Prólogo
La cordillera Maypayanchis Wayra era uno de los lugares menos recomendables para cualquier viajero que tuviera algún interés por mantener su vida. Eso lo hacía un lugar cuanto menos solitario y poco habitado.
Sus escarpadas cimas y el hostil frío era el motivo principal de ello. Eran la frontera perfecta entre dos países casi gemelos, que difícilmente tendrían la brillante idea de atacarse mutuamente si para ello algún batallón debía atravesar el lugar.
Eso no significaba que la región intermedia, esa tierra de nadie que muchos miraban, pero pocos se atrevían a cruzar, estuviese completamente desierta. Los habitantes de este lugar se daban a conocer a sí mismos como los Wiskachas. Tomaron el nombre, así como el ejemplo, de una pequeña criatura parecida a la liebre que saltaba entre las filosas rocas y sobrevivían en solitario escondiéndose en madrigueras bajo la tierra.
Eran hombres y mujeres bajos y musculados, de piel color del bronce y cabello liso, brillante y negro. Sus ojos solían ser oscuros y rasgados, cuando alguien tenía la oportunidad de verlos. Algo complicado, ya que al contrario que las civilizaciones más terrestres, los montaraces no vivían en asentamientos sino en clanes. Además, la cantidad de veces que bajaban de las montañas era inferior incluso al número de viajeros que se adentraban en las Maypayanchis Wayra.
Los clanes eran familias individuales que excepto para concretar matrimonios y evitar la endogamia poco interactuaban entre sí. Podían pasar muchos años antes de que uno decidiera visitar a otro. Así que durante años la única compañía que tenían eran la de abuelos, padres, hermanos, tíos y primos.
El caso de Wayra era ligeramente distinto. Como todos los demás, alguna vez había vivido con su clan, repartidos en pequeñas habitaciones redondas excavadas en la piedra. Como todos los demás, alguna vez tuvo una madre que se dedicaba a la recolección de hierbas y bayas cuando el tiempo lo permitía y a mantener los túneles calientes cuando el invierno se encrudecía. Como todos los demás, alguna vez tuvo un padre que cazaba todos los días y al que quería imitar una vez creciera. Como todos los demás, también tuvo tío y tías, primos y primas, a los que quería como a hermanos. Y, por supuesto, también tuvo un abuelo al que temer y admirar a partes iguales, exactamente igual que todos los demás.
Sin embargo, en algún punto entre su aniversario de nacimiento, o mosowata en su idioma, número catorce y el número quince, hubo una epidemia. El primero fue su abuelo, que falleció poco después. Imaginaron que había sido la vejez, así que uno de sus tantos hermanos tomó el lugar que le correspondía sin más dilación. Sin embargo, la pequeña Thika enfermó poco después. Primero se conmocionaron, luego se alertaron y finalmente empezaron a tratar de ponerle remedio usando el conocimiento ancestral que tenían en sus manos.
Thika murió antes de su primer mosowata. A ella le siguieron, uno a uno, todos los miembros del clan. Por qué Wayra no enfermó era un auténtico misterio. Él solamente pudo mirar horrorizado como poco a poco se quedaba huérfano, maldiciendo el orgullo de su clan y su raza.
Porque ni siquiera cuando casi todo el clan se encontró enfermo pensaron en bajar de las montañas para pedir ayuda.
Desde entonces Wayra estuvo completamente solo. Comenzó a cazar usando los arcos que otros habían dejado atrás, aprendió a hacer los suyos propios observando los que ya tenía, así como a afilar la piedra tras muchos intentos. Aprendió a fundir el metal que encontraba en los túneles más profundos de lo que alguna vez fue su hogar y, en completa soledad, aprendió por sí mismo que plantas eran comestibles y cuales servían para hacer útiles medicinas.
Antes de darse cuenta, su mosowata número quince llegó. En su clan eso era sinónimo de convertirse en un adulto y poder tomar, por fin, sus propias decisiones y, además, convertirse en el patriarca. Fue entonces cuando decidió que no haría la tontería que hicieron sus semejantes y se preparó para bajar por primera vez de la montaña.
Aquella vez tardó una semana completa en llegar a tierra y una segunda en encontrar civilización. Fue tanto que apenas le quedó con qué hacer trueque una vez llegó a una pequeña aldea. Las pieles que había llevado encima eran lo único con alguna clase de valor.
Ahí fue cuando conoció el concepto del dinero. Nunca había oído hablar de una cosa semejante y, en parte por las diferencias lingüísticas, insistió tal vez más de lo debido en un simple trueque. También era muy posible que lo hubieran engañado en varias ocasiones. Pero teniendo en cuenta el tiempo que tardaba en ir y volver, sería muy poco provechoso enemistarse con la aldea más cercana.
