Por aquella esquina del barrio

Por aquella esquina del barrio

Llegó cerca de las once de la noche a su apartamento, se duchó para quitarse el cansancio que le había dejado caminar por una ciudad con temperaturas de treinta y cinco grados. La cama lo esperó con las sábanas abiertas para endulzar sus sueños; en segundos, fue recibido en el túnel del descanso. A las cuatro de la mañana sonó teléfono. Era la llamada menos esperada, pero era la noticia que siempre lo mantenía en acecho: la encontraron muerta.

Desde pequeño, cuando su madre lo botó de la casa, no tenían contacto.

Ella había seguido trabajando y por su edad, ya no la aceptaban en los nightclubs
y tenía que transitar por las viejas cuadras de la ciudad buscando clientes.

A oscuras, él tomó lo primero que encontró en la habitación, se cubrió y embistió hacia el bar Madeira. Caminaba sin percatarse de los vidrios que a esas horas quedan de las botellas partidas en la calle.

Domingo el portugués, el propietario del bar, estaba limpiando con la reja a unos centímetros del suelo. La mitad de las bombillas estaban apagadas. Al ver una figura frente al local, fue a la ventana desde donde es seguro esconderse de los delincuentes… y lo reconoció.

—Domingo, déjame pasar. —dijo angustiado.

El portugués subió estruendosamente la reja enrollable y lo dejó entrar. 

Se dirigió a la rocola. Estaba perturbado y lo expresaba con los brazos caídos y el cuello estirado. 

—… por favor, …pásame unas fichas para escuchar música —le gritó, le imploró.

El lusitano, en silencio, buscó las fichas en la caja registradora. Se las llevó, le sirvió el ron de costumbre, le dejó la botella y se retiró; sabía que para acompañar un dolor, lo mejor era no hacer preguntas.   

La melodía comenzó a sonar. Allí, recostado sobre la rocola, le alcanzó el amanecer.

—¡Por fin te consigo amigo!  —las palabras de Juan mostraban el desespero y el temor que le había producido no poder contactarlo desde el momento que supo la tragedia.

La música lo acurrucaba en su profunda pena. En su tormento, pasó revista a su desdichada vida… recordaba al niño corriendo por el barrio cerro arriba, cerro abajo, que esperaba la llegada de la tarde para despertar a su mamá y verla como se vestía para irse a trabajar.

Una lágrima se negaba a pasar de la mejilla, era tan corta como los momentos alegres de su niñez.

Frotó el pañuelo por toda la cara, para borrar la huella de su corazón roto y llegó a aceptar la herencia de su madre como su propia herencia; las pérdidas que ella siempre tuvo. La mujer que fue engañada por un policía y perdió su virginidad la misma noche que llegó a la capital en búsqueda de una habitación. La mujer que nueve meses después lo parió, soportando la presión de una faja para ganarse la vida. La que le dio protección hasta que se fugó del reformatorio.

El silencio helaba la madrugada.

—Hermano te he buscado por todas partes, sucedió… —Juan no tenía fuerza para nombrar a la muerte.

Él buscaba en la canción, mil veces repetida, un efecto ensordecedor que le ayudara a acallar la pesadumbre.

A lo lejos, en la pared del fondo, una rata que llevaba en el hocico un pellejo, le arrebató la mirada.

—Cuando me llegó la noticia, comencé a llamarte y no respondías, creo que ya habías salido de tu casa. —Juan buscaba justificarse— Siempre la mantuvimos bajo cuido, pero lo menos que se podía imaginar Wilmer era que ese ladronzuelo iba a atacarla. El desgraciado también quedó tieso —las palabras de Juan sonaban con mucha compasión— ella supo defenderse con el revólver que cargaba…

La canción que soportó todas las fichas fue la de Rubén Blades, el Pedro Navaja que interpreta la melancolía de los olvidados de la ciudad; el intercambio de la muerte en el mundo de los que corretean la noche.

Juan se sirvió un trago de la misma botella que él estaba tomando. No había notado su presencia, como tampoco había notado las lágrimas que mojaban sus manos y que se depositaban en el mesón de la barra. Todo el bar en penumbras y dos hombres sosteniendo en silencio el luto.

En el rincón, el lusitano paró de barrer, se secó los ojos y se dirigió al cesto de basura como llevando los recuerdos de su Portugal natal; botando los sufrimientos de cuando se despidió de su madre, cuando se desprendió de toda esperanza de verse crecer sembrando los campos de Madeira, recordando el momento en que el barco llegó a estas tierras… sin ni siquiera saber llorar en el mismo idioma.

A la madre la mataron detrás de un viejo y pequeño centro comercial, un nicho donde, por la noche, se reúnen los desposeídos de la ciudad, donde conviven los descamisados; el espacio que Dante Alighieri llamaría “El Purgatorio”.

Repitió la estrofa de la canción una vez más y se mordió con fuerza el labio, como si estuviera mordiendo su niñez y una fuente de mocos se le acumuló en las alas de la nariz. No distinguía el dolor del labio del dolor de haber nacido de una madre que no conoció madre ni padre. Restregó el pañuelo y balbuceó unas palabras, “…yo que quería darle todo… hacerla feliz”.

—Hermano, le diste la protección, ella nunca lo supo, pero siempre estuviste ahí. —contestó Juan.

Las manos de Juan se posaron en su hombro y le transmitieron fuerza para caminar hasta una mesa cerca de la salida, donde llegaba un rayo de luz que se coló por una rendija de la ventana.

—Mejor vámonos. —le susurró Juan.

La mañana en la calle se presentaba alumbrada. El portugués se les acercó.

—Coñuu, de pérdidas sabemos nosotros. A ese borracho le dieron lo que merecía. —sentenció Domingo.

El lusitano los acompañó hasta el auto, regresó y terminó de bajar la reja mientras cantaba. «… Pedro Navaja tú estás peor, no estás en na`».

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS