De repente, aunque parezca de forma efímera y sin más razón que el destino, la vida siempre otorga un nuevo respiro. Una demostración que aparenta ser totalmente adversa a lo que ahonda en nuestro interior. Verificando así, que hay claridad en la mismísima oscuridad, que hay siempre un ápice de paz dentro del caos; y que la razón no tiene siempre la razón. Será imposible expresarlo en palabras, o voces, o formas. Tampoco es algo hereditario, ni transferible, ni reemplazable; sólo es algo que aparece, que en ocasiones se queda por siempre y en muchas otras se esfuma hasta encontrar su forma en otro cuerpo. Las veces que eso se aferra a nuestro mundo interno, se convierte en algo único, algo trascendental, inolvidable y hasta perturbador. En cambio, cuando se difuma en el cielo etéreo, suele quedar solamente una semilla insulsa e insípida dentro de un campo floreado, o podrido, una piedra inútil siendo constantemente hidratada por el caudal de un río.
En ambos casos, se vuelve algo absolutamente necesario para la subsistencia y el desarrollo del alma, del cuerpo y de la mente. El ojo del destino no genera diferencias ni jerarquías a la hora de desarrollar la existencia. Ve tanto las flores protuberantes, como la semilla derrotada. Observa de tal forma al río salvaje y avanzando, como así también a la piedra siendo una vana interferencia.
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