Avanzó a paso apresurado por los extensos pasillos lóbregos y fétidos del distrito residencial. No era la primera vez que se registraba una matanza en ese lugar. En el distrito Espinar era común toparse con los violentos restos de los enfrentamientos territoriales entre pandillas, uno que otro incendio provocado para mandar una advertencia a algún ciudadano reacio a cumplir con sus obligaciones financieras, o una apuesta callejera que terminaba con algún pobre diablo con un disparo en medio de las cejas. Una brisa fría y hedionda lo obligó a levantarse el cuello de la camisa, en un fútil intento por protegerse la nariz de los olores nauseabundos que invadían el área.
—Hola Eric, ¿Cuántos muertos esta noche? —lo saludó Ernesto, un muchachito de unos trece años, con la sorprendente capacidad para hallarse en los lugares más peligrosos y en los momentos más comprometedores. Su nombre real era Ernesto, pero en el barrio todos lo conocían como Pancho.
—De momento van treinta y seis, pero podrían aumentar —contestó justo lo que le dijeron por teléfono esa misma madrugada. «¿Acaso la gente no sabe hacer nada mejor que matarse en estos barrios?», pensó, antes de dedicarle una rápida mirada al muchachito vestido como pandillero. El tatuaje de la mujer desnuda en su pantorrilla derecha tampoco ayudaba a mejorar su imagen—. Vete a casa, niño. Tu madre debe estar preocupada —añadió—, por cierto, ¿no tienes escuela en un par de horas?
—¡Vamos hermano! Ese es un chiste de muy mal gusto —replicó entre carcajadas.
—Estoy apurado —aclaró, al ver que el chico pretendía seguirlo—. Por ahora lo dejaré pasar, pero si te veo en el camino de regreso, pasarás el resto de la semana en esa celda cómoda que tanto te gusta —ironizó, pero aún así el chico no dejó de seguirlo—. Estoy hablando en serio, Ernesto —recalcó. El chico volvió a sonreírle. «No tengo tiempo para esta mierda».
—Es una tarea para el periódico escolar —aseguró el chico—, se supone que debo exponer en clase acerca del incremento en los índices de criminalidad.
—¿Me tomas por imbécil?
—Vamos Eric. Le dijiste a mi mamá que podría ser un buen periodista.
—También recuerdo haberle dicho a tu madre que estos pasillos no son un lugar seguro para un niño de tu edad. —«Ningún lugar es seguro en este maldito barrio», reflexionó sin aminorar la marcha, para después darse la vuelta y encarar a su molesto acompañante, quien seguía mostrando aquella sonrisa inocente—. Te quedarás con los otros policías. No quiero verte en la escena del crimen. Y si descubro que te has llevado algo…
—Lo sé. Pasaré el resto de la semana en una cómoda celda —destacó el chico, apresurando la marcha y adoptando una ridícula postura que pretendía emular un poco del aspecto masculino y corpulento de su acompañante.
La iglesia clandestina mantenía sus puertas abiertas. Los policías acordonaron el área de la manera acostumbrada. Ellos, al igual que Eric, llegaron al lugar caminando. Los estrechos pasillos impedían la entrada de cualquier unidad vehicular. El hacinamiento en el lugar era escandaloso. Algunos políticos solían llamarlo: las consecuencias del avance arquitectónico en la ciudad. Lo curioso era que no se referían a ese hacinamiento como algo malo. En los últimos diez años la ciudad de Panamá había crecido de una forma alarmante. Los rascacielos se convirtieron en una nueva ciudad, encima de la antigua ciudad. Nadie se interesaba por los dos millones de personas que vivían hacinadas bajo las inmensas sombras de los enormes rascacielos. Por encima de las nubes, Panamá era una ciudad hermosa, pero por debajo era una asquerosa alcantarilla que cada día olía peor.
Las iglesias clandestinas tampoco eran algo raro. Entre las sombras de la ciudad se vivía tan mal, que no era extraño ver a personas rezando a deidades bizarras y grotescas. Esas prácticas no estaban reguladas, el gobierno no mostraba ningún interés por las criaturas que habían pasado a considerarse como deidades benévolas que buscaban minimizar el sufrimiento de los desvalidos. Los cuerpos policiacos solo intervenían en la libertad de culto de los ciudadanos cuando se registraban sacrificios no autorizados. Ninguna autoridad te impediría degollar a una cabra o decapitar a una gallina en el centro de un altar, siempre que se soliciten los permisos exigidos para este tipo de prácticas. Aquellos que vivían en los rascacielos, por encima de las nubes, también adoptaron algunas de estas religiones bizarras, pero en las alturas era más complicado realizar estos rituales. Por este motivo, se hizo común la construcción ilegal de iglesias clandestinas situadas en las sombras de la ciudad, a las cuales asistían figuras prominentes de la política, la cultura y la ciencia panameña.
