Con los dientes desprendo un trocito de piel y lo escupo. La espesa macha roja se infla y escurre por la falange del dedo meñique.

Chupo la sangre y la lengua siente un golpe con sabor a hierro. Caliente y espeso, el líquido vuelve a brotar. Mi primer impulso es lamerlo, pero en el esófago se activa una alerta de náusea. Con un trozo de papel cubro el dedo. La blancura es derrotada por la bandera escarlata.

¿Por qué me destruyo? Con culpa repaso mis ansiedades: falta de dinero, miedo a los accidentes fatales con destellos hollywoodenses. Aquel error que me constó el despido de mi último empleo.

Con la yema del dedo anular oprimo la herida sangrante, el dolor me ayuda a soltar lo que no quiero recordar.

“Vente al presente”, digo para mis adentros. Respiro. El papel se adhirió a la piel y luce como el peor de los vendajes. Siento pena por mí misma. Sacudo el cuerpo y la vieja dermis se columpia silenciosa hasta caer al mosaico.

Atentando en contra de los espectros, coloco el casco de la bicicleta en la cabeza y salgo a toparme con los espejismos. El sol invernal cae oblicuo sobre el asfalto. El aire frío de la mañana confirma el tiempo. Es el presente y aquí estoy bien. Sana. Completa. Pedaleo hasta dejar el pasado detrás de mi rodada.

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