Camila aprendió en aquel tiempo a escribir hermosas partituras y a remendar un corazón descocido; cada recuerdo lleno de dolor y nostalgia se convirtió en un agujero; uno que con gracia y deleite supo rellenar hilando con cada nota,  y sus danzantes yemas  que bailaban sobre el piano. Como el eco de la montaña, de cuando en vez escuchaba su nombre, y retumbaban los pensamientos como la algarabia de las garzas que buscan el nido al caer de la tarde. Así eran sus días y también las noches, desgajando cada parte de sí, dejaba sus fragmentos servidos en la mesa con el almizcle  que se desprende al despellejar una mandarina.

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