—¿El mocoso no tiene escuela en un par de horas? —preguntó Johana, una oficial regordeta muy acostumbrada a ver a Ernesto detenido en las redadas nocturnas. Fue la primera en fijarse en el chico cuando Eric ingresó en el recinto.
—Es para un proyecto del periódico escolar —se apresuró a contestar Eric, antes de centrar su atención en la puerta ensangrentada que se extendía al fondo de la habitación circular.
—jefe, disculpe, no quiero parecer altanero —intervino Melvin, un hombrecillo delgado y pálido, cuyo uniforme le daba un aspecto aún más patético—. Hay más de treinta personas muertas en esa habitación, ¿no cree que eso puede resultar algo fuerte para el muchacho?
—Relájate Melvin —comentó el intrépido Pancho, mientras hacía un gesto lento con las manos, que ya estaban ocupadas por una pequeña libreta en la que empezaba a trazar algunos garabatos—. Tengo casi catorce años; además, en una ocasión atrapé a mi mamá masturbando al casero para que este le perdonara un año de renta. Estoy más que habituado a lidiar con situaciones fuertes.
—No necesitaba enterarme de eso —meneó la cabeza Johana.
—El chico se queda contigo, Melvin —sentenció Eric, antes de dirigirse a la otra oficial—, Johana, por teléfono me comentaste que había un sobreviviente.
—No, jefe —aclaró Johana— por teléfono le dije que atrapamos al asesino. Está esposado en esa misma habitación.
—¡Oye Eric! —reclamó Pancho— ¿Melvin es ahora mi niñera? Pensé que teníamos un trato. No puedo ser un buen periodista si me alejan de la escena del crimen —refunfuñó un par de veces más, pero no tardó en darse por vencido al comprender que nadie le haría caso.
—Por teléfono me dijiste que hallaron a un hombre bajo los efectos de sustancias alucinógenas —repitió Eric—, también me explicaste que el sospechoso cuenta con una altura de apenas un metro setenta y dos. —Johana se preparó para replicar, pero Eric no le dio la oportunidad—. ¿Cómo podría un hombre drogado, que mide menos de dos metros, ser capaz de asesinar a más de treinta personas? —«La confesión no sirve de nada», reflexionó sobre el siguiente argumento que le daría Johana. Eso también se lo había dicho por teléfono. «No es la primera vez que me encuentro con algún tipo desesperado por asumir la culpa de alguien más, para evitar futuras represalias contra miembros de su familia»—. Esto va más allá de un simple hombre drogado.
—jefe, el sospechoso ya confesó.
—¿Y eso no te parece raro?
Ambos avanzaron a lo largo del recinto. La construcción no podía ser más extraña. Se percibía una mezcla de olores dulces en el ambiente, que resaltaban aún más el grotesco aspecto de las estatuas repartidas a lo largo del espacio circular. «Una sola de esas estatuas costaría una fortuna», dedujo mientras caminaba alrededor de una escultura de formas femeninas, pero con una cabeza monstruosa. Se fijó especialmente en los cuatro zafiros que representaban a los ojos en aquel rostro monstruoso. Johana y él dejaron atrás la habitación circular junto con sus costosas y monstruosas esculturas. Al cruzar las puertas ensangrentadas se hallaron frente a la masacre. La oficial regordeta desvió la mirada. «No debería estar aquí», pensó Eric, al verla esforzándose por controlar sus rodillas temblorosas. «Existe una gran diferencia entre recoger los cadáveres de un montón de pandilleros, a encontrarse con un genuino sacrificio humano». Eric estuvo a punto de pedirle que se fuera, pero al vislumbrar a otros dos oficiales asegurando las evidencias y a solo dos ayudantes del equipo forense, comprendió que no podría permitirse prescindir de otra unidad. Los oficiales para trabajar en un área tan peligrosa escaseaban. Necesitaba a Johana ahí.
