I
Juan Carlos caminaba por la entrada de la casa, ubicada sobre una pequeña colina desde donde se podía ver el pueblo varios kilómetros abajo, siguiendo el cauce del río. Sus dos perros lo acompañaban en el recorrido habitual después del almuerzo. Juan Carlos iba pensativo y a la vez tratando de no olvidar que debía ir a recoger la ropa del tendedero, la lluvia de inicios de año nunca perdonaba. Del otro lado del río vio a un ganadero y a su perro guiando a media docena de vacas, sembríos de papa y en lo más alto del cerro un hermoso bosque de pinos. A lo lejos divisó un grupo de nubes negras que se agrupaban, acechando la zona, próximas a descargar el aguacero. Unos perros comenzaron a ladrar y los suyos los imitaron. Los ladridos le recordaron los que escuchó las últimas noches, acompañados de pisadas sobre el tejado de su casa.
Los truenos entre los nevados lejanos indicaron que era momento de regresar. Con un silbido les avisó a los perros y estos corrieron a su encuentro. Al cruzar la entrada principal, una imponente puerta de madera, la cerró con candado. Vivía en una vieja casa de campo que había sido usada como punto de partida para las caminatas a los nevados más próximos. Con una pequeña fortuna que había conseguido de una herencia, Juan Carlos pudo comprar la casa que varios años atrás lo había cautivado, camino a un trekking bajo el nevado Chacú. Contaba con señal de televisión, teléfono y agua caliente, pero aún le faltaba instalar internet. Tenía lo suficiente para sobrevivir y darse el tiempo de escribir la gran novela que siempre había soñado.
La oscuridad de la noche llegó junto con la lluvia. El sonido del agua golpeando el tejado era música para los oídos de Juan Carlos. Le encantaba sentarse en la sala a leer, beber una manzanilla caliente y escuchar la melodía de la lluvia. Era un gusto que había desarrollado de sus infinitos viajes a la cordillera, ya que en la costa no encontraba más que una tenue garúa. Sin darse cuenta se quedó dormido por largo rato. Sus perros lo despertaron lamiéndole las manos, anunciándole que era la hora de cenar. Prendió la radio para sentir la compañía de otras voces humanas, sin embargo, solo escuchó estática. —La lluvia ya me jodió la radio —renegó mientras Canelo y Boris, sus perros, saltaban hambrientos a su lado. Calentando sopa para los tres, llegó a su mente una imagen del sueño que tuvo hacía dos noches. Las luces de la cocina comenzaron a tintinear y un escalofrío le recorrió la espalda hasta dejarlo inmóvil. Sus perros corrieron hasta la mampara de la sala y en posición de alerta gruñían hacia el bosque de abetos que vestía los alrededores de su propiedad. A los pocos segundos los perros comenzaron a ladrar y un festival de truenos y relámpagos danzaron en la noche. Juan Carlos prendió la luz del patio pero no pudo ver más allá de la pared de árboles. Alistó un impermeable y una linterna para salir a recorrer su propiedad. Nada malo le podría suceder ya que sabía que los animales salvajes no rondaban por esos lugares.
