09 de Enero de 2023, CABA.
Eran las 07:00 A.M y María peleaba con el despertador mientras este no dejaba de sonar, había dormido poco al igual que las últimas noches desde el mes de Noviembre. Sabía que necesitaba unas buenas vacaciones por el intenso trabajo que estaba tomando en su empresa, hacía diez años que trabajaba en el mismo lugar, para la misma gente y con el mismo horario, con la diferencia que mientras pasaba el período de pandemia, María amanecía sin necesidad de pensar qué desayunar, cuánto tiempo le llevaría el viaje, cuál sería la línea de colectivo, tren o subte que tendría problemas, y sobre todo, qué vestir.
Si hubo algo que María sabía muy bien era que bajo ningún punto de vista querría volver al trabajo de forma presencial, algo que muchos de sus compañeros apoyaron al momento de decidir la cantidad de días que deberían concurrir a la oficina. Algunas preguntas retumbaban en su cabeza… ¿Acaso el arduo trabajo no se veía reflejado en los números de la multinacional? ¿Era necesario volver si la productividad no había bajado en ningún momento? No le encontraba ninguna lógica a la idea. Definitivamente no quería volver.
Una mujer de gran carácter, con una gran capacidad de aprendizaje, de escucha y de organización; había dejado pasar diez años de su vida en una empresa donde todo su esfuerzo no terminaba de ser reconocido, al menos no como ella quería. María sentía en varias oportunidades que no era capaz de ordenar sus tareas y, por el contrario, siempre terminaban en un bucle de desorganización y pedidos en vano que finalmente no resultaban ser tan urgentes. La urgencia… esa cuota de altanería, poder y responsabilidad que sus jefes le ponían a cada rato cuando nada de las cosas urgentes eran realmente así.
María, con el peso de tantos años trabajados en un lugar donde su empatía y esfuerzo no eran reconocidos, se sentaba en el costado de su cama sin ordenar, a contemplar el placard pensando qué atuendo sería el adecuado para emprender una nueva jornada laboral, lidiando con gente malhumorada, con medios de transporte deficientes, con contratiempos y una empresa que no le daba ninguna seguridad, siquiera, de que pudiera irse de vacaciones… Sus tan pensadas y deseadas vacaciones, las cuales siempre tenían un problema «urgente» por resolver. Nadie en su sano juicio atendería el teléfono en sus vacaciones, nadie sería capaz de molestar a quien estuviera de licencia. En otras áreas eso no ocurría, pero en la de María sí. María, siempre María. La chica del matafuegos le decían, porque siempre estaba ahí para apagar los incendios provocados por inoperancia de otros. Hacía rato que sus vacaciones no eran sinónimo de «descansar en paz», de disfrutar; y sus ojeras eran el fiel reflejo de ello.
María, al costado de la cama, observaba la colección de remeras holgadas y jogging que había comprado a lo largo de su cuarentena e intentaba visualizarse nuevamente con sus vestidos coloridos en combinación con sus zapatos, sus rulos rojizos bien definidos y su rostro maquillado. Nada de eso quería, todo era depresivo y triste pero a lo largo del tiempo jamás derramó una lágrima. Ella sostenía que la procesión iba por dentro, a pesar de hacer terapia dos veces por semana, y practicar pintura en una de sus habitaciones antiguas y de techos altos, al mejor estilo de la Ciudad de Buenos Aires: departamentos fríos, balcones franceses con escaso mantenimiento en plena avenida donde las bocinas de autos, motos, camiones y colectivos se hacen oír a cualquier hora del día; donde las luces jamás duermen, al igual que María. La hermosa María… Antítesis de la Ciudad de Buenos Aires, una ciudad bella por su alegría y calidez, contrapone su imagen a la de una mujer de tan solo veintisiete años, quien a su corta edad se la notaba triste y fría. Frustrada.
Una vez encontrado el atuendo adecuado para salir a darle pelea al Lunes caluroso, pegajoso y hostil; abrió la ducha y se quedó un largo rato debajo intentando cargarla con agua fría aunque sabía que eso sería poco probable ya que su edificio no era lo único viejo y sin mantenimiento; también lo era José Luis, el administrador, un hombre mayor que solo se dedicaba a recaudar departamento por departamento, el dinero de las expensas que él mismo pagaba todos los meses para que ningún servicio fuera a cortarse. Sin embargo, ese viejito de ochenta y nueve años parecía no contar con ánimos de querer solucionar problemas que tuvieran que ver con el agua del edificio. María solía tener cierto humor negro y con sus amigos planteaban la teoría que al ser una persona mayor y con baja temperatura corporal, producto de sus años, no le era de importancia contar con agua fría para tomar un baño. Dicha teoría siguiría hasta tanto José Luis no demostrara interés en querer reparar lo necesario.
