El teléfono sonaba con insistencia.
No es que el teléfono de Engracia Valcárcel poseyera vida propia, pero Engracia sabía interpretar el timbre de su teléfono como la voz de su madre, Edurne.
Con cierto desasosiego, descolgó el auricular de baquelita negro:
– “Buenos días, Inspector Bermúdez. Esperaba tu llamada”
– “¿Has oído la noticia?”
– “Naturalmente, sabía que me ibas a llamar de un momento a otro”.
– “Comprenderás, Engracia, que se trata de un asunto muy grave; de un asunto de Estado”, enfatizó la frase “asunto de Estado”, con ese engolamiento que siempre usaba para destacar lo que quería destacar.
– “Lo entiendo perfectamente, Nicolás. Como también entiendo que el lío que tenéis es mayúsculo”.
– “No te lo puedes ni imaginar, Engracia; está todos patas arriba y perdón por la expresión, que es de mal gusto, dadas las circunstancias del suceso”
– “¿El Ejército”, preguntó Engracia?
– “En toque de guerra, prácticamente. Nunca un atentado había llegado tan arriba. Lo inconcebible, ha sucedido”.
Para Engracia Valcárcel no había nada inconcebible; es más, esperaba algo parecido desde hacía tiempo.
Nubarrones negros poblaban su mente y ensombrecían sus meditaciones. Algo olía a podrido en Dinamarca. Algo olía a podrido en España.
Los tiempos se acortaban; las potencias nos convertían nuevamente en su objetivo, como cuarenta años atrás, cuando todas nos miraban con expectación, con curiosidad. Con malsana curiosidad. “A ver qué pasa en España”. Y España, una vez más, laboratorio de ensayo del resto de los países. España casi nunca ha sido dueña de sus actos.
Si acaso, Zugarrumardi -afinando más- las mujeres de Zugarramurdi, fueron una vez dueñas de sus actos; pero aquellos tiempos también eran muy lejanos. Y Engracia, que había vivido, cuatro mil años y cuarenta mil noches de esos cuatro mil años, conocía que estas tierras nunca fueron creadas para gobernarse a sí mismas. Otras virtudes y dones nos adornarían, pero el del autogobierno y la independencia no era algo que la Madre Naturaleza tuviera dispuesto para nosotros.
– “Engracia, voy a pasar a recogerte con mi coche. Te va bien en media hora”
– “Perfectamente. Ya te he dicho que esperaba tu llamada”
– “Ya lo sé, Engracia, ya lo sé. Si es que contigo siempre me repito con lo mismo. Nunca me acuerdo que tú eres tú y que nada tienes que ver con todos nosotros”
– “No te preocupes Nicolás, estoy acostumbrada y me parece normal que así sea”
Engracia colgó el teléfono y se acomodó en su sillón. No necesitaba prepararse; tenía, incluso, el abrigo puesto y el bolso en su regazo. Simplemente esperó. Engracia sabía esperar, estaba acostumbrada a esperar; de hecho, toda su vida era una espera.
El Inspector Nicolás Bermúdez estaba sentado en el asiento trasero. Entró y se sentó a su lado.
– “Buenos días Benito”-saludó al chófer- “buenos días Nicolás”.
No terciaron más palabras en esa mañana de diciembre. Se limitó a observar como el coche descendía desde la Calle Caballero de Gracia hasta la Calle de Alcalá, para cruzar la Plaza de Cibeles.
El caos de tráfico era total. Sirenas de policía se mezclaban con sirenas de ambulancia. Si pudieron avanzar fue por el distintivo del coche que llevaban y porque muchos policías reconocían al Inspector Bermúdez.
Empezamos a subir por la Calle de Velázquez. Los rostros de los viandantes expresaban miedo, preocupación, prisa y crispación. Había gente que corría, sin aparentemente saber adónde. Dos monjas rezaban el rosario, petrificadas bajo un portal macilento.
– “Para aquí, Benito. Es imposible continuar. Engracia y yo iremos andando hasta el lugar de los hechos”.
Nicolás me pidió caminar despacio, para ponerme al corriente.
– “Engracia, me esperarás fuera del edificio, hasta que yo salga a buscarte. Como imaginarás, la escena va a ser atroz”.