Canelo y Boris caminaron junto a él hasta el inicio del bosque. —¡Vamos! —les gritó mientras los llamaba con la mano, pero sus perros no entraron al bosque, ladraban y saltaban, como indicándole que no se adentrara solo. —¡Cobardes! —les contestó, haciéndoles una señal con el brazo. Se adentró poco a poco en los caminos que había recorrido a diario desde que se mudó. Conocía casi a detalle ese bosque dentro de las cinco hectáreas que le pertenecían, sin embargo, algo se sentía raro. Sentía que alguien lo observaba y no eran sus perros. Alguien o algo lo acechaba de cerca. A pesar de la lluvia, podía escuchar una respiración cerca de él, pero su linterna no alumbraba más que abetos y eucaliptos. Un nuevo relámpago iluminó su alrededor y vio una figura oscura en la cima del cerro que estaba cruzando una quebrada que delimitaba sus tierras. Juan Carlos asustado, volteó y pudo darse cuenta que había caminado más de lo que había creído. El patio y sus perros en él se veían tan lejanos como el pueblo de Chacú. Corrió esquivando los árboles, sintiendo que algo lo perseguía. Escuchaba a sus perros ladrar pero mucho más fuerte sonaban las pisadas tras él. Tropezó y cayó de cara contra el barro. Su cara embarrada y ensangrentada no le impidió llegar al patio, cargar a sus perros y encerrarse en su habitación. Golpearon la mampara de la sala, la lluvia no cesaba y sus perros no dejaban de ladrar. Alguien subía y bajaba el volumen de la radio que no emitía más que estática. Alguien caminaba por su sala y parecía tener intenciones de quedarse. Alguien subía las escaleras silbando un conocido vals criollo. Alguien intentaba abrir la puerta de su habitación y él solo contaba con una cuchilla y sus dos perros para dar batalla.
II
Juan Carlos despertó a mitad de la madrugada en el mueble de la sala. Todo parecía haber sido un mal sueño. Boris y Canelo aun dormían al lado de la estufa, panza arriba, indicándole que nada extraño había sucedido horas atrás. —Debo dejar de escuchar historia de terror —pensó dirigiéndose al baño. Se enjabonó la cara y el ardor que provocó el jabón entrando por las heridas de su rostro lo hizo gritar muy fuerte. Se miró en el espejo y vio varios raspones en la frente, nariz y mentón. Sus manos también tenían heridas y comenzó a sentir que las rodillas le palpitaban.
—No puede ser —dijo para sí, corriendo hacia su habitación. Había huellas de barro por toda la escalera y su cama tenía rastros de sangre. Buscó la cuchilla que su papá le había regalado después de un viaje a Argentina pero no la encontró en ningún sitio. Se estaba volviendo loco hasta que bajó a la sala y sus perros lo miraban con el lomo erizado, gruñéndole, listos para atacar.
La lluvia comenzó a golpear el tejado de la casa y las luces se prendían y apagaban como si alguien estuviera jugando con el interruptor. Trató de calmar a los perros pero estos no le hacían caso. Juan Carlos volteó al escuchar que alguien abría la mampara del patio.
—No puede ser posible —dijo Juan Carlos.
—Es posible —dijo en voz alta el sujeto, riéndose burlonamente.
—¡¿Quién eres?! —le gritó Juan Carlos.
—Soy Juan Carlos y esta es mi casa.
—¡Esta es mi casa! ¡Y esos son mis perros!
—Si fueran tuyos no te querrían atacar, ¿o sí?
Canelo y Boris seguían en posición de ataque, cada vez más cerca de Juan Carlos.
—No entiendo. ¿Por qué estás aquí y qué le hiciste a mis perros?
—Te he observado desde siempre y no tuve mejor oportunidad que ahora, viviendo en un sitio tan alejado donde nadie te conoce. No pueden brillar dos soles en un mismo firmamento —le dijo mientras sacaba de su bolsillo la cuchilla que Juan Carlos había perdido.
Juan Carlos huyó por la cocina y poco antes de entrar al bosque los perros lo tumbaron. La lluvia lo bañaba y se mezclaba con su sangre y sudor. Se sentía derrotado. La confusión de los hechos le nubló la conciencia. Volteó y boca arriba sintió el agua refrescarle la cara hirviendo. Juan Carlos abrió los ojos y pudo ver despejarse levemente el cielo, dándole espacio a la luna llena, aquella que tantas veces lo había acompañado.
El sujeto se acercó y Juan Carlos vio su rostro por última vez. Vio su propio rostro reflejado en aquel extraño que vestía con las mismas prendas que él. Lo vio agacharse con la cuchilla que su padre le había regalado. Lo vio acercándola hacia él. Cerró los ojos esperando que sea una pesadilla, pero sabiendo que era tan real como el agua que empapaba su cara. Tan real como la casa que había comprado bajo la nevada cordillera de la que alguna vez se enamoró.
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