Al final acabó aprendiendo algo. Poco a poco el idioma se le fue haciendo simple. Lo era si lo comparaba con el suyo propio. No era capaz de entender esos signos que ellos llamaban “letras”, pero si entendía lo que salía de sus bocas. Una amable anciana se encargó de explicarle lo que significaba el dinero de un modo tan paciente y amable que no pudo negarse a su petición de visitarla de vez en cuando.
El concepto se le hacía complejo y tardó un poco en acostumbrarse. Básicamente, la manutención durante un año de una persona adulta costaba el equivalente a una barrita de oro de un palmo de largo y un dedo de diámetro. Dos barritas de plata equivalían a una de oro y cuatro de bronce a una de plata. Estas barritas se dividían en cien pequeñas partes llamadas monedas.
Así pues, algunas de las pieles que traía podían venderse por diez monedas de oro, las cuales podía intercambiar por cinco galones de aceite o treinta kilos de trigo. Sus preparados medicinales eran más cotizados y en ocasiones los aldeanos esperaban esperanzados su llegada para comprar ungüentos para las heridas o remedios para la pulmonía.
Poco a poco fue aprendiendo a bajar de forma más eficiente de las montañas y esto empezó a tomarle solo cinco o seis noches bajar y otras cinco o seis subir. El muchacho aparecía casi cada semana por el lugar llevando consigo carne conservada en hielo, pieles y ungüentos y volvía aprovisionado de cosas que por su situación le era imposible conseguir en la montaña. Su vida solitaria lo era un poco menos gracias a la anciana que siempre esperaba su regreso con una sonrisa.
Al principio también levantó muchas miradas. Miradas incómodas de adultos, curiosas de niños y… extrañas… por parte de algunos jóvenes. Trató de comprenderlas internamente. Al fin y al cabo, ellos también eran merecedores de extrañas miradas a su juicio. Tenían una piel muy clara, pelo y ojos de colores muy variados y no usaban la piel cruda como vestimenta. En su lugar, tenían tejidos hechos con el cabello de algunos animales o fibras de ciertas plantas. También teñían sus telas con algunas sustancias de un olor aún peor que el del proceso para curtir el cuero.
En esa rutina agradable y fatigosa que había llegado a desarrollar con bastante presteza, tardó poco en llegar su mosowata número dieciséis. Cuando vio un ligero río cruzar suavemente por la roca congelada y la nieve, se dio cuenta de que finalmente había pasado todo un año. Cuatro semanas después, él cumplió dieciséis años. Lo celebró buscando un animal lo bastante grande como para darse un buen banquete. Eligió un arco hecho con una rama del bosque cercano a la aldea, se colocó las últimas botas de cuero que había comprado y las pieles adecuándolas a su cuerpo. Apagó las llamas centrales del túnel y dejó solo las brasas para que el lugar no quedase congelado en su ausencia. En los inicios de su vida en solitario, Wayra había cometido ese error en otras ocasiones y no lo había pasado nada bien para volver a encender el fuego.
La nieve en pleno deshielo crujía acuosa a cada paso que daba. Maldijo en voz baja, imaginando que así sería más fácil para cualquier animal oírle llegar. Sin embargo, ni siquiera las botas más blandas que tenía podrían amortiguar el sonido. Solo le quedaba la opción de pisar lo más lento que se le ocurría, levantando la suela de sus zapatos lo menos posible.
Se adentró entre las raíces y arbustos montañosos. Su madriguera estaba más o menos en la mitad de la montaña. Aún tenía algunos árboles de tronco y raíces muy gruesas alrededor que usar como refugio para acechar posibles presas, así como muchos arbustos y vegetación lo bastante tupida como para agacharse entre ellos.
Las pieles que usaba para cubrirse se entretejían sobre su cuerpo precisamente para evitar cortes producto del follaje de la montaña. Se ajustó el sombrero conforme se deslizaba por el ligeramente empinado suelo rocoso haciendo el menor ruido posible. Avistó un wanaku a lo lejos, una criatura similar a los ciervos del bosque al pie de la montaña, pero bastante más grande. Pesaba lo suficiente como para tenerlo alimentado durante unas catorce noches, lo suficiente como para esperar a que el agua se secara y pudiera bajar de nuevo.
Con ese pensamiento en mente sacó una flecha de la aljaba y lo usó para tensar el arco con cuidado. Cerró un ojo para poder apuntar a la cabeza más fácilmente. La idea era dañar la menor cantidad de carne posible, así que los oídos eran el mejor sitio para apuntar. El truco para acertar con más facilidad era inspirar profundamente e ir soltando el aire poco a poco, esperando al último aliento para soltar la flecha.
Así lo hizo. Inundó sus pulmones de aire y comenzó a soltarlo lentamente. Entonces, cuando ya solo quedaba soltar la flecha, algo bajó rodando la pendiente. El wanaku se alertó, pero no salió corriendo. En su lugar miró atentamente a la figura encapuchada que había resbalado desde algún punto anterior. Wayra bajó el arco desconcertado. ¿Alguien de otro clan? ¿Quizás alguna expedición para buscar una pareja a algún familiar?