El supuesto homicida se hallaba esposado contra una de las columnas. El cuarto de la masacre era un poco más pequeño que el que le antecedía. Las columnas eran de un rojo brillante que se confundía con facilidad con la sangre esparcida por el lugar. El prisionero se mantuvo arrodillado y abrazado al pilar rojo. Por lo visto, alguien consideró prudente esposarlo de aquella forma. Johana se aseguró de rodear a la mayoría de los cadáveres, y no tardó en llegar al lugar en donde se hallaba el prisionero. Eric, por su parte, decidió recorrer el recinto mostrando el cuidado escrupuloso propio de los profesionales habituados a ese tipo de escenas. Contó a unas nueve mujeres y a unos trece varones. No pudo evitar sonreír al comprobar que los asesinados no eran residentes del barrio. «Ese abrigo cuesta tres veces mi salario», pensó, al enfocarse en el lujoso vestuario de una dama, que al igual que todos los demás, mostraba un orificio limpio en el pecho a la altura de donde debía encontrarse el corazón. Acercó el rostro a la herida sin dudarlo, y le pareció notar algo parecido a una quemadura en los bordes circulares de la lesión. En todos los cadáveres era igual. El orificio, que alcanzaba el diámetro de una moneda, pasaba de extremo a extremo a través del torso.
En el centro de la habitación sobresalía un grupo de cuerpos amontonados, lo cual llamaba demasiado la atención, al considerar que el resto de las víctimas parecían haberse desplomado en puntos diversos del salón. «No tiene sentido», razonó, al vislumbrar las huellas sangrientas en el piso de madera. «Alguien intentó borrar el rastro de sangre, pero no es un profesional. Solo logró que el rastro fuera aún más evidente. Esos cuerpos fueron arrastrados hacia ese punto». Decidió acercarse a inspeccionar mejor la escena, pero un chorro rojo cayó sobre su gabardina, enseguida miró hacia arriba. El techo se mostraba cubierto por una sustancia rojiza, pero no era sangre. Se veía como una mancha, pero su apariencia recordaba más al de un hongo rojo trepando a lo largo de una superficie.
—¡Oye! —El prisionero ignoró a Johana y se enfocó en Eric. El fornido detective se mantuvo concentrado en la mancha—. ¡Oye! No hay nada que investigar aquí —insistió el prisionero—, he confesado. Soy el culpable. —Eric desvió la mirada solo un poco, para observar la clásica actitud presumida de Johana, pero se encontró con el terror reflejado en sus cachetes porcinos y temblorosos. «Lo siento, Johana, pero de verdad necesito más manos en este asunto, y Melvin no tiene estómago para este tipo de cosas»—. ¡No pierda más tiempo con todo esto! —exigió el hombre esposado, liberando a Eric de la línea de pensamiento que lo aquejaba en ese instante—. Soy culpable. Me encargué de matar a toda esta gente.
Eric guardó silencio. Se enfocó de lleno en el presunto homicida. Sus ropas eran tan elegantes como las de la mujer del costoso abrigo. Más de treinta cadáveres, y todos vestían alta costura, incluso el asesino zapateaba estresado con un calzado tan fino que Eric no soñaría siquiera con la posibilidad de comprar unos similares. El prisionero era delgado, de aspecto elegante y rasgos delicados. No superaba los treinta años. El tamaño de sus hombros destacaba una rigurosa rutina en el gimnasio. «Un modelo de ropa interior, o quizás el juguete sexual de alguno de estos cadáveres. Definitivamente no creció en un barrio como este». Eric se preparó para entablar una conversación oficial con el detenido. Johana ya preparaba el acta oficial, para dejar por escrito la supuesta confesión, pero la mirada nerviosa del juguete sexual activó el espíritu investigativo del detective. Los ojos nerviosos fueron hacia la pila de cadáveres amontonados que había visto antes. El detective no dudó en avanzar hacia la grotesca escena. Eran seis personas, pero no estaban tiradas en el suelo de una manera… natural. Los experimentados ojos del detective le permitieron corroborar que los cuerpos habían sido trasladados desde sus posiciones originales. No podía ser un error de los forenses.
—¡Oiga! Se supone que debe tomar mi declaración
—¿jefe? —La incomodidad de Johana ahora se percibía en sus labios temblorosos.
«Lo siento, Johana. De verdad espero que esto no te cause pesadillas».
—¿Qué está haciendo? —reclamó uno de los ayudantes forenses.
—Aún no hemos comenzado con esos —indicó otro de los oficiales.
Con un gran esfuerzo retiró el pesado cadáver de un hombre calvo vestido con un esmoquin azulado, en uno de los bolsillos resaltaba una prenda de relojería fina. De inmediato se trasladó al otro lado de la pila de cadáveres y removió el envejecido cuerpo de una anciana canosa que portaba una lujosa tiara con esmeraldas a los lados. Los otros oficiales en la habitación se mostraron sorprendidos al inicio, pero luego comprendieron los motivos del detective. Los cadáveres fueron movidos para ocultar algo más. Una hermosa joven vestida con un traje ceremonial de color blanco, ahora manchado con sangre, reposaba debajo de los invitados asesinados. La chica mostraba los cambios físicos propios del embarazo, pero su vientre abultado se mostraba abierto, como si le hubieran arrancado las entrañas. Johana se dio la vuelta para vomitar. La regordeta oficial hizo su mayor esfuerzo para no contaminar la escena del crimen, pero las arcadas la obligaron a inclinarse en una de las esquinas del cuarto.
—¿Qué carajo le hicieron? —musitó uno de los ayudantes del forense.
—Eso no cambia nada —aseguró el presunto asesino, pero ahora mostrándose mucho más nervioso que antes—. Quiero que tomen mi confesión. Acabé con toda esta gente.
—¿Cuál dijo que era su nombre? —cuestionó el detective.
—Está registrado como Alex Samaniego —se apresuró a contestar Johana—, trabaja como un caballero de compañía.
«El juguete sexual de alguno de los muertos», corroboró Eric satisfecho, pero también arrepentido al ver a Johana regresando al oscuro rincón de antes para vomitar de nuevo.
—¿Sabes lo que es una misa roja, Alex? —La pregunta de Eric lo dejó sorprendido.
—¡Qué importancia tiene eso! Ya le dije que soy el asesino. Lléveme a prisión.
—Así que intentas escapar de algo.
—¡Sáqueme de aquí! —Su nerviosismo se había vuelto más notorio.
—¿Quiénes se encargaron de matar a estas personas? ¿Cómo lograron matarlos a todos al mismo tiempo? ¿La chica embarazada formó parte de un ritual?
—¿Usted cómo sabe de las misas rojas?
—¿Me estás interrogando? —Soltó una atronadora carcajada que sorprendió incluso a la descompuesta Johana.
—Lo que sea que sepa sobre esas misas, es suficiente para deducir que no diré nada al respecto.
—Descuida, sé que no dirás nada —aclaró, antes de liberar por completo el cadáver de la chica embarazada—. Lo bueno de las misas rojas es que estas siempre se realizan bajo estrictos sistemas de grabación digital. —El prisionero se desesperó, ahora ya no le interesaba el tema de la confesión—. Lo único que debo hacer es buscar la grabación del ritual, que debe estar registrada en un equipo de grabación pequeño que debe hallarse en algún lugar de este edificio —detalló—, con la grabación nos daremos cuenta de quién asesinó a estas personas.
—No juegue con cosas que no entiende, detective.
—Pero claro que lo entiendo —aseguró—, esos millonarios en las alturas se cansaron de decapitar pollos, y de degollar cabras. Ahora han empezado con los sacrificios humanos, buscando ser escuchados por alguna fuerza que no existe.
Las puertas del recinto se abrieron de golpe. Melvin ingresó aún más pálido que antes, venía acompañado por el intrépido Pancho. El oficial se anticipó a la reacción del detective. Pancho estaba ahí, en una habitación repleta de personas asesinadas, pero Melvin había logrado cubrirle los ojos. —¡Tenías razón, hermano! —proclamó el chico emocionado. En su mano derecha agitaba la libreta en la que tomaba sus apuntes periodísticos, y en la mano izquierda aferraba con gran cuidado el dispositivo de grabación digital—. Estos vejestorios de la alta sociedad son un libro abierto —aseguró— esconder una evidencia tan importante en un gabinete en la recepción. ¡Son unos completos idiotas! —detalló entre carcajadas. Eric se apresuró a sacar al chico del recinto. Antes de cerrar la puerta el supuesto homicida imploró para que no reprodujeran la grabación. Una vez de vuelta en la habitación circular, junto a las esculturas femeninas de rostros monstruosos, el detective reprendió sin ninguna contemplación al asustado Melvin. «¿En qué carajo pensabas, Melvin?». El inquieto pancho no perdió la oportunidad de defender al oficial. El chico aseguró que todo había sido su culpa, y confesó que se había negado a entregar el dispositivo a Melvin cuando este se lo solicitó. De igual forma, también aclaró que sus ojos estuvieron en todo momento cerrados y que no llegó a ver a ninguno de los cadáveres. Esto conmovió a Eric en parte. El chico fue detenido por Melvin en tantas ocasiones, que el oficial ya le había tomado cierto cariño. En medio de los regaños del detective, en la siguiente habitación, se seguían escuchando los gritos de advertencia de Alex. —¡No reproduzcan la grabación! —suplicaba el presunto homicida a todo pulmón.