– “No te preocupes, he visto escenas mucho peores; te lo puedo asegurar”
Esperé recatadamente a una prudente distancia. Esperar, esperar. He nacido para esperar. Mi madre debiera haber llamado “Itzaroan”, “Espera” en euskera, aunque la verdad es que no suena muy bien. Llamarme Esperanza hubiera sido desatinado, porque la espera y la esperanza poco tienen que ver. Se puede esperar sin esperanza y desesperar en la espera.
Miré hacia el cielo esperando una respuesta, no de Dios, sino de la Madre Naturaleza. En las ciudades la Madre Naturaleza también existe, pero está muy oculta; hay que aprender a verla.
Nicolás se acercó.
– “Engracia, ya puedes pasar. Han retirado los cadáveres, pero está lleno de artificieros, forenses, policía, guardia civil y fotógrafos. En cualquier caso, mantente al lado mío; no hables, no preguntes, no te pierdas por tu cuenta. Esto es muy grave, muy grave …….”, dijo Nicolás mientras miraba al suelo sacudiendo la cabeza.
El patio era un hervidero, pero el silencio era casi absoluto. Los pocos que hablaban lo hacían tan bajo que resultaba inaudible. Todavía quedaba una bruma de polvo blanquecino y, de entre los cascotes, asomaban hierros retorcidos y columnas de humo. Olía a caucho quemado, a gasolina derramada, a cemento mojado.
Reconocí a dos generales del Alto Estado Mayor y a tres Ministros. Fríos como el hielo. Impávidos como esfinges. Estatuas de sal que habían mirado hacia atrás, cuando lo tenían prohibido.
Una fachada del patio estaba destrozada, delatando que el coche había saltado por encima del tejado y caído en el interior.
Cerré los ojos. Yo ya no estaba allí.
Sentados alrededor de una mesa, varios hombres y una mujer. Me fijé en un caballero de pelo ensortijado y gafas de cristal grueso. Siempre me había recordado a Spencer Tracy, aunque poco tenía que ver con el actor. Me sorprendió ver allí a aquella mujer. Era más normal verla en las mesas petitorias del día de la Cruz Roja. Me mantuve atenta a la conversación, aunque buena parte de ella ya la había “sabido” con anterioridad. En realidad, conocía esa conversación desde siempre. Conversaciones como esa o parecidas habían existido desde que el mundo es mundo. Y tienen un nombre: conspiración. Es necesario que todo cambie, para que todo siga como está.
Seguí a Nicolás a la calle.
– “¿Qué piensas Engracia?”
– “Que resulta curioso cómo se puede ir todos los días a oír misa a una iglesia tan cerca del lugar donde debierais estar. A oír misa a un lugar donde Dios no te va a escuchar, a causa de los inhibidores de frecuencia”
– “No te entiendo, Engracia”
– “Que estáis buscando en el sitio equivocado. Ya sabes que algunas veces buscáis en el sitio equivocado y no siempre por culpa vuestra. Os derivan hacia derroteros erróneos. Y no será la última vez. No sé si viviremos un 14 de marzo en Madrid, donde también os harán buscar en el sitio equivocado. Aunque entonces, ya no será tan fácil manipular, lo que no quiere decir que no se seguirá haciendo. Siempre se manipulará Nicolás, siempre”
– “Engracia, ya sabes que me resulta difícil entenderte. Yo no hablo tu lenguaje, aunque sé que todo lo que dices es verdad”
– “Te lo agradezco Nicolás y sabes que por eso sigo colaborando contigo, porque sé que me respetas y que me crees, por muy difícil que te resulte”
– “¿Entonces, Engracia?”
– “¿Entonces? Lo que te voy a decir no te va a servir de nada. Y mejor que así sea, Nada puedes hacer y tienes mucho que perder si te involucras. Este asunto estaba ya resuelto antes de producirse el atentado.”
– “Aun así, dímelo, aunque sólo sea por satisfacer mi curiosidad de investigador”
– “Los forenses poco tienen que hacer aquí. Ni los artificieros, ni la policía, guardia civil o fotógrafos; ni tan siquiera los generales y los ministros, aunque supongo que alguno de ellos ya lo sabe. Donde tenía que trasladarse todo el mundo es a la quinta planta de una torre moderna, muy cerca de aquí. No habrá ya nadie, pero tal vez pudieran tomar huellas dactilares. Y lo digo irónicamente, claro. No os permitirían la entrada al edificio. No tiene soberanía española”
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