El simple pensamiento le secó la boca de golpe. Sin embargo, se tranquilizó a sí mismo pensando que esa capucha no parecía estar hecha de pieles. Nadie en la montaña llevaría además algo tan aparentemente ligero. La figura consiguió ponerse en pie y se giró hacia el animal. Este encogió las piernas, preparándose para huir.
Demonios, se le iba a escapar. Volvió a tensar el arco y se concentró en apuntar aún mejor que antes. No quería dañar a quien fuese esa persona. Volvió a inspirar hondamente y, cuando iba a soltarlo de golpe, algo le hizo retenerlo.
— ¿Te asusté? Perdona, no era mi intención.
La figura habló al animal como a un niño pequeño, con voz suave y femenina, ligeramente aguda. Pero alta. Sobre todo, alta. Demasiado alta.
El animal se giró hacia ella para escucharla. Le resultaba extraño, estaba hablando a la perfección en su idioma. Entonces… ¿Si era de otro clan?
Volvió a bajar el arco. Un sudor frío empezó a correrle por la espalda pensando que, efectivamente, podría haber alguna familia interesada en un compromiso para una hija o hijo. La sola idea lo estaba mareando.
Decidió mantener la calma y observar, sin dejar de esconderse, a la mujer encapuchada que ahora se sacudía la húmeda tela que la cubría como si así fuese a secarse antes. El wanaku relajó un poco su postura, pero sus ojos seguían mirando desconfiados hacia la intrusa.
— Es que, verás… Me he perdido un poco. Estaba buscando a una amiga y mis cálculos salieron mal. ¿Sabrías decirme dónde estoy?
El animal la miró durante unos segundos y abrió la boca dejando escapar un sonido gutural de su garganta.
— ¿Una montaña? Ya veo… ¿Sabes si estoy muy lejos algún llano?
Volvió a repetirse el proceso.
— Bueno, si no lo sabes no hay nada que puedas hacer. ¿Y otros humanos? ¿Has visto algún pueblo por aquí?
Ante eso, la criatura chilló y bufó con fuerza, como si lo dicho fuese algo tremendamente ofensivo para ella. La chica atrasó un pie, algo sorprendida con la potencia de las cuerdas vocales del animal.
— ¡Espera! ¡No te voy a hacer eso!
La chica recibió un agresivo relincho en respuesta. Se cubrió la cara con una mano, interceptando un chorro de saliva que salió como defensa del animal.
— ¡No me escupas! ¡Por los dioses! ¿Quién habla con alguien a quien se va a comer? ¡Solo un loco haría eso! —replicó la joven— Además, si fuera así, tampoco llevaría esto conmigo.
Extendió con un par de manos tan negras como la noche algo semejante a un huevo. Pero no podía serlo. No con ese tamaño y esos colores. Parecía más bien una talla de alguna piedra preciosa que relucía bajo la tenue luz del sol con cientos de colores.
El animal se acercó lentamente, oliéndolo con cautela. Por su parte, la joven dueña de aquella voz retiró el objeto volviendo a ocultarlo bajo su capa con un brazo. Acercó la otra mano al animal, lentamente. Este hizo el ademán de alejarse, más no lo hizo. Rozó sus dedos suavemente con la cabeza del wanaku, rascando su coronilla con suavidad. El animal pareció relajarse durante unos segundos.
Entonces lo oyeron. Obviamente, primero lo hizo la criatura que levantó las orejas haciéndolas temblar por un breve momento. Después lo hizo él. Siempre había estado rodeado de roca y alimañas salvajes. Tenía el oído demasiado entrenado para esta clase de circunstancias.
Eran unos pasos pesados y rápidos. Unos pasos premeditados de un depredador que lleva tiempo acechando a su presa. Cargó de nuevo su arco con una flecha con un gesto tan apresurado que la tanza cortó la palma de su mano.
Un puma saltó desde la vegetación que cubría la misma pendiente por la que la chica había bajado estrepitosamente. El wanaku saltó hacia atrás, apartándose en el acto. Wayra infló sus pulmones, apuntando con la mayor rapidez que pudo a la bestia que preparaba sus zarpas para precipitarse hacia la joven.
Esta gritó. Pero no fue un grito de miedo. Era más bien sorpresa. Colocó la mano entre la bestia y ella en un intento tonto por protegerse. O eso parecía. Una pequeña luz brilló bajo la piel de sus manos y el animal cayó al suelo como un peso muerto. Al primer grito se le sumó otro. Esta vez de dolor.
Porque los nervios habían traicionado al no esperado espectador. Por primera vez en mucho tiempo, había fallado. Pero esta vez, en lugar de perder una flecha contra la roca o la madera, se enterró en la espalda de una persona.
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