempo en el alfeizar, fumando un cigarrillo tras otro y contemplando minuciosamente a cada vecino. Los horarios para salir a fumar y a contemplar el mundo exterior no estaban fijados, excepto dos momentos del día que eran inalterables: la ducha de mi media naranja de cada mañana, y el baño relajante que mi media naranja tomaba cada noche después de haber recogido a sus mocosos de alguna actividad extraescolar y haberles aguantado unas horas antes de darles la cena y acostarles.

Entonces el momento volvía a ser nuestro. Y todo indicaba que la hora había llegado.

Mi reloj marcaba las diez menos cuarto, yo tenía el cigarrillo sin encender en la boca y una lata de cerveza, ya abierta, en la otra. Mi media naranja entró por la puerta del baño y encendió la luz de la estancia. Se sentó en el marco de la bañera todavía vestida y abrió el grifo. Comenzó a quitarse el vestido de espaldas a mí. Después se dio la vuelta. Se acarició lentamente todo el cuerpo. Luego debería haberse metido en la bañera, metiendo primero un pie, que solía ser el derecho, y después el otro, y se debería haber sentado mirando hacía a mí, y yo debería haberla contemplado allí, relajada y ausente de todo pero conmigo, enjabonándose y sintiendo las burbujas en su pálida piel.

Pero cuando todavía estaba acariciándose, por la zona de entre sus muslos, cerca de la ventana y con los ojos entrecerrados, se abrió la puerta del baño y vi entrar a su marido. Ella no lo vio, pero él pareció verme a mí y comprender la situación al instante. Empujó a mi media naranja contra la bañera y esta cayó al agua violentamente. Después el furioso e indeseable marido se asomó a la ventana con aire amenazante; y cerró la persiana bruscamente.

Yo me quedé allí, perplejo y aterrorizado: el momento que me hacía aguantar un día tras otro el paso de mi insignificante vida se acababa de desmoronar contra el canto de aquella señorial bañera. Y no sabía qué estaría pasando dentro de aquel baño, ni que se suponía que debía hacer yo. No tenía teléfono, repudiaba aquel aparato y le había vetado la entrada a mi habitáculo desde hacía innumerables años. No me disgustaban especialmente mis vecinos, pero yo no parecía gustarles lo más mínimo a ellos y no me veía ni dispuesto ni capacitado para llamar a alguna de sus puertas.

Me puse unos pantalones y una camiseta rápidamente y bajé precipitándome por las escaleras hasta salir del portal. El aire apestoso de todos los vehículos que regresaban a sus casas me golpeó la cara y caí en la cuenta de que había olvidado las llaves. Pero ya era tarde y no importaba, tenía algo importante que hacer.

Di dos pasos, alargué el brazo y golpeé tímidamente la puerta del colmado regentado por la familia india. Al cabo de un minuto uno de los hijos salió bostezando y abrió el pestillo, dejándome pasar rápidamente al interior.

Me preguntó educadamente “Que quiere comprar, señor” y yo balbuceé, sintiendo la lengua más pesada y seca que nunca: “Un te-léfo…, ne…cesito un telé-fo-no”. El niño me miró sin cambiar el gesto amable de su cara y fue hacia la trastienda lentamente sin entender la urgencia de la situación. Al cabo de unos interminables segundos salió el padre de familia con un móvil en la mano, me miró tratando de descifrar la angustia de mi cara y me dijo: “Toma, amigo. Llama”

Llamé a la policía diciendo que era un vecino anónimo que había visto una escena de violencia en el edificio de enfrente. Les facilité la dirección exacta y colgué el teléfono con el corazón acelerado. Di las gracias al padre de familia indio y me acerqué a la puerta de salida, pero me detuve en seco con la mano en el pomo, tratando de no hacer ningún movimiento y de fundirme con los posters de descuento que cubrían parte del escaparate: el indeseable marido de mi media naranja estaba en la acera de enfrente con los puños apretados y la mirada ida, y miraba hacia mi ventana, y después hacia mi portal.

Completamente inmóvil vi como llamaba a todos los telefonillos de mi vecindario. Algún vecino debió darle acceso al edificio y me lo imaginé subiendo las escaleras de tres en tres hasta mi puerta dónde esta mañana reposaban las bragas moradas de su esposa. Me imaginé que estaría aporreando mi puerta y que el matrimonio de ancianos del segundo C, las cuatro estudiantes universitarias a las que les asqueaba mi sola presencia del segundo A y la familia acomodada del segundo D con un hijo que creían perfecto y que era el encargado de dejar el ascensor apestando a marihuana y el portal lleno de vómito cada madrugada de viernes; abrirían soñolientos pero fascinados por que en su planta pasara algo emocionante. A ver en que lío se había metido el extraño, casi siempre antipático y probablemente alcohólico vecino del segundo B, con el que ninguno deseabe subir en ascensor.

Le dije al padre de familia indio, que por aquel momento y dadas las circunstancias era el mejor amigo que había tenido nunca, que no podía regresar a dormir a mi apartamento y le enumeré los condicionantes: marido furioso, llaveolvidadas, vecinos cotillas y policía de camino. El hombre movió la cabeza, inclinándola de izquierda a derecha en un vaivén incontrolable que hacía todavía más extraña la situación y me indicó que me quedara allí un momento. Cerró el pestillo y desapareció en la trastienda. Volvió con una gruesa alfombra debajo del brazo, una mullida almohada con un horroroso estampado con pedrería, y dos taburetes de madera.

