El ruido de los gallos.

El ruido de los gallos.

Pink Raw

16/09/2022

Santiago, cansado como una mula, entró a la bodega, cerró la puerta y se arrellanó entre los bultos de café que le recordaban a las trincheras del campamento militar más que a un lecho. Pese a la inevitable incomodidad no había nada más en su cabeza que el deseo de dormir sin la fatiga del canturreo de los gallos. Era la cuarta ocasión en menos de una semana que los desajustados canturreos que suponía Santiago, despiertan con el sol, lo obligaban a buscar el respiro del sueño en horas de trabajo. Faltaba poco para el almuerzo y hacía un calor del infierno, había zancudos y langostas por el aire y entre los costales; no obstante, tales molestias le parecían apenas migajas en comparación con el desmedido sueño que soportaba.

Con el reloj marcando las once y media parecía que los ojos de aquel hombrecillo por fin iban a cerrarse como las fortísimas puertas que abovedan un preciado tesoro, y haciendo de las suyas, los últimos rayos de vigilia descalabrada le dibujaban imágenes inconexas de colchones blandos y noches tan oscuras y silenciosas como un mar tranquilo dentro de su cabeza. Con los párpados casi cerrados y las imágenes oníricas adelantándose al placer codiciado, todo era propicio: el calor abrasador era una gallina que cobija a su polluelo y el polluelo era Santiago, la plaga de zancudos y langostas cantaban las tonadas que arrullan en las noches de lluvia, como esas en las que su madre le cantaba esa canción que tanto le gustaba, “herido cae el rayo… herido está… no hay duda que la lluvia va”, balbuceó mientras se dejaba llevar por el cálido aire hacía el reino de la fantasía, allá donde no existen gallos ni relojes ni guerras que chillen a deshora.

Habían pasado escasos segundos desde que por fin el sueño lo envolvió por completo (no con esa horrible fatiga del sonámbulo sino la del verdadero adormecido), cuando sin avisar, como trueno en día soleado, un gallo de los que canta e incita a todo el gallinero vociferó un canturreo análogo al ruido de una ametralladora, que fusiló y arrancó de raíz al recién dormido que se regocijaba en las telarañas alucinatorias de su dorado descanso. El estruendo de campo de batalla fue tal, que de un solo salto, Santiago quedó de pie junto a la puerta con los pelos de punta y los brazos de escudo en la cabeza. El entrenamiento en las fuerzas lo había preparado para soportar vigías de hasta tres días; aunque en el batallón no siempre fue el mejor, suponía él que haber soportado ya dieciocho meses con la fulminante amenaza de un fusil enemigo en la nuca debería ser incomparable a las nuevas molestias que le achacaban los gallos, mas, pese a haber estado en zona de guerra la amenaza más cercana a ese talante fue la de aquella madrugada de fuego cruzando en la que, ocultándose entre los muertos, se amarró el arma al cuello en forma de escapulario y escondiendo la cabeza como una tortuga entre sus brazos, lloró cual niño destetado.

De esto hacía apenas dos meses, pero la desesperación que le acusaba esta nueva tortura le parecía, no obstante, más fatigosa e insoportable que cualquiera de las que pudo vivir antes de su deserción. Intentando sobreponerse, el jovenzuelo pensó en escapar también de allí, pero el poco razonamiento que le quedaba lo hacía consciente de que ese era el mejor lugar para estar fuera del alcance de las balas, además también conocía las probabilidades de que lo encontrara uno de los bandos si se ponía a deambular por los campos; ya el viejo de la finca le había advertido que el pueblo más cercano estaba a ciento quince kilómetros, de modo que olvidó de inmediato esta idea, no sin antes fantasear con que la guerra terminara pronto, aunque suponía improbable que acabara en un par de días, se imaginaba la victoria para el fin de semana y a él volviendo a casa como desertor pero al menos con el servicio finalizado. Pese a sus fantasías, también era muy consciente de que necesitaba maquinar pronto algo que lo librara de una vez por todas del maldito ruido de los gallos antes de que la locura lo acometiera del todo. Al medio día, por fin, mientras comía con desgana el triste cuchuco de siempre y que preparaban solo para él, pensó la gran idea, que suponía perfecta y que había estado allí observándolo como una conspiración en el desayuno, en el almuerzo y en la cena. Ya antes el desertor había pensado en matarlos a todos, pero no sabía cómo hacerlo sin despertar sospecha ni ejecutar la escabrosa tarea de atraparlos uno por uno, y ahora lo había resuelto, tenía un plan y el arma adecuada para hacerlo.