María seguía tomando fuerzas para encarar el día. Le resultaba prácticamente imposible no sentirse amargada, había enviado currículums a todas las personas que conocía, había modificado su perfil de LinkedIn para captar interesados en uno como el suyo, pero por meses nada de eso había funcionado, tampoco su búsqueda en diferentes provincias para continuar con su trabajo desde casa y disponer del tiempo como ella quisiera. María deseaba sostener su rutina: Levantarse quince minutos antes del comienzo de su jornada laboral, darse un buen baño que terminara de despertarla y prender la computadora mientras preparaba un rico café en la mesada de la cocina al costado de la ventana, esa que dejaba entrar apenas un poco de sol entre tantos edificios altos que daban tanta sombra que parecía no haber amanecido en la ciudad. Ese momento de felicidad lo atesoraba cada mañana como un pequeño disfrute a su estadía en modo home office. Otras veces, si Carlos, un señor muy amable que atendía el puesto de diarios y flores frente a su departamento, abría temprano ella bajaba a comprarle un ramo de cualquier flor de estación que perfumara su casa mientras el café terminaba de hacerse en su cafetera preferida, la cual ya había superado varias mudanzas. Una vez lista la infusión, Maria se encontraba lista para comenzar su jornada abrazada por el aroma de las flores y el café recién preparado. El hecho de trabajar desde su casa le permitía comenzar de una forma menos precipitada, cortar de a ratos para realizar ejercicios de elongación, y tomarse sus horarios de almuerzo cuando quisiera dependiendo el caudal de trabajo que tuviera ese día. Nada podía salir mal, el home office era todo lo que Maria necesitaba para no lidiar personalmente con la prepotencia de la gente que necesitaba de sus servicios empresariales, o mejor dicho, de la empresa en la que trabajaba.
Una vez que Maria salió de la ducha, se enredó en un toallón que tapaba su cuerpo y con una toalla más pequeña practicaba un turbante para secar su pelo antes de su ritual de rulos perfectos. Camino a la habitación, se topó con su imagen en un espejo y se detuvo a mirarse, nunca se había visto tan infeliz y ojerosa. Sabía que necesitaba un cambio pero ciertamente cambiar de trabajo le resultaba un tanto tedioso, al fin y al cabo Maria conocía a todo el personal de la multinacional y viceversa, y aunque había gente con la que prefería no compartir un espacio durante todo el día, sabía que estaba cómoda dentro de su incomodidad.
Comenzaba la jornada laboral con los mails de siempre y con los reclamos de la misma gente. María odiaba el mal trato y los aires de superioridad, pero seguía soportándolos por el solo hecho de dar el paso hacia el cambio que tanto esperaba y con ello el reconocimiento que buscaba durante tantos años. El teléfono le estallaba de correos electrónicos y aún no había salido de su casa. Se veía espléndida, llevaba un vestido veraniego, al mejor estilo vintage, color crema y sandalias a tono dejando resaltar aún más sus rulos colorados perfectamente definidos; tomó sus auriculares, su mochila y salió a encarar el día proponiéndose dar lo mejor que tenía para poder revertir su presente. Mientras cerraba con llave la pesada puerta de vidrio y hierro de su edificio, saludó de lejos y con una gran sonrisa a Carlos, el hombre del puesto de diarios y flores al que siempre le confiaba sus alegrías y frustraciones; él se había convertido como en un padre para María ya que nunca más, desde sus doce años, había sabido nada del suyo. Carlos era un hombre sumamente empático al que todos en el barrio querían y ayudaban a mantener su puesto ya que hacía años trabajaba como diariero y florista, y aunque no era habitual ver en plena ciudad un negocio de este estilo, se intuía que por ese mismo motivo era alguien tan querido… Al fin y al cabo, dentro de la modernidad de la ciudad, aún conservaba ese espíritu de barrio que muchos vecinos extrañaban desde su niñez.
– ¡Qué carita tenemos hoy, mijita! – Gritaba Carlos desde la vereda de enfrente.
– Volvemos a la oficina, ¿con qué cara querés que esté, Carlitos? ¿Así? – María hizo un esfuerzo por sonreír lo más que pudo pero su sonrisa era tan falsa como un billete de tres pesos, sin embargo la situación logró cambiarle un poco el humor.
– Ahora intentá mantener la sonrisa todo el día. ¡Y que sea sincera! ¡Muchos éxitos! Te va a ir bárbaro. – Finalizó Carlos antes de atender a una clienta que lo esperaba para comprarle un ramo de margaritas.
– ¡Gracias Carlitos! ¡Después te cuento!
María dio media vuelta, se puso los auriculares y decretó, una vez más, que su comienzo sería brillante. Lo que ella aún no se daba cuenta era que cada vez que decretaba algo con todas sus fuerzas, lo cumplía; y esto no sería la excepción.
Se acercaba el cambio…
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