Nacer en Gazcue y ser joven en los 80 fueron sin duda la mejor época de mi vida, un sector peculiar por unir amigos de todos los barrios centrales de la capital, junto al pequeño colmado ubicado al terminar de la calle que solo contaba con dos cuadras. La escalinata principal que daba acceso a mi casa era el lugar donde nos sentábamos las chicas a ver pasar los jóvenes que se aglutinaban en un amplio parqueo del edificio contiguo donde vivían una gran cantidad de amigos.

Éramos la Generación X, los que aun viviendo los grandes avances que provocara la Guerra Fría hacia un mundo lleno de tecnología, nos aferrábamos a lo que fuéramos la última generación con amigos no virtuales, cuya mayor alegría eran las tardes interminables en nuestro vecindario, con el ir y venir de tantos jóvenes, que seducidos por la belleza de una zona llena de árboles frondosos formaban una gigantesca zona de sombra que fueran el cobijo de las tertulias y grandes amores de la época.

Era aquella calle el único lugar donde queríamos estar, niños, jóvenes y no tan jóvenes pernotábamos por horas en el diariamente. No veía el momento de salir corriendo de las clases de ballet que se impartían en el Palacio de las Bellas Artes, ubicado a pocas calles de mi casa, para junto con mis amigas del mismo barrio, salir presurosas para compartir con todos los que allí se daban cita.

Fue en mi calle donde conocí mi primer amor, un joven quien llegaba diariamente junto a dos de sus amigos en motocicletas, causando en mi y las otras chicas que siempre me acompañaban un vuelco en el corazón al escuchar el rugir de sus motos desde lejos, lo que hacia apresurarnos a sentarnos justo en la escalinata esperando el saludo que nos daba la señal para integrarnos al grupo.

Sin embargo no es de ese joven apuesto de cabellos color miel, que revoluciono mi vida en la adolescencia y fuese el primer dueño de mi corazón en el que ha permanecido intacto, solo con una variación en el acento de mi afecto, de quien voy hablarles.

Fue uno de esos amigos que siempre lo acompañaban y el cual tuvo una cercanía especial conmigo. De los que sin vivir en el barrio nunca lo había abandonado.

Le apodábamos Poty, el soltero del grupo, siempre de un buen ánimo, leal con sus amigos, un personaje presente en todas nuestras travesuras de adolescentes. Era de una familia de varones cuya ausencia del padre y la realidad de una madre enferma lo llevo a temprana edad a tener que trabajar para poder ayudar a su familia, situación que nunca impidió, que fuera diariamente a reunirse con todos los que siempre le esperábamos para reír con sus locuras.

Pero paso el tiempo y cada uno de los que habitamos la Calle Ángel Perdomo del citadino barrio de Gazcue (nombre que perteneció a uno de los ingenieros que construyeron la mayoría de las residencias del sector), hicimos nuestras vidas, la gran mayoría formo familia, lejos de lo que fuera el centro de la ciudad, para vivir en grandes torres de apartamentos impersonales sin ningún afán de hogar. Sin embargo, para el fue difícil remontar el vuelo, por un tiempo algunos de los muchachos volvían los fines de semana al pequeño colmado a tomar una cerveza para matar el ocio y lo encontraban y charlaban al igual que yo, cuando visitaba no ya tan frecuentemente mis padres.

Lo que nunca podíamos imaginar era que mientras cada uno de nosotros continuábamos el desarrollo normal de la vida nos quedábamos con menos tiempo para poder disfrutar de un rato en nuestro viejo barrio. El se había detenido en su misma forma, solitario, condición que lo llevo a caer en una gran depresión, esto junto a tener que realizar trabajos lejanos al lugar donde había nacido, los cuales no eran muy bien remunerados lo hicieron caer en el fatídico mundo de las drogas.

Una mañana hace pocos años fue al viejo barrio y pregunto por mí, la casa que había sido escenario de tantos encuentros no era más nuestro hogar ya que mis progenitores se habían mudado al enfermar mi padre hacia pocos meses. Era una mañana de muerte, había salido El con el alma partida, a morar por última vez en el barrio que fuese escenario de tantas risas, de ser felices.

Dicen los que lo vieron por última vez que su cabeza confundida solo hablaba de esos días, nunca imaginando en su mirada perdida, sus pensamientos de suicidio.

Cuando horas más tarde fui informada de lo sucedido, al adentrarme a mi viejo barrio con el corazón adolorido, me parecía ver nubes de polvo flotando hacia lo que fuera el árbol cómplice de nuestras alegrías, quien hubiese podido imaginar, de su penar tan maldito.¿Sería que los arboles le impidieron ver el sol en su último recorrido en la calle que fuera nuestro refugio del mundo exterior? o ¿simplemente fue la sombra una vez más la cómplice de sus caprichos?. Caía la tarde y ni la más hermosa podría revivirlo.

Su alma ya había partido cuando empezamos a aglomerarnos bajo aquel enorme árbol de almendras, el mismo donde el se había quitado la vida, y fue cuando entre saludos a los amigos de aquella época, al recordar las anécdotas de aquellos días, el instinto inmediato de nuestra mente por disfrazar la tristeza de lo ocurrido, reunidos todos allí, por un instante los años no habían pasado, seguíamos siendo aquellos mismos jóvenes llenos de ilusiones y sueños por cumplir, por un instante todos lo sentíamos, y es que el alma no muere, como no desaparecen de nuestra mente los lugares donde fuimos felices.

Han pasado muchos años desde ese funesto día, y al llegar a la casa de mis padres, hoy convertida en mi oficina, me doy cuenta lo mucho que nuestro barrio ha cambiado, no quedan en el, ni los amigos ni aquel colmado donde todos una vez soñamos.

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