Al final me ha tragado la ola. Llevaba todo el día amenazándome con sus dientes de espuma. Tumbado sobre la toalla, tratando de evadirme del resto de la familia, contemplo el ir y venir constante de mi voraz asesina.

Once de la mañana. Veintiocho grados. Factor de protección treinta.

Mi madre es un ser sin piedad. Le he rogado que me dejase dormir, que no tenía cuerpo para nada. Pero se ha enganchado en la eterna perorata y tanto ha insistido que me veo pasando el día en la playa con mis padres, la abuela, mi hermana Conchi y Boni, el perrito de mi madre. Anoche salí con los colegas.

Cuatro de la madrugada. Diecinueve grados. Cinco cervezas y cuatro cubatas. Un paquete de Camel.

Mi idea es que pasen las horas y regresar a casa. Mientras tanto, algún sueño me podré echar en la playa. Mi madre reniega y habla sola: mi padre ha huido al chiringuito, mi hermana está hipnotizada con el iPhone y mi abuela a todo dice que sí. Hipoacusia severa, recientemente diagnosticada.

Una del mediodía. Treinta y tres grados. Marejadilla. Factor treinta.

Me incorporo lentamente, pero no consigo alcanzar la postura vertical. Desafiando al homo erectus. Repto hasta la nevera portátil y bebo agua sin considerar que se trata de un bien escaso. Se escapa por las comisuras y me refresca. El cielo debe de andar cerca. Boni lame mis pies y me hace cosquillas. Vuelvo a caer en un sopor bajo el sol inclemente. Mi madre grita.

—¡Te has bebido toda el agua! ¡A ver ahora cómo pasamos la siesta! Nunca piensas en los demás. —Oigo la letanía a medida que se enrosca en la trompa de Eustaquio y taladra el nervio auditivo. Al abrir la nevera se ha escapado un olor intenso a ajo de los filetes empanados. El estómago se encoge y expande, como las olas; me desafía con espasmos a paso militar.

Tres de la tarde. Treinta y siete grados. Marejada. Bote de crema agotado.

Mi padre llega sorteando sombrillas, aprovechando la sombra que proyectan para evitar quemaduras de primer grado en los pies. El alcohol debe alcanzar dos gramos en sangre gracias al refrescante tinto de verano. Mi madre le fusila con la mirada y en su pensamiento se atiborran las palabras, resumidas en un cortés “¡Siempre el mismo espectáculo!”. En dos minutos queda instalado el bufé sobre la inestable mesa de camping. Quizás el inestable sea yo. Tortilla de patatas, queso manchego, gazpacho, albóndigas con tomate y los filetes con ajo. Todo regado con más tinto de verano y zumo de naranja granizado. Un bodegón al que falta por pintar la sandía. Intento ingerir una porción de tortilla, pero ahora se mueven las olas y la sombrilla.

—¡Este niño cada día más delgado! ¡Ciego, ciego te vas a quedar!

Boni juguetea entre mis piernas y se lleva el premio. Mi hermana pide ensalada. Lleva dos años que solo come verde. Comienzan los gritos entre ella y mi madre.

—¡Me matáis a disgustos! ¡Bébete un vaso de gazpacho! Siempre pidiendo lo que no hay…

La abuela ha construido un bocadillo de filetes y lo ha apuntalado con dos albóndigas para que quede más jugoso. Mi madre coquetea con la carne, pero me temo que su estómago tampoco está receptivo. Boni menea la cola a ritmo de samba. A río revuelto, ganancia de pescadores.

Cinco de la tarde. Treinta y siete grados. Densidad de población: 10000 habitantes por kilómetro cuadrado. Deconstrucción de tortilla.

Tambaleándome alcanzo la orilla. Hinco los pies en la arena húmeda para que el mar no me devore. No todavía. Enjuago el rojo tomate y el amarillo yema de mi bañador mientras en mi cabeza bulle la cadencia del último reguetón —Miami me lo confirmó… y un arroz con habichuelassssss— y la voz en off de mi madre: “¿Qué he hecho yo para merecerme esto? Para un día que salimos todos juntos. Me paso el día sola, blablablá”. Siento que el agua tira de mí. Mierda de resaca. Con pasos dubitativos alcanzo de nuevo la toalla y me duermo unos minutos o unas horas, no sé.

Siete de la tarde. Misma temperatura. Misma densidad. Sin protección solar.

Alguien se ha dejado la radio puesta y entreabro los ojos. Por delante de mis narices se suceden pies, sombrillas, capazos de paja, un delfín atrapado en una colchoneta hinchable. Trato de incorporarme. Treinta y siete grados en el exterior. Cuarenta dentro. Ahora es el momento. La marea ha subido y comienza a mojar la felpa de la toalla. Necesito mojar mi piel, refrescarla. Dos pasos y me lanzo al agua. Entonces es cuando me traga la ola. Abre su boca de dientes laminados y me engulle. Me mantiene cerca del paladar y, después de saborear la piel salada, comienza el rito de la digestión. Viaje a través del esófago, estómago, jugos gástricos… Deseo que me arroje en un acantilado y caiga la noche sobre las burbujas que han brotado sobre mi espalda.

Diez de la noche. Veinticuatro grados. Tres camillas por metro cuadrado en el pasillo. Suero glucosado al cinco por ciento.

—Cariño, ¿te encuentras mejor?

Baja la marea, pero la ola no me suelta.

—Mamá, dile a Boni que no me chupe los pies. Y dile al hombre del tridente que deje de mirarme.

Ahora es la voz de mi padre la que rebota en mi cabeza. Gramo y medio de tinto de verano en sangre. Mar arbolada.

Chipiona

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