Poco podía imaginar que aquel infierno de caramelo marcaría mi futuro. Vivía en la capital, a la que emigré con mi padre cuando se quedó viudo y yo huérfana con sólo ocho años. Acababa de cumplir catorce primaveras, edad en la que ya se podía trabajar en España.
Han pasado cuarenta años y el recuerdo de ese día ha quedado fijo en mi memoria como una fotografía por la que no pasa el tiempo.
Hace dos días que ha acabado el curso y ha salido un día espléndido para ir a la playa, pero yo ya tengo trabajo. Es en un local a dos calles de casa, donde hacen tartas y todo tipo de helados. Empiezo hoy mismo, a las dos, en el turno de tarde
Isidora, la mujer con la que se casó mi padre al año de estar en Madrid, lo ha convencido para que no pase el verano sin trabajar, “piensa que a la niña le han denegado la beca para el curso que viene y quiere seguir estudiando”, he oído que le decía. Yo sé que mi padre querría contestarle: “claro que le han quitado la beca a pesar de sus buenas notas, porque yo cobro un buen sueldo para pagar los estudios de mi hija”, pero mi padre calla. ¡Eso es lo que más rabia me da!
Estoy intrigada, dónde está esa macro pastelería que nunca he visto. Conozco la zona de sobra. Una fila de naves destartaladas sobre una estrecha acera que dan a un gran descampado. A la derecha, abonados por los excrementos de perro, los hierbajos crecen sin control. En medio, una explanada llena de socavones sirve para aparcar coches tan viejos que no corren peligro de no estar allí a la mañana siguiente.
No me costó encontrar el número nueve, justo enfrente de los hierbajos. Entré por una portezuela medio abierta y el portero me indicó donde estaba el despacho: una pecera más bien pequeña. Dos archivos metálicos llenos de polvo ocupan casi todo el espacio. Un ventilador de aspas cuelga en el techo, justo encima de una señora regordeta sentada en una mesa también metálica y llena de desconchones. Me mira detrás de unas gafas de culo de vaso que apenas se le aguanta en la nariz tan chata. Me saluda, se seca el sudor que le chorrea por la frente y me pone un contrato delante.
Firma aquí y sube por las escaleras de la izquierda, en la primera planta te están esperando, me dice mientras me entrega una bolsa con una bata y una gorra blanca.
Salgo del despacho y busco las escaleras. Desvío la mirada hacia la chica que viene hacia mí, supongo que la encargada. Su bata que en algún momento fue blanca tiene un color grisáceo y luce unos enormes manchurrones de chocolate y algo que imagino será vainilla. Me indica dónde está el vestuario, le digo que si hay duchas, que estoy empapada, me mira cómo si yo fuera idiota y me dice: “¿Y lo que me chorrea a mí que es, Chanel número 5?
Me pongo el uniforme y voy a buscarla. Nos dirigimos hacia la zona dónde están haciendo yogures. El ruido de las batidoras industriales apenas me deja oír lo que explica. En el ambiente flota un olor indescifrable mezcla de fresa, vainilla, limón… algo que no soy capaz de identificar y cuya mezcla me resulta desagradable. Unos cuantos metros más allá, el calor aún es más intenso. Un olor dulzón inunda el ambiente: es la zona dónde se hacen los flanes. Tres chicas remueven unas ollas enormes puestas al fuego. El sudor les chorrea por la cara. De vez en cuando no llegan a tiempo de secárselo con la manga de la bata y cae a la olla mezclándose con aquella pócima que parece caramelo. Otras cuantas chicas llenan viejas bandejas flaneras oxidadas. Mi trabajo allí consistirá en remover el caramelo o rellenar flaneras según convenga. De repente, una de las chicas grita: ¡Ostia!, otra vez las moscas se han colado en los flanes. Mira, está aún patalea. Las saca y con la espátula aplana el flan.
La mezcla de olores, el dulzor empalagoso, el calor, aquella falta de higiene…mi estómago se debate por controlar las arcadas que me tienen a punto del vómito. En ese momento la encargada me dice que nos vamos a la zona de frío y me alarga unas botas de agua. Aliviada la sigo como un corderito.
El trabajo allí consiste en rellenar cucuruchos y pasarlos a las neveras. A veces el helado sale con tal presión que choca con las paredes embaldosadas formando pegotes que enseguida recuperan. Un poco más allá están los pasteleros haciendo las tartas, todo lo que sobra después de dejarlas lisas se vuelve a utilizar para hacer helado.
Unos metros más allá, sobre una mesa alargada de acero inoxidable, un grupo de chicas mete las tartas en cajas isotérmicas. A veces alguna tarta resbala y cae al suelo. Un suelo mojado por el agua que consigue llegar hasta allí desde la zona de los helados. Sin ningún reparo, la cogen, se la llevan a un pastelero que la arregla un poco y la empaquetan. Resulta repugnante.
Paso la tarde removiendo el brebaje inmundo y lleno de mosquitos achicharrados, que, según las chicas, la gente confunde con trocitos de caramelo. Ellas por supuesto no consumen nada de la casa.
Está claro que aquello no cumple con las normas de sanidad. ¿Y si denuncio a la empresa? Una sonrisilla me cosquillea en los labios. Me imagino a Isidora gritando con los ojos fuera de las órbitas: “¡estás loca!, que quieres que nadie te contrate”, mientras mi padre me mira cómplice y hace una mueca para disimular su alegría.
Entretengo la mente en ese pensamiento intentando que el tiempo pase más deprisa. Aún no sé que esa será mi primera denuncia, a la que seguirán otras muchas y la que marcará mi futuro profesional cómo abogada laboralista.
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