—Hemos atrapado a ese imbécil —proclamó el aspirante a periodista—. ¡Solo escúchenlo chillar! Es obvio que con esto ya tenemos todo lo necesario para refundirlo el resto de sus días en prisión.
—¡No quiero escuchar nada más sobre este tema!
—Pero hermano…
—No soy tu hermano —sentenció el detective—, te dije lo que pasaría si te atrapaba llevándote algo.
—No me he llevado nada —se defendió el chico—, le dije a Melvin en cuanto la encontré.
—¿Viste la grabación?
—No señor —contestó Melvin, visiblemente afectado por el regaño.
—Saca a Ernesto de este lugar. Te quedarás con él ahí afuera.
—Hermano, es en serio. ¿No me dejarás ver la grabación?
—Por supuesto que no —enfatizó, antes de guardarse el aparato en uno de los amplios bolsillos de la gabardina—. Los quiero fuera del edificio —insistió— no lo repetiré de nuevo.
Melvin tomó al chico por el hombro y ambos salieron del lugar, pero antes, el molesto Ernesto aprovechó para hacerle un gesto obsceno con el dedo medio. El chico estaba decepcionado con la actitud del detective, pero este estaba aún más decepcionado consigo mismo por aquel imperdonable descuido. «Llevar a un niño de trece años a la escena de una masacre. ¿En qué carajo estaba pensando? No ha sido culpa de Melvin. El idiota he sido yo». A pesar de eso, una sonrisa invadió su rostro. El chico definitivamente tenía madera para el periodismo. Casi sin darse cuenta, sacó el aparato de su bolsillo, enfocó su mirada en la pantalla táctil, que no era más grande que una tarjeta de crédito, y presionó el botón de reproducción. Enseguida se encontró con todos los muertos charlando animadamente en el interior del recinto de columnas rojas. Alex Samaniego iba tomado de la mano con la anciana de la tiara de esmeraldas. «Así que te gustan las maduras, Alex», meditó, sin notar el extraño parpadeo en las luces.
La persona que sujetaba el dispositivo de grabación avanzaba a paso lento justo por detrás de la dama que vestía el costoso abrigo. Eric tuvo que reiniciar la reproducción en un par de ocasiones, debido a que la imagen se congelaba sin motivos. Los invitados no tardaron en ingresar a la habitación de las columnas rojas. Para sorpresa de Eric, la mancha roja seguía estando en el mismo lugar. Con la habitación inmaculada y sin los cadáveres, fue más sencillo apreciar los símbolos que se extendían por todo el recinto. Era más que un pentagrama. El detective se acostumbró a ver este símbolo en las otras iglesias clandestinas en donde se perpetraron sacrificios humanos, por eso le sorprendió encontrarse con un símbolo muy distinto. Era como ver una figura geométrica con curvas perfectas que iban y venían a lo largo del salón. «Esto no lo he visto antes». El dispositivo de grabación pasó de una mano a otra. La nueva persona que asumió la tarea de grabar el ritual se ubicó en uno de los extremos más alejados del salón. Ahora la imagen abarcaba a la mayoría de los invitados, un panorama más amplio del recinto, y también a la grotesca mancha roja en el techo, que parecía cambiar de forma en algunos momentos de la grabación.
