#bocadillo

Nobody knows what awaits for the dead.

Nobody knows what awaits for the dead.

Cantaba Pablo mientras con mano decidida extendía el maquillaje por las mejillas de Carmela. Le acarició el rostro, surcado de arrugas. No notaba la frialdad que emanaba de ella. La frialdad le había acompañado toda su vida.

– Carmela, ¡qué guapa te vas a quedar!, exclamó.

    Su cuerpo bajo un modesto traje de chaqueta y falda delataba el sufrimiento de varios nacimientos, sus manos apoyadas en su regazo, una vida de duro esfuerzo.

    – ¿Sabes Carmela?, preguntó tocándole las manos.

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      La pena que fluía por sus venas le impidió seguir hablando. Se sumió en la ciénaga de sus recuerdos y se encontró con su madre preguntándole algo, una y otra vez. Ese fue el comienzo de su silencio, dejó de hablar por meses o quizá años. No lo recuerda, todo se pierde en ese espacio llamado niñez. En ese pozo infinito de sensaciones y de páginas en blanco. Hasta ese día era invisible, era el más pequeño de diez hijos y sus palabras se perdían en el aire. Ni siquiera su madre parecía verle porque había relegado la crianza a su hija mayor, una niña de catorce años.

      En ese instante borroso cambió su vida, se acostumbró a comunicarse por gestos, su madre comenzó a desvivirse por él, lo colmaba de cuidados. Pasaba noches sin dormir esperando una cita con el doctor. Después de semanas de vigilia empezó a acostarlo con ella, aislando la presencia de su despreocupado marido.

      Llegaron las pruebas y la niebla de la incertidumbre llenaba los días en salas de espera, aguardando los resultados de los análisis que le realizaba el médico.

      Una mañana, torturado por los encefalogramas que trataban de leer su cerebro y las pesadillas que comenzaron a asediarlo, claudicó y se le escaparon unas palabras.

      Su madre emocionada por el milagro no paraba de escuchar esa preciosa voz, que era la de siempre. Sus hermanos lo apartaban de sus juegos, de sus charlas nocturnas y secretos. Cuando entraba en el dormitorio, al que regresó y compartía con cuatro de ellos, todos callaban como si se hubiera pulsado un interruptor.

      Los años siguieron caminando ajenos a las conversaciones vespertinas de Pablo con su madre en la cocina, lugar de su destierro. Allí cantaban y él aprovechaba las hojas de los cuadernos que no utilizaba en el colegio para trazar diferentes líneas hasta que con el tiempo se convirtieron en el semblante de su madre. Ella atesoraba los dibujos en una caja de zapatos, algunos los exponía en las paredes del diminuto salón dedicado a las escasas visitas. Sus hermanos se reían de los ridículos garabatos y su padre los miraba con desdén.

      Una víspera de San Juan ella tuvo que salir, fue a ayudar a su hermana en el parto. En su ausencia, Pablo contempló el dibujo que acababa de realizar, y en él vio por primera vez el verdadero reflejo de su madre. Salió corriendo a buscarla con tanta excitación que se le olvidó el retrato en la cocina. Cuando regresaron, horas más tarde, había desaparecido. Entre lágrimas se quedó dormido sin cenar, en mitad de la noche se levantó y descubrió los restos calcinados en una hoguera. Sabía que había sido su padre.

      Su mano empuñaba ahora el pincel con ira, su mandíbula contraída, sus ojos miraban las arrugas con odio, intentó borrarlas, siempre lo hacía. Era su afán por aniquilar el tiempo. Vencido, lanzó el pincel al suelo.

      – Perdona Carmela. No volverá a pasar, se recompuso.

        Nobody knows what awaits for the dead.

        Nobody knows what awaits for the dead.

        Reanudó su tarareo, se había acostumbrado a alejar sus tinieblas con canciones.

        Con agilidad, comenzó a impregnar de color los labios de Carmela. La curvatura de sus comisuras mostraba lo poco que había sonreído en su vida.

        Comprobó que el color burdeos le favorecía. Su experiencia y buen gusto nunca le defraudaban.

        – Tus hijos te van a ver más hermosa que nunca, ya verás, dijo admirando su obra. Mira, antes de despedirme te voy a mostrar algo, añadió guardando los utensilios de maquillaje.

          De una caja raída extrajo un folio en el aparecía la imagen de una joven.

          – Esta es mi madre, no creo que tú la puedas ver. Dijo, pensando en los gestos y movimientos que él fue incapaz de volver a plasmar. Este fue el último retrato que le hice. Imagino que ahora sería como tú.

            Pocos días después de que ella no soportara la carga de la vida, Pablo abandonó la casa familiar con sus sueños de estudiar Bellas Artes fragmentados y su corazón moribundo como único equipaje.

            Sin parar de hablar y de narrarle su vida a Carmela, extrajo un espejo y se lo colocó delante.

            – Ya estás lista para tu último banquete. Adiós.

              La cara de Carmela no modificó su inexpresividad mientras Pablo cerraba el ataúd.

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