Un profesor de ecuaciones espeluznantes que andaba en clase mordiéndose la lengua como si de un chicle se tratara y otro que parecía ser mordido por ella cuando nos ordenaba en el patio hacer planchas y terminaba por decir: “alumno haga pianchas”; uno de punta en blanco y pañuelo impecable asomando del bolsillo del saco que parecía no haberse bajado del corcel mientras nos hablaba, y otro de rostro en permanente conflicto entre la tentación de reírse o mantener la compostura cuando alargaba su puntero sobre el mapa de la pizarra mientras alardeaba con su índice sobre nosotros haber detectado nuestras travesuras antes de que fueran concebidas; un profe que te daba un abrazo, inclinaba juguetón su calvicie sobre tu cabeza como en un cabezazo en cámara lenta y podías llamarlo en diminutivo, y otro más, noble a su modo también, de lentes de fondo de botella y manos de boxeador al que solo veías como un padre en su asiento señorial; uno alto, y espigado, y de quijada pronunciada como un mascarón de proa con el poder de llevar a la monotonía del aula la arena intacta que los viajeros dejaban atrás en alguna exploración remota y bajo cuyo influjo nos compadecíamos del hambre y la sed ante los cuales sucumbían, y otro profesor que era él mismo como uno de esos personajes de nuestros libros, con lonchera de niño de primaria, involuntariamente cómico y al que no le preocupaba en lo absoluto que lo apodaran el loco; tales fueron algunos de los hombres que estuvieron a cargo de nuestra enseñanza en la secundaria del colegio San Antonio.

Cada uno de ellos imponía su sello personal al ingresar al aula. O quizá nunca mejor dicho, en aquel tiempo se establecía una memoria colectiva entre el más de medio centenar de alumnos que aguardábamos allí para comportarnos según quién atravesara la puerta. De acuerdo con el estado de esa memoria compartida, la hora de clase podría ser el ladrillo que terminaba incrustado en las páginas de nuestros cuadernos, el momento de jugar a escondidas tres en raya, o la debacle de una locura. Y gracias a esa sabiduría colegial, cualquiera de nosotros podría haber confeccionado una lista con los nombres de los profesores en una columna y en la otra indicar quién de ellos era una lorna, quién era chévere, y quién no aguantaba pulgas, y recibir la aprobación unánime por tal clasificación.

No obstante alguno de estos profesores era capaz de dinamitar nuestro esquema, y al hacer trizas tan precario orden de cosas devolvernos a la orfandad de la cual habíamos simulado salir. Uno de estos casos era el del padre Paul. Alto como las cuentas de un rosario extendido, de tez rosada y greñudo, el padre Paul se esforzaba en explicarnos los misterios celestiales por encima de su perpetuo alzacuello clerical. Parecía acurrucarse en cada intento suyo de hacer que su castellano no naufrague en ese acento inglés que nunca pudo disimular, así de tierna era la sensación que nos llevábamos de él, incluso a pesar de alguna pregunta enjundiosa como si era verdad o no que Dios sería capaz de levantar la roca más pesada de todas creada por él mismo.

Pero de pronto alguno de nosotros cometía una pequeña fechoría y entonces ese representante de la bondad del Altísimo pasaba a serlo de la cólera divina, puesto que lanzaba contra el suelo la tiza que tuviera en las manos, su tez rosada se encendía en un rojo fulminante, y repetía la fórmula: “Tú, pequeño hombrecito… ya me tienes hasta acá…” – el índice apuntaba la frente – “gracias por esta cosa que tú hacer…”, y a medida que la ira lo traspasaba se le hacía más difícil conjugar con acierto el sujeto con el verbo, y ponía en entredicho el matrimonio del género con el número. Así transcurría todo mientras el miedo fulminante nos hacía aplastarnos contra las carpetas, si bien no pasaba mucho hasta que el padre Paul se deshacía en disculpas y volvía a ser la criatura dulce que solía ser.

Y así como teníamos profesores que nos descolocaban en el estereotipo de nuestra relación con ellos, había otros que desafiaban la propia condición de maestro y abolían estas barreras tal cual ocurría con Juan Meiggs. De cuando en cuando lanzaba el cuello hacia adelante como una tortuga que intenta zafarse de su pesado caparazón para luego regresar a él. Con este movimiento involuntario y reiterativo parecía traer de regreso también esos episodios de la historia del Perú avejentados por el tiempo y los descubría para nosotros con un lenguaje sencillo.