Eric presionó el botón para adelantar la reproducción. Se detuvo en el minuto treinta y tres, saltándose la mayor parte del ritual que consistía en el encendido de velas rojas, y los canticos en un idioma desconocido. La mujer embarazada no tardó en aparecer. El hombre gordo con el esmoquin azulado se encargó de posicionarla justo debajo de la mancha roja. «La mujer no puede mantenerse en pie», notó la mirada perdida de la joven, y un fino hilo de saliva que se derramaba por su barbilla. Alguno de los invitados la ayudaron a recostarse sobre el piso, justo debajo de la mancha roja en el techo. «Bueno, ya es hora de que empiece el espectáculo». Esperó ver lo mismo que había visto en otras grabaciones: nada. Una que otra silla moviéndose sola, alguna cortina incendiándose de la nada, unas cuantas estatuas que sangraban. Estaba agotado de ver las mismas cosas siempre. Para él, todo eso no era más que una excusa diferente para justificar la violencia. En muchas otras grabaciones vio a hombres abusando de niñas drogadas, a ancianas degollando niños recién nacidos, a personas apuñalando hasta la muerte a una chica virgen. Excusas tontas para justificar la crueldad humana. «Los humanos no necesitamos rezar a ninguna entidad cósmica para desatar nuestra violencia», reflexionó antes de que la imagen se congelara una vez más. Tocó el botón de «play» de nuevo, y el vientre de la mujer embarazada estalló. Él no fue el único sorprendido. Los invitados retrocedieron al principio confundidos y luego asustados. Aquello no debió suceder, lo podía ver en la mirada horrorizada de Alex Samaniego y de su anciana acompañante. El hongo rojizo en el techo reaccionó al contacto con la sangre.
«¿Qué carajo estoy viento? ¿Esto de verdad sucedió? El vientre de esa mujer estalló así nada más. No. No puede ser. La grabación debe estar adulterada. Lo que estoy viendo es imposible».
El detective tardó en notar las luces que parpadeaban a su alrededor. Los dispositivos eléctricos reaccionaron a algo que él no podía ver. Escuchó los gritos de Alex Samaniego en la habitación de columnas rojas, mientras que el Alex Samaniego de la grabación corría despavorido, abandonando a su pareja quien retrocedía con las manos alzadas y temblorosas repitiendo una frase en un idioma desconocido. El hongo rojo en el techo creció igual que una infección. Unos seis brazos emergieron desde el profundo interior pastoso de aquella sustancia. El cuerpo femenino de una bestia emergió. Sin duda, aquel ser no era humano. El cuerpo femenino tenía una cabeza deformada e invadida por protuberancias que culminaban en apéndices similares a brazos con manos manchadas de sangre. La monstruosidad rugió, y Eric comprendió que el rugido no venía de la grabación. Los disparos no se hicieron esperar. Johana gritó órdenes enloquecidas al resto de sus compañeros. Alex chillaba despavorido. El detective dirigió su atención al aparato nuevamente. La monstruosidad con brazos en la cabeza liberó un conjunto de tentáculos a través de su boca sin labios. «Esta cosa. ¿De verdad es un Dios?». Los tentáculos se movieron a lo largo de la habitación, atravesando a los invitados en cuestión de segundos. Los treinta y seis miembros de aquel ritual fallecieron en menos de diez segundos. Alex solo sobrevivió porque se escondió debajo del cadáver de la jovencita embarazada. La bestia no notó su presencia.
Eric no lo pensó dos veces. Arrojó el pequeño aparato sin mirar atrás. Las luces seguían parpadeando en todo el edificio. Corrió hacia la salida, pero no tenía pensado escapar. «No es un Dios. Es un depredador, algo que arrancaron desde otro mundo. No es más que un animal que ha evolucionado para masacrar a sus presas en segundos. No puede salir de este edificio», concluyó, antes de cerrar las puertas de la iglesia clandestina, ante las miradas horrorizadas de Melvin y Ernesto. —¡Llévate al niño, Melvin! Corran y no miren atrás. —gritó, justo después de asegurar el picaporte de la puerta de entrada—. ¡Serás un fantástico reportero, Ernesto! No le des más problemas a tu madre. —El chico dijo algo más, pero el sonido de los disparos le impidió escucharlo. Pudo oír a Melvin forcejeando con Ernesto, pero el oficial no tardó en llevarse al muchacho. El detective sonrió por última vez antes de darse la vuelta y encarar a la criatura.
La bestia no tenía ojos, pero sabía que lo estaba mirando. Salió con dificultad de la habitación de columnas rojas. Pudo ver el cadáver de Johana tendido a un lado del de Alex. Desenfundó su arma de reglamento con mucho cuidado. Los pesados brazos en la cabeza de la criatura reaccionaron al leve movimiento. Antes de que Eric pudiera presionar el gatillo, uno de los tentáculos perforó el centro de su pecho.
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