Colocó la alfombra en medio de uno de los pasillos y posó delicadamente la almohada sobre ella. Luego asentó los dos taburetes, uno en frente del otro, cerca de lo que al parecer iba a ser mi cama. Se dirigió hacía el tercer pasillo, y volvió con un pack de cerveza del que me ofreció una. “Toma, amigo, siéntate.”

Se sentó en el otro taburete y abrió una lata para él, contemplándome en silencio y sonriente. “Todo irá bien”, me susurró. Asentí con un gesto y bebí en silencio.

Cuando iba por mi segunda cerveza el padre de familia, que se llamaba Depaak, comenzó a hablar. Al cabo de una lata más ya sabía toda la historia de su familia. Y extrañamente, no parecía molestarme que aquel hombre me hablara. Le estaría eternamente agradecido por salvarme aquella noche de la situación que debía estarse viviendo en aquellos momentos en mi rellano.

Escuché todo lo que quiso contarme, me dio las buenas noches y desapareció tras la trastienda. Me tumbé en la gruesa y mullida alfombra, notando las incómodas pedrerías en mi nuca. Me dormí al poco rato, fatigado por un vuelco tan grande a mi rutina en tan solo un par de horas.

Y soñé con mi media naranja. Todo era blanco, y aparecía en medio de escena su bañera, reluciente; como acabada de limpiar. Casi brillaba. Aparecía ella y comenzaba a desnudarse. En ese momento todo daba un giro y ella estaba en la bañera, casi sumergida del todo, la bañera se desbordaba, y el agua comenzaba a rebosar por los costados manchando el perfecto suelo blanco de una especie de pasta negra y pringosa que estaba seguro nadie podría quitar jamás de allí por mucho que fregara.

Un estruendo mezclado con una horrible voz de pito me sacó de aquel extraño sueño. El padre de familia salió corriendo de la trastienda, despejamos el pasillo en el que había dormido y abrió la puerta. Entró bruscamente la vieja acompañada de su perro. Deepak le dio los buenos días a ella y al minúsculo animal.

Necesito una de esas latas de comida de perro, Lucas tiene diarrea desde hace dos días.

Deepak movió la cabeza de lado a lado y desapareció en el pasillo cuatro. Volvió con la lata que la vieja había pedido. La vieja del perro llamado Lucas pagó la suma en monedas de veinte céntimos y metió la lata en su bolso. Parecía que ni siquiera había percatado mi presencia, pero antes de salir del colmado se me acercó y me susurró diabólicamente: “Lo sé todo”, y desapareció dando los mismos pequeños y ordenados pasitos que daba cuando paseaba a su perro esperando a que este cagara, tres veces al día.

Me dejo atónito. ¿Qué es lo que sabía aquella señora? Yo sabía muchas cosas de ella. Sabía que cada día se empeñaba en recoger todas las mierdas de su perro por líquidas que fueran y que vivía en el bloque contiguo de la acera de enfrente. Pero, ¿ella? ¿Qué diablos podía saber ella de mí? Miré a Deepak, esperando una tranquilizadora respuesta de mi nuevo y sonriente mejor amigo, pero este se encogió de hombros y me dio su móvil. “Para llamar al cerrajero” me dijo.

Esperé al cerrajero en un rincón oscuro del portal. El portero leía el periódico en su puesto y de vez en cuando asomaba la cabeza por encima lanzándome miradas acusatorias.

No quería subir solo a mi rellano. No conocía al cerrajero de nada, pero la idea de que saliera él primero del ascensor me proporcionaba cierto alivio. En el rellano no había nadie, solo una enorme cagada enfrente de mi puerta. El cerrajero me miró con el ceño fruncido, aguardó a que yo apartara la mierda con un kleneex que me prestó y empezó a hacer su trabajo. Yo esperé, inquieto, como haciendo guardia a su lado. Todavía tenía la mierda del indeseable marido de mi media naranja en la mano, envuelta en pañuelo de papel y esperando un cubo de basura en la que dejarla caer. Di gracias de que ya no estuviera caliente y la sostuve tratando de que el entramado de papel que había creado a su alrededor no se moviera ni un milímetro.

De reojo vi como la puerta del segundo A se abría ligeramente, y noté como varías miradas curiosas me apuntaban desde la pequeña rendija. Oí unas risitas agudas y un “ya la ha recogido, tías”.

Seguramente la noche anterior habían presenciado toda la escena que había tenido lugar enfrente de la entrada a mi apartamento: el indeseable marido de mi media naranja, furioso, debió golpear con sus nudillos de acero a la puerta, varias veces, y debió musitar un “Sal de allí, capullo” o cualquier otro descalificativo asociado a lo que yo le pareciera en aquel momento.

Al no obtener respuesta o indicios de vida humana detrás de la puerta se debió sentir todavía más furioso y cada vez más frustrado y debió optar por golpear más airadamente la puerta y por soltar cada vez más improperios.

Al seguir sin respuesta, pese a todo el revuelo que estaba creando en el rellano, optó por bajarse su elegante pantalón de pijama y dejar un mensaje en mi puerta.

Podría haber sido peor.

SINOPSIS

El día a día de nuestro narrador pasaba sin más, como el de prácticamente el resto de los mortales. Rutina y una cómoda burbuja de acciones repetitivas y conocidas, cada día igual. Dos momentos al día en especial le hacían aguantar la carga de una vida insípida: la ducha de la mañana de su vecina de enfrente y el baño que tomaba está a última hora de la tarde. Tenían un pacto no escrito, para él intocable, que consistía en una idílica relación a distancia entre ambas ventanas. Hasta que un día, tras dar un beso a su perfecto marido y dejar a sus hijos en la parada del autobús, ella decidió romperlo.


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