La Calle de la Amargura no hace honor a su nombre. Es una calle fresca y alegre, como todas las calles del pueblo esta llena de rincones que revientan de color. Infinidad de cántaros, macetones y tinajas de colores, son el hogar de gitanillas, geranios o rosas chinas conviviendo en un descuido intencionado con siempre-vivas, malvones y palmeritas. Un jardín urbano cuidado amorosamente por los propios vecinos. Entre sus casas encaladas de un blanco inmaculado, el pavimento de canto rodado decorado con hermosas filigranas y dibujos, te distrae en su empinado recorrido hacia la calle de La Chorrera y desde allí hacia el Mirador.
Apoyada en su equipaje Isabel se mantiene inmóvil. Se ha quitado las gafas de sol para poder apreciar cada uno de los detalles tan familiares y añorados, en ese instante, mientras los recuerdos se precipitan por el callejón, sabe con certeza que a pesar de todo, volver es la mejor decisión que ha tomado en los últimos días.
Comienza a subir despacio, las ruedas de la maleta golpetean en los escalones empedrados y hacen bastante ruido, es medio día y la calle está desierta, a esa hora los vecinos almuerzan o duermen la siesta. Poco antes de su llegada ha caído un chubasco, agüita de mayo, diría su madre…ahora con el cielo despejado los rayos de sol brillan en las gotas que aún quedan sobre las plantas o juguetean en los espejos que forman los charcos. Se puede sentir el perfume húmedo de las flores mezclándose con el aroma familiar de un guisado o una fritada de migas, que se colaban por las ventanas entornadas de las casas. La de su abuela era la última de la calle. Mientra va subiendo los recuerdos se hacen más reales, en especial los de aquel día…
Era la tarde de su boda, faltaban veinte minutos para la ceremonia cuando Antonio había tocado a la puerta, ella misma salió a recibirlo. Vestía un hermoso vestido de encaje color blanco roto, en línea A con escote palabra de honor. Llevaba el rostro cubierto con el mismo velo que antes usaran su abuela y su madre. En sus manos, un ramo de biznagas confeccionado por papá completaban el atuendo, la misma flor que adornaba la solapa de Antonio. Recordaba perfectamente la expresión de él al verla y el temblor emocionado de ambos al tomarse de las manos.
Habían bajado por el callejón, los vecinos esperaban en los portales o en las esquinas. Los mismos que les habían visto crecer ahora les acompañaban formando un apretado cortejo que se hacía más multitudinario a medida que avanzaban hacia la calle Real, rumbo a la Iglesia de San Antonio de Padua. Algunas vecinas ayudaban con la larga cola para que no arrastrara por el empedrado y otras traían bolsas con pétalos que soltaban a su paso. Bajar por esa calle el día de su boda era obligado, en sus rincones se escondían infinidad de recuerdos, desde que eran niños había sido su patio de juegos en las vacaciones, punto de encuentro en su adolescencia y el lugar donde un anochecer de verano, de ésos de conversaciones infinitas y besos tímidos, embriagados por el aroma de jazmines y damas de la noche, habían descubierto que se amaban. ¡Qué lejos parecía todo aquello y a la vez tan cerca!
Sacudió la cabeza como queriendo ahuyentar el pasado y siguió subiendo. Al final de la calle está la casa, apenas se ve el adarve situado en un saliente de la roca. Delante, un arco de piedra forma un pequeño patio donde cuelgan helechos y boungavillas. La puerta de madera pintada de un hermoso azul turquesa no hacía más que traer el mediterráneo hasta la puerta, como dijera su abuela. Un viejo farol de hierro cuelga del dintel y una imagen de la Virgen de los Dolores, patrona del pueblo, guarda la casa desde una pequeña gruta en la pared. Todo está igual a cuando vino al entierro de su abuela, cinco años atrás. Todo menos ella. Saca de su bolso la vieja llave y abre la puerta, el interior está fresco y ordenado, el administrador la ha mandado limpiar y preparar para su llegada. Subió a la segunda planta hasta mi habitación, la puerta está abierta y los postigos de la ventana también. Luego de dejar la maleta y el bolso y salió al balcón, a sus pies la Calle de la Amargura se desliza como un tobogán escalonado desde lo alto del Barribalto para perderse de vista en una curva rumbo a la calle Hernando Darra.
Desde niña cuando llegaba al pueblo, subir por ese callejón era el preludio a las mejores vacaciones que pudiera pedir. Casi puede verse jugando a la comba, a la peonza o al escondite con sus amigos entre los portales, bajo la mirada de su abuela que iba desde esa jauría de pequeñajos desacatados a su interminable tejido de bolillos que en varias ocasiones debía interrumpir cuando alguno de los chiquillos rodaba escalones abajo, para una vez allí, arrearlos a todos para la casa con la promesa de unas ricas gachas que según ella, curaban raspones, caídas y hasta resfriados. El tiempo fue pasando y como en todos los pueblos algunos emigraron a las ciudades para estudiar o trabajar, otros se casaron y se quedaron, pero la mayoría aún seguían en contacto. No avisó a nadie de su llegada, sería una sorpresa, pero sabía que no debía demorarse porque las noticias corrían rápido.
Entra a la habitación y se dispone a abrir su equipaje, encima de la ropa está la carpeta que le diera Antonio días atrás, era la solicitud de divorcio, la apreta con su pecho mientras mira por la ventana… en la pared de la casa de enfrente puede leer la placa de cerámica donde pone: Calle de la Amargura.
Apreta los labios y una sonrisa húmeda se dibuja en sus ojos. Hoy el reencuentro con la vieja calle no se le antoja tan alegre.
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