Y así estuvo el resto de la tarde, somnoliento pero con el pensamiento en la redada a los infernales gallos, y al final de la jornada, cuando el sol rayaba la copa de los árboles y el anciano se había sentado junto a la puerta para ver el paisaje, Santiago, con la excusa de organizar las provisiones agropecuarias, fue al cuarto de las herramientas y agarro de un polvoriento anaquel un galón de tapa verde que advertía en su etiqueta las palabras “peligro de envenenamiento”, lo acomodó entre sus ropas de tal forma que no despertara sospechas y escabulléndose cautelosamente sin que la esposa del anciano lo viera, sacó del bulto de maíz que había en la cocina cierta cantidad del grano amarillo en una vieja olla roja que ostentaba una sola oreja de agarre, y cargándola de los costados la llevó a escondidas al gallinero, que era ni más ni menos que un alto árbol de naranjas detrás de la cocina pintado del grisáceo de la mierda. Estando allí, el hombrecillo abrió la tapa verde, vertió el líquido translúcido en la olla llena de maíz, y como solo un puñado parecía ungido, con el mismo sigilo de los gatos fue por un baldado de agua que agregó para poder contaminar todos los granos que lo libraría del espantoso canturreo. Como se hacía de noche y apenas había preparado la mezcla mortal, mientras mezclaba los granos con un palo, Santiago pensó que sería buena idea dejar que el maíz se ensopara con el agua envenenada toda la noche y que por la mañana bien temprano él mismo se levantaría a darles la comida a los animales. Con tal, qué era una noche más en vela, si de esto dependía silenciar el ruido de todas las noches siguientes.

Y así lo hizo, todavía con los gallos cantando cada quince, treinta, cincuenta minutos infinitamente en la oscuridad, Santiago esperó ansioso a la madrugada y antes de que saliera el sol y los señores se levantaran, fue, agarró la olla que había dejado escondida entre los matorrales, y sacó, escurrió y regó el suficiente maíz en derredor del pálido naranjo como para que comieran todos los gallos y gallinas de la comarca.

Satisfecho y con una nueva expresión en su rostro, Santiago esperaba que el apetito de las aves terminara por fin con el asunto y, aunque queriendo presenciar la muerte de sus emplumados verdugos, al escuchar ruidos que provenían de la cocina, corrió velozmente al interior del secadero de café donde lo aguardaban sus labores. A las siete y cuarto, dentro del invernáculo que comenzaba a coger calor, el jovenzuelo se quedó quieto en silencio y comprobó, por la ausencia de canturreos en la cercanía, que su plan había funcionado; para celebrarlo hizo unos lamentables pasos de baile y siguió trabajando. Por fin ya no habría más gallos que lo mantuvieran en vela. A las ocho, con renovados ánimos, soltó sus herramientas y caminó hasta el comedor disfrutando de las ráfagas tibias que circulaban por la nueva finca sin gallos; se acomodó en la mesa, comió con tranquilidad la sopa ya servida, que además tenía por primera vez un muslo de gallina, lo cual lo hizo sentirse todavía más a gusto, e incluso, afirmó que era el cuchuco más rico que había comido en mucho tiempo; así que al terminar, levantó el plato, y con deseos de repetir fue a la cocina para que le sirvieran más y como no estaba la señora, supuso que podría seguir y servirse a sí mismo, de modo que se dispuso a entrar, y para su sorpresa, al atravesar la puerta, justo sobre la estufa, vistosa como las etiquetas de los galones de veneno, Santiago pudo reconocer la vieja y roída olla roja de una sola oreja llena hasta la mitad con la sopa de maíz que tanto le había gustado.

Al caer la tarde, cuando el anciano terminaba de tapar la fosa llena de emplumados, en medio del rumor de los grillos y los moscos, se escuchó a la lejanía las trompetas que enunciaban el fin de la guerra.

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