Esta celda blanca es irónicamente brumosa, tanto que hasta me suponía un gran esfuerzo enfocar la vista hacia cualquiera de las cuatro paredes. Por un instante, mi mente me hizo sentir protagonista de un juego «survival horror», esos en los que uno despierta en un lugar rodeado de una vasta incertidumbre, que se disipa a medida que se avanza en la trama. Incluso llegué a sopesar la pavorosa idea de tener una feroz lucha con alguna horrenda criatura lovecraftiana que nacería de las sombras debajo de mi. Podría haber ocurrido, si no fuera por esa inhalación llorosa que me devolvió a la Tierra, y que provenía de la única persona a quien procuraría llamar en caso de necesitar pelear contra los monstruos.

Los ojos de Carla se atiborraron de felicidad y esperanza al ver los míos abiertos, pero no pudieron borrar las gruesas líneas de angustia que tenían tatuadas. Pregunté donde estaba y qué había ocurrido, y recibí las típicas palabras «accidente» y «hospital», adornadas con conectores realmente inservibles para el contexto del mensaje, pero que al menos servían para alivianar el peso de la verdad. Carla comenzó a contarme de a poco, sin prestar atención a la imagen desmotivadora de mi rostro. Nuevamente, me dediqué a desoír cualquier término careciente de importancia, y me centré en los únicos que creía dignos de ser escuchados. «Camión», «carga», «milagro». Una vez concluído el relato, mis reflejos me convencieron de apartar bruscamente la manta que me cobijaba, temiendo encontrar quien sabe qué cosa. Mis pies, mis tobillos, mis rodillas, parte de mis muslos… Todo había sido reemplazado por unas vendas vulgarmente sujetadas a la mitad de mis fémures. Mis piernas eran dos vendas. Dos vendas. Repetí esas dos palabras varias veces en voz baja, las cuales parecieron generar una especie de terremoto en mi cerebro. Un temblor de diez punto cero en la escala de la tristeza, que derrumbó todos los edificios de alegría que se habían erigido al ver la hermosa cara de Carla. Todo lo positivo ya no podía mantenerse en pie, así como tampoco lo haría mi cuerpo si intentara hacerlo. Sentí los brazos de Carla que buscaban, en vano, protegerme de amenazas que no eran externas, ni mucho menos tangibles. La habitación blanca era ahora oscura, casi abisal. El ambiente gélido de los hospitales en este caso se volvió tórrido. Todo ardía. Los brazos de Carla me quemaban, y mi cuerpo, para defenderse del calvario, solo pudo manar lágrimas de las fosas en las que se habían convertido mis ojos.

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