Me volvió a picar la palma de la mano intensamente, por primera vez en un viaje comenzaba a mudar la piel antes de llegar al destino. Para aliviarlo la froté con el freno de mano aguantando el volante solo con la izquierda. La sierra de la culebra permanecía inmóvil, tal vez solo despertara por la noche. Alcanzada la autovía tuve que jugar entre los coches por mantener una posición. Con el sol poniéndose de frente y los ojos entrecerrados, llegamos a la salida. Ya quedaba poco. El tiempo justo para llegar a la cena. Tengo la siguiente teoría comprobada: cuando para ir a un lugar te pierdes, es decir, no llegas a la primera directamente, la experiencia es memorable. Aun así cada nueva oportunidad me esfuerzo más que la anterior por llegar sin desvíos ni rodeos al destino. Debe de ser un profundo e irremediable afán de demostrar que soy hábil.
Tuvimos que elegir entre montar la tienda de campaña o comer algo aprovechando la luz natural. Pequeño reto que cedí a mi marido, todo el mundo necesita alimentar sus capacidades, incluida la paciencia con los ayudantes voluntarios de la familia que acomodados días antes nos esperaban.
La primera cena fue bastante rápida con todos mirándonos y esperando para convertir la mesa en tablero de juegos. Los demás grupos que habitaban el camping gritaban incluso más que nosotros, estábamos disfrutando el comienzo del puente de agosto.
Incluso en familia hay momentos de relax. No pude resistirme a leer con los pies apoyados en una roca negra, y la espalda en un roble. Sentía la energía cálida. En un rato la piel de mis pies había adoptado la apariencia de la roca y ya me llegaba por las pantorrillas, y tenía la espalda cubierta de corteza.
Sólo son transformaciones beneficiosas del contacto con la naturaleza que se quitan al volver a la rutina. Estaba bella, con esa belleza que nace de dentro. Del aire fresco y la libertad temporal.
De vuelta en el hogar me alimento con las fotografías, a ver si la piel de roca y corteza de árbol me dura unos días más.
LAGO DE SANABRIA, ZAMORA.
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