Abdul arrastra durante el día el carrito de la chatarra y a la noche llega muy cansado. Mi amigo Abdul asegura tener 50 años, pero yo no me lo creo. Entonces me dice que en África cada año de Europa vale por año y medio. O sea, que sus cincuenta equivalen a mis setenta y cinco. Así pues, tenemos la misma edad. Abdul es de los que agradece poder refugiarse por la noche en este albergue. Cenar y después, con el cafetito aguado -él lo preferiría expreso- las historias que nos contamos antes de irnos a la cama. Algo gordo ha de pasar para saltarnos esta agradable rutina literaria que se ha ido imponiendo sin premeditación. En el albergue se ríen de nosotros y nos llaman los cuentistas, pero más de uno intenta cazar al vuelo nuestras patrañas.

-En mi país -asegura Abdul- los padres crían a los hijos y cuando se hacen viejos éstos los cuidan. Yo les envié dinero hasta que murieron.

-¡Eso es solidaridad! ¡Vuestra Seguridad Social es la familia! -respondo.

-Eso es amor, jefe, solidaridad yo no sé qué es.

-Hombre, amor es lo que sientes por tu media naranja, y lo que ella siente por ti.

-Mi madre me alimentó con su teta. Mi padre trabajó para que mi madre tuviera leche. Yo me vine para que mi dos mujeres criaran a mis hijos. Ahora, como ya no puedo enviar nada, tiré mi móvil al río y desaparecí.

-Claro, el amor puro no existe -Abdul me escucha mientras resiste como puede al sueño que le produce la fatiga. Yo sigo.

-Yo antes trabajaba, me mantenía y pagaba mis impuestos. Ahora, como ya no puedo pagar el alquiler, la luz, el agua, y alimentarme, el Ayuntamiento me proporciona donde comer y dormir. Viene a ser lo mismo que en tu país, no, Abdul? Probé un banco en el parque, después el cajero, pero tuve algún susto y ya no está uno para aventuras. Por eso me vine al albergue, donde con vosotros me siento menos solo.

En eso que se nos suma Milci, viejo latino, coleccionista de colillas, también con su taza de café aguado y dispuesto a dar y recibir historias. Abdul se durmió definitivamente

-Cuéntame de tu familia, Milci.

-Mi mujer se vino porque no nos podíamos mantener. Con lo poquito que yo ganaba y con lo que me enviaba ella íbamos tirando y sacando adelante a nuestros hijos.

-Anda, a vos te mantenía tu mujer -digo divertido.

-Después nos vinimos todos, y ella se enamoró de otro. “No me mantuviste allá y no voy a mantenerte yo aquí”, me dijo.

-¡Amor puro, mijo!

-Cuando la embaracé nos fuimos a vivir donde mi mamá. Y ella siempre murmurando: “Dejé de trabajar en mi casa para ser criada en la tuya”. Se quejaba de que nunca luché suficiente, que sólo pensaba en pasarla bien, en beber y sobre todo en cogerla, y en trabajar nada. “Nunca saldremos de pobres”, me decía. “Mis hijos irán sucios, sin educación”. Fue cuando se vino a España para ahorrar y así pudimos comprarnos una casita. Pero vinieron más hijos. Y se tuvo que marchar otra vez. Después nos vinimos todos. Pero yo tenía cincuenta años, sin papeles, y con esa edad nadie me daba trabajo. Ella era más joven, se enamoró de otro y me largó.

-¿Por qué no te volviste a tu país, pendejo?

-Pensé que las cosas mejorarían. ¿Y a ti qué te pasó? –me pregunta.

– Soy otra víctima del amor. Siempre hay interés por en medio, económico, intelectual, sexual.

-A mi oveja se la comió el lobo porque el pastor, que era yo, se durmió en los laureles.

-Yo siempre desconfié de mis méritos para despertar el amor de una mujer. Me faltaba seguridad.

-Ahí te gano, mijo. Yo las llevaba de calle.

-En la calle estás, Milci –y reímos-. A cada una yo le daba lo que más le gustaba, para rendirla. A aquella mi buena planta, a la otra una personalidad arrolladora, y a Sonia, la última, pues la ayudé a salir a flot.

-Tienes palique de licenciado, mijo.

-Llegué soltero a los 50. Regentaba una taberna familiar en la parte vieja de la ciudad, vivía en el pisito de arriba y devoraba libros en los muchos ratos libres que tenía. Yo era mi propio patrón. Mi madre se ocupó de la cocina hasta que falleció y para reemplazarla un amigo me recomendó a la hermana de su mujer, que acababa de llegar de Brasil, donde había dejado al cuidado de su madre dos hijos. Era una joven agradable, bien parecida y excelente cocinera. No tardé en enamorarme de Sonia, y, al parecer, ella de mí. Vivimos un amor intenso, pero me entró la estúpida manía de que quizás lo mío no era amor sino necesidad. Y de que ella tampoco me quería realmente, sino que me necesitaba también. En definitiva, que nuestro amor era un estado de necesidad mutua. Yo leía en los poetas que el amor es un sentimiento espiritual que une almas gemelas, sin más necesidad que la de amar.

-Tanta lectura te secó el cerebro. ¿Y que hiciste?

-Prescindir de todo contacto que no fuera espiritual, pues quería averiguar si Sonia era mi alma gemela o si no era más que una necesidad carnal. Ella se extrañó, aunque yo le aseguré que sin tocarla la amaba más que antes. Sonia cada noche en la cama hacía todo lo posible para tentarme. Decía que si no pecaba con ella es porque pecaba con otra.

-¿Y qué pasó?

-Quise saber si ella me amaba por mí mismo o era una dependencia económica.

-¡Qué bárbaro! ¡Qué manera de complicarlo todo!

-Vendí el bar y en poco tiempo nos gastamos el importe de la venta. Después llegaron las estrecheces, hasta que acabamos pobres de solemnidad.

-¿Y terminó la vaina como me pienso?

-Milci, es hora de dormir. Mañana el final del cuento…

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