Cuando jugábamos al fútbol en el parque del barrio los arcos se improvisaban acercando una piedra o un ladrillo a cierta distancia de uno de los tantos arbustos, y de ahí la facilidad con que la pelota saliera proyectada impunemente hacia cualquier parte. A toda carrera la rescatábamos de donde hubiera caído para evadirnos de los ademanes poco amistosos con que la vecina de turno enumeraba las veces que la habíamos importunado, e ignorar hasta donde se pudiera aquella profecía vociferada entre rugidos según la cual daría con la pelota sobre un extraño altar en todo lo alto para ser sacrificada hasta reventar por el iracundo filo de un cuchillo de cocina.

Desde luego nos empeñábamos al máximo en resguardar nuestro redondo tesoro de ese desenlace que alguna vez fue inevitable narrar en las páginas delictivas y nunca escritas de la historia del barrio. Pero había un momento en que la prisa con que corríamos tras la pelota fugada del campo de juego terminaba por convertirse sin causa aparente en una caminata incómoda. Cuando la pelota caía cerca de Agustín, el muchacho de la silla de ruedas.

No hay una respuesta simple para responder por qué de pronto dejábamos de correr al ir por la pelota detenida cerca de su silla. Él parecía tan ausente atrapado en ese asiento perpetuo y mientras tanto nosotros repasábamos una y otra vez el césped que Agustín solo recorría con mirada de resignación. Ese andar lento al recoger el balón debía de ser alguna forma en que éramos frágilmente solidarios con él. Tal vez haciendo de cuenta por un instante que el juego podía esperar para disfrutarse de nuevo, era nuestra manera de decirle que después de todo no se estaba perdiendo gran cosa.

¿Lo habrá entendido así Agustín? Si lo supo nunca nos enteramos, pues la vida además de privarlo de correr por el parque se ensañó con él también apartándolo de la patria del lenguaje. Balbuceos y gritos apagados era lo único cuanto tenía para celebrar un gol o sublevarse ante una jugada desleal.

Lo único evidente para todos nosotros era su gusto por el lado izquierdo de la silla pues hacia aquí quedaba reclinado casi siempre en una postura poco natural, pero más por obra de algún impulso ajeno que lo gobernaba en lugar de obedecer a su propia voluntad. Y allí permanecía indefinidamente solo hasta que unas manos piadosas lo devolvieran a colocarlo recto contra el espaldar. Agustín, una vez más, debía lidiar de tal manera con otro revés de la adversidad. Su propio cuerpo se deshacía en vanos intentos de incorporarse o de siquiera sostener algo entre las manos. Frente a cualquier actividad cotidiana, por más básica que fuera, Agustín debía afrontarla con formidable paciencia o exasperante frustración.

Así transcurrió nuestra infancia. Resultó ser un patio de recreos teniendo uno de los niños la carita pegada por fuera en el cristal. No hubo espacio para más. Salvo que cuando todos nos marchábamos a nuestras casas, la pelota quedaba inmóvil, y el parque yacía silencioso bajo la noche serena, un sueño desbocado hiciera justicia poética por todo aquello no vivido, y en esa dulce ensoñación brotara sudor donde jamás hubo sudor antes que un nuevo día devolviera la estrecha realidad de una silla de ruedas.

Con el paso de los años el barrio empezó a cambiar tal como lo conocíamos. Algunos marcharon a vivir a cientos de kilómetros de aquí. Otros se casaron, se divorciaron, se volvieron a casar y es probable que ahora mismo consulten de nuevo a un buen abogado de familia. Otros más ya son parte de nuestro doloroso recuerdo. Y ahora mismo es una nueva generación de centennials la que inventa nuevos arcos en el parque mientras algún pelotazo infortunado les hace murmurar una profecía conocida, vieja y temible, al acecho para renovar su implacable sentencia.

Todo fue abandonándose entre nosotros para ser sustituido por lo nuevo. Pero un puñado de cosas aún persiste en el barrio sin menoscabo del tiempo. Una de ellas ocurre aquellos días en que desde alguna esquina un trepidar metálico precede el paseo lento y casi soñoliento de Agustín en su silla de ruedas alrededor del parque. Y siempre junto a él, más de cincuenta años después, con la fidelidad propia de una sombra, la misma abnegada mujer que lo conduce empujándolo por detrás, la misma mirada incierta que encontrábamos siendo niños al ir por la pelota.

Debe haber algún lugar en el mundo en que las promesas duran para siempre. Debe haber otro lugar en el mundo en que el amor no declina. Mientras en el primero de ellos brilla un sol de mediodía, al mismo tiempo en el otro habrá de caer la noche, así de distante ha de estar uno del otro. Pero en la caprichosa geografía de este mundo debe haber también algún lugar, uno excepcional, en que la promesa que dura para siempre coincida allí mismo donde el amor no declina.

Si tal lugar existe, seguramente habrá de ser en el corazón de una madre, un corazón como el de Cleria Pedraza, madre de Agustín. Tras recibir el diagnóstico abrumador sobre la condición del mayor de sus hijos, un infierno de preguntas de por medio, se dijo para sí misma: “Contigo, hasta el último de mis días”. Y desde entonces, con amor inaudito, los cotidianos desafíos del cuidado de Agustín no han sido obstáculos suficientes para impedirle que venga cumpliendo día tras día su enternecida promesa.

Mamá Cleria desliza con parsimonia la silla de ruedas de su hijo por el parque y las demás calles de nuestro barrio. No la guía ningún destino preciso. Probablemente tampoco un por qué. No hace falta tenerlo si la cita de Agustín es con el sol, los pájaros, el viento. Lo cubre una cobija de tal modo que queda reconocible a partir del pecho, mientras por encima asoma la cabeza que vaga aquí y allí como la de aquel filósofo al pie de una biblioteca claudicando en un hondo marasmo a causa de todo cuanto hay por saber.

Mamá Cleria deja atrás con seguridad las grietas del camino. Conoce cuál de ellas consigue sobresaltar a Agustín en su silla quien se lo dice imperativo con un escueto gemido. Luego un sonido muy similar en cambio anuncia que el transportado necesita agua, pero mamá Cleria sabe distinguir la protesta de la sed y la sed del tedio. Repasa enseguida las ropas de Agustín, les devuelve el orden que tuvieron al salir de casa, hace otro tanto con la cabeza que se ha inclinado hacia su lugar favorito, y, asiendo los mangos que sobresalen por encima de la silla, emprende de nuevo la breve ruta. Está al tanto de todo salvo por un detalle no menor. A su venerable edad otras mujeres como ella hace mucho que se dejan llevar por alguien.

¿Se habrá hecho tarde hoy para el regreso y descansar? Es probable. Pero quién puede hablarle del tiempo transcurrido a esta mujer que enviudó un lejano día de autos retorcidos en las calles de Lima. Quién es capaz de darle la palmada en el hombro y restregarle la vida que dejó atrás. Quién le enumerará sus cumpleaños velando al pie de una cama desde donde se despeñan las urgencias y un lenguaje hermético. Quién le pondrá delante un espejo para que acierte a responder si todo aquel esfuerzo valió la pena. No. Tal como ocurre hace más de cincuenta años, mañana mamá Cleria también saldrá de nuevo para llevar a Agustín a su cita con el sol, los pájaros, el viento. Y lo hará porque… Lo hará simplemente porque hay ciertas cosas que duran una eternidad.

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Dedicado a la señora Cleria Sara López de Pedraza, conocida cariñosamente como Tota entre sus vecinos del Parque de los Bancarios, tripulante consagrada de una fantástica silla de ruedas y madre entre todas las madres.

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