El Viacrucis de la Paciencia

El Viacrucis de la Paciencia

Si alguien me hubiera dicho que un viaje de 4 horas y 5 minutos por 347 km de carretera se convertiría en un viacrucis de 9 horas, posiblemente habría devuelto mis maletas al armario. Pero, esperen un minuto…, sí que recibí advertencias (un tanto dramáticas y apocalípticas para mi gusto), pero sin duda, advertencias de No Viajar (al menos ese día).

Mi hermana y yo estábamos en el terminal de Barinitas abordando un autobús con destino al terminal de Barinas para regresar a Valencia, pues habíamos venido a visitar a nuestro padre, a quien teníamos más de 1 año sin ver.

En dicho autobús, me tocó la mala suerte de sentarme junto a un individuo de aspecto tosco, y rostro endurecido que sin ninguna razón, comenzó a hablar de cómo el hombre debía arder en el infierno por su mal proceder en este mundo. Aquello resultó irónico, ya que estaba regresando de un retiro espiritual de 4 días donde recibí palabras de aliento y amor de Dios hacia mí que para nada se asemejaban al escenario inquietante que dibujaba este sujeto.

Casi llegando al terminal de Barinas dejó de hablar: _ ¡Por fin! (pensé alegremente), pero todo cambió cuando vi aquel cuadro de caos y desorden que se mostraba ante mí. El terminal estaba a rebosar de personas por doquier. Era difícil imaginar donde empezaba la fila para abordar un autobús y dónde terminaba la otra, ya que la saturación apenas si permitía notar un espacio vacío por el cual transitar.

Hoy sé por las noticias, que cerca de 200.000 personas intentaron viajar ese mismo día por ese terminal y la disponibilidad de unidades de transporte no cubría la demanda , ¿en serio?; comenzó el calvario: subir a un autobús de vuelta a Valencia sin importar el costo (y por costo, no me refiero a dinero).

Eran las 8 am cuando llegamos al terminal y a las 10 no se veían ni señas del autobús de la ruta que necesitábamos; ya 2 unidades habían hecho parada allí antes pero la fila de pasajeros era tan larga que todavía necesitábamos de 3 unidades más para aspirar subir a una.

Mi padre decidió usar sus canas y asegurarnos un boleto de salida en el siguiente autobús. Se paró cerca del inicio de la fila (junto con otros 50 que tuvieron la misma idea), y apelar al recurso venezolano bien conocido de “Colearse”. Mientras yo en la parte de atrás, cuidaba de las maletas con mi hermana y le daba a todos a mi alrededor un discurso honorable sobre cómo debíamos estar atentos a los“abusadores” y no dejarse colear.

Ni bien apareció el ansiado autobús y empezó la refriega. Corrí unos 100 metros con las maletas a la señal de mi papá, y el cúmulo de personas a la puerta del autobús se convirtió en un atajaperros, donde empujones iban y venían sin mirar para los lados. Sigo pensando si papá subió o lo subieron, pero sé que logró abordar la unidad a riesgo de recibir un puñetazo en el rostro y consiguió 2 asientos contiguos para mi hermana y para mí.

Finalmente, estábamos listas para arrancar a Valencia a eso de las 10: 45 am y también uno de mis oyentes del discurso No a los Coleones, estaba sentada justo un asiento detrás del mío y en diagonal para que por ningún motivo yo evitara leer la expresión de desaprobación en su rostro.

Por experiencia previa, debíamos estar llegando a Valencia, a eso de las 3 pm como máximo, pero ni de lejos esa fue la historia. Primero, el autobús en algún punto entre los 30 y 60 minutos del viaje apagó el aire acondicionado y siendo la zona calurosa, no tardamos en sudar como puercos en horno. Los pasajeros empezaron a protestar y la única solución que nos brindaron fue abrir las pequeñas ventanas en la parte superior, que sólo alejaba los malos olores de más de 50 cuerpos sudando al mismo tiempo, mas no calmó el vaporón que vivíamos dentro.

Tras 2 horas y 30 minutos de viaje descubrimos que el chofer no tenía la más mínima intención de detenerse en una estación de servicio para permitirnos ir al baño, comprar alguna bebida o estirar las piernas. De hecho, cada vez que pasaba por una gasolinera seguía de largo sin importar que estuviésemos padeciendo de deshidratación, yo por mi parte no me quejaba ya que mi lengua estaba pegada al paladar por la sed extrema que tenía.

Para nuestra desgracia, optó por desviarse de la ruta e internarse en algún pueblo perdido del mapa que contaba con una diminuta gasolinera que ni por error tenía una fuente de soda. Recuerdo ver a un niño de entre los pasajeros que aprovechó la parada mal intencionada para bajarse del autobús y tomar la manguera con que se lavaban los pisos para beber de ella y refrescarse la cabeza. Admito que mi educación aún no había sido corrompida por mi sed, de lo contrario yo también hubiera corrido tras él.

De vuelta a la ruta principal, entramos en estado de desesperación, porque al llegar a un punto llamado Taguanes que queda exactamente a 35.3 km de Valencia, nos detuvimos debido a un embotellamiento que nos secuestró en ese tramo por más de 6 horas.

Sin agua, sin comida, sin batería en el celular, con excesivo calor y de muy mal humor, nos cayó la noche. El autobús se movía 2 metros cada 15 minutos, sin embargo, en cierto momento, a unos 200 metros de distancia vimos un restaurante de pollos rostizados. No lo pensamos. La mitad del autobús, incluida yo, bajamos a toda carrera y fuimos directo a nuestro paraíso perdido en la carretera. Compré desde el agua hasta el postre y regresé triunfante con mi hermana a ese autobús del terror.

Ahora bien, ¿qué aprendí de esta lección? Jamás viajes el último día de Semana Santa porque experimentarás un viacrucis que puede llevarte derechito al infierno.

BARINAS – SAN CARLOS – TAGUANES – VALENCIA

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