A veces nos costaba distinguirlo como perteneciente a la casta del profesorado porque podía acercarse a hurtadillas por detrás de alguien y sorprenderlo asestándole un mazazo entre el cuello y la espalda, y cuando lleno de ira el vapuleado se volteaba para cobrarse el desquite, su impulso se quedaba petrificado cuando reconocía el rostro moreno y lunarejo del popular Juanito quien con toda la hipocresía del mundo acusaba a otro de la diablura. Luego mientras los demás hacían escarnio por la broma, el profe de complexión maciza y baja estatura simulaba recuperar su autoridad perdida y dirigiéndose al grupo, todos ellos alumnos de un colegio de varones, con la conciencia plena en el uso fallido del artículo los reprimía diciéndoles: “Ya, no la molesten…”

Y sí pues, todo lo que tenía que ver con el sexo era pasto común entre adolescentes con las hormonas tan alborotadas y esto lo aprovechaba muy bien Jayaschi para impartirnos de manera muy didáctica las clases de matemáticas. Con un gran alarde de dominio de escena este profesor de ancestros orientales y peinado austero nos hacía participar uno por uno con preguntas salpicadas de doble sentido: “Y a ti cómo te gusta” – le preguntaba a alguien –”el signo negativo dibujado en la pizarra así chiquito o lo ponemos más grandote, cómo te gustan chiquitos o grandotes…” y se ayudaba con las manos para representar ambos tamaños de esa extraña elección en medio de una chacota atroz. Y luego cuando el ejercicio se hacía más denso y parecía escaparse a nuestro entendimiento capturaba de nuevo nuestra atención al decir muy sugestivo: “Ahora que hemos abierto el paréntesis del logaritmo, tú qué meterías dentro de eso que está abierto…”– le decía a otro que comenzaba a hacerle un espacio a sus pensamientos más retorcidos. – Enseguida el profe lo traía de vuelta a este páramo terrenal aclarándole: “Sí, justamente como tú estabas a punto de decir… metemos los dos miembros del logaritmo que faltaban dentro de ese paréntesis… porque siempre son dos los que se mete ¿verdad muchachos?” Y el salón entero se descalabraba de risas.

Mientras estudiábamos en el San Antonio y éramos una algarada plomiza pendiente de las horas de recreo y de salida, en efecto como dije teníamos reservado a cada uno de nuestros profesores un lugar preciso en nuestra tabla maniquea. Con algunos el salón de clase se convertía en un manicomio donde las hojas de los cuadernos estrujadas en el puño podían convertirse en proyectiles para montar una guerra fratricida. Con otros la pasabas bien y sin darte cuenta de contrabando te hacían llegar la enseñanza de marras. Y de otros más lo único que quedaba era poner cara de piedra durante lo que parecía una eternidad y hacer tu mejor esfuerzo para no desaprobar el examen. Así prosperó este dudoso orden hasta que nos tocó egresar del colegio.

El tiempo ha pasado, naturalmente, y no tengo forma de saber qué fue de esos hombres a los que correspondía un inamovible lugar según nuestro discernimiento colegial. No sé si ahora mismo las mañanas los encuentran con el desafío de tener que vencer al cuerpo para levantarse, alcanzar el extremo de un bastón como segunda gran batalla del día, o cuentan únicamente con un par de melenudos y de colas inquietas como nueva y muy reducida generación de pupilos. No sé si alguna vez les alcanzó a lo lejos el tañido de una campana y con una mirada vidriosa y perdida comprendieron que las campanas ya no doblaban para ellos. No sé si un algún día les alcanzó la muerte y mientras ese supremo final se batía sobre aquellos hombres capaces de responder todas nuestras preguntas, de pronto enmudecieron frente a la interrogante más implacable de todas.

Lo único de lo que sí puedo estar seguro es que el infierno escolar donde yacían algunos de ellos ahora mismo está vacío. Lo está porque crecer es olvidarse a sí mismo. Crecer es repudiar el índice firme que te enseñaba el camino tortuoso de tener que agacharse tantas veces como papeles estuvieron arrojados en el suelo durante la salida, y años más tarde tú mismo fruncir el ceño sobre lo no recogido. Crecer es reconocer lo cerca que estuvieron algunos de ti para ayudarte y nunca supiste que andaban entre la química, el lenguaje y la geografía. Crecer es glorificarte la mitad de tu vida, y en la otra mitad, si acaso te alcanza, intentar reponer tus estropicios. Crecer es perdonar. O quizá mejor aún darte cuenta que otros, más sabios que tú, te perdonaron ya hace mucho desde un incomprendido pupitre o de espaldas a una pizarra injuriada. Crecer es, después de todo, poblar tu infierno personal de maestros y luego, un buen día acaso dolorosamente tardío, reconciliarte con ellos llevándolos a un lugar épico donde habitan por siempre en tu memoria.

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