Los hermanos de los perros

Los hermanos de los perros

Leonardo Mora

02/03/2018

I

Una noche de sábado en que Manuel Iriarte descansaba en casa mientras veía un partido de fútbol europeo por televisión y comía un gran trozo de carne a medio término, aderezada con cebolla, tomate y salsa de chile habanero, Gustavo Garay lo telefoneó para darle un encargo. Este le pidió con voz ronca y campesina que fuera con Gerardo Gonzáles hasta el barrio Las brisas, de mala reputación en la ciudad de Ibagué, en donde vivía una prima suya, una mujer mayor de nombre Gloria. Ella le brindaría información y señas sobre cierto tipo de la zona conocido como “Palocabildo”, ladrón y drogadicto irreparable que había causado estragos tanto en la zona como en la casa de Gloria, donde ella tenía una tienda, para que Manuel y Gerardo se dieran a la tarea de buscarlo de inmediato, encontrarlo y finalmente eliminarlo. Garay se escuchaba realmente enfadado, y al final colgó el teléfono sin despedirse.

Manuel hizo una mueca de desagrado, porque ya eran las ocho de la noche y no tenía planeado salir de casa. Sólo quería relajarse y descansar. Soltó un insulto al aire, entornó la mirada, respiró hondo y se resignó: de cualquier forma debía cumplir órdenes, porque Garay era su jefe y su palabra era ley. Manuel terminó entonces de comer su carne, la cual acompañaba con una cerveza Águila. Luego encendió un cigarrillo sin filtro marca Pielroja y lo fumó mientras terminaba la cerveza. Finalmente se levantó de la pequeña y vieja mesa de madera situado en la cocina y se dispuso a tomar una ducha rápida antes de salir, para quitarse el calor que durante todo el día había sido insoportable. “Siempre tengo calor, vida hijueputa, qué fastidio”, se dijo Manuel. La inclemencia del clima caluroso era un asunto que lo descomponía bastante y le agriaba más el carácter. Constantemente pensaba en mudarse a una ciudad de clima frío, pero nunca terminaba de decidirse. De cualquier forma su vida y su trabajo eran asuntos muy ligados a la ciudad.

Antes de entrar al baño, Manuel llamó a John Gutiérrez, un taxista asignado para estos trances, para que pasara por él y luego salieran a buscar a Gerardo. Luego avisó a este último y le pidió que estuviera listo cuando lo recogieran. Arregló también el desorden del comedor, y recogió y lavó la vieja y ennegrecida sartén en que habitualmente cocía sus alimentos y los comía. Finalmente entró al bañó, se dio una ducha, y al salir se dirigió a su habitación y empezó a vestirse: jean negro, camiseta verde militar y botas de cuero tipo campaña. Luego colgó su toalla en una cuerda del pequeño patio, y recogió algunas prendas sucias y las arrojó en una canasta roja sobre el lavadero. Finalmente fue al refrigerador por otra cerveza, se tumbó en un sillón afelpado y viejo en la sala y encendió un cigarrillo. Manuel vivía solo, en los suburbios de la ciudad, de manera que no había protestas por el humo y las cenizas que inundaban el lugar.

Un rumor nocturno se colaba entre las ventanas y atravesaba unas viejas cortinas empolvadas y amarillas que las cubrían. A la distancia, en la calle, se escuchaban lejanos sonidos de autos, perros callejeros, risas juveniles, maldiciones de borrachos, y el bajo retumbante de música reggaetón que hacía vibrar las ventanas y los techos de zinc que predominaban en las casas del barrio.

Manuel terminaba de fumar su cigarrillo, cuando escuchó llegar el taxi de John. Se levantó del sillón y abrió la puerta de la sala. Los hombres se saludaron con un apretón de manos, risas y algunos insultos de camaradería. Luego lamentaron la orden de Garay, porque se suponía que para esa noche de sábado no había trabajo, casi todos los del grupo descansaban, pero al final se resignaron y de inmediato emprendieron la marcha en el taxi.

Recorrieron unos diez kilómetros por una avenida importante en las afueras de la ciudad, en la que se apostaban a lado y lado algunas fábricas de gaseosas, trilladoras de café, bodegas de alimentos y almacenes de tractores e insumos agrícolas. Un fuerte aroma de café se sentía en el ambiente. Manuel y John lo percibieron y uno de los dos comentó algo al respecto. En un tramo del trayecto viraron a la izquierda, en la glorieta de Mirolindo, bajaron dos kilómetros más y se internaron en un conjunto residencial. Algunos metros más adelante, cuando el estatus de la zona disminuía y empezaba otra de tipo más popular y modesta, llegaron a la casa de Gerardo: este miraba el mismo partido de fútbol europeo, sentado en una silla mecedora en la verja techada de su casa, mientras tomaba cerveza y molestaba a su mascota, un perro de la calle que había adoptado varios años atrás, de nombre Rambo. Manuel bajó del auto, miró al interior de la verja y mientras abría el portón, insultó a Gerardo, pues este aún no estaba listo: llevaba ropa de casa y sandalias. Mientras Gerardo entraba a la casa, se cambiaba de ropa y se calzaba, con cierta lentitud debido a su obesidad, Manuel se entretuvo en la verja jugando con Rambo. Finalmente los dos hombres salieron de la vivienda, subieron al auto, y John arrancó rápidamente para dirigirse al peligroso barrio. El tiempo corría aprisa.

Después de casi veinte minutos de recorrido por la carretera variante, la cual rodeaba externamente la ciudad y era utilizada por los viajeros y los autos de carga para evitar entrar al casco urbano de Ibagué y seguir en dirección a otras ciudades, como Bogotá o Cali, los tres hombres llegaron a la zona indicada, el barrio Las brisas. El camino antes asfaltado ahora se convertía en una senda maltrecha y polvorosa. John disminuyó la velocidad para no estropear la suspensión del taxi. Este adelantó un par de cuadras y viró a la derecha en una esquina en la cual se apilaban incontables bolsas de basura. Algunos perros flacos, sin raza, escarbaban y peleaban por las sobras, haciendo un escándalo enorme. Finalmente el carro parqueó frente a la casa de Gloria. Manuel y Gerardo bajaron. John encendió la radio mientras esperaba.

La casa tenía una sola planta. La fachada estaba sin pintar. El garaje había sido acondicionado para instalar una modesta tienda. Al fondo se veía a Gloria, bajo una endeble luz blanca halógena, con una blusa negra y una falda roja, atendiendo a un anciano con ojos vidriosos y semblante idiota. La prima de Garay contaba con casi 60 años pero se conservaba muy bien. Era baja, morena, gruesa, de rostro afable. Cuando se enteró de la llegada de los visitantes por orden de Garay, se alegró, los invitó a sentarse en una mesa de frío aluminio al lado derecho de un refrigerador de la tienda, y llamó a su hija, una joven llamada Bibiana, les ofreciera un par de cervezas.

Gloria de inmediato entró en materia y empezó a comentar a Manuel y a Gerardo, en voz baja, algunos pormenores de los robos cometidos en el barrio por Palocabildo, inclusive en su misma tienda. “Estoy harta de que ese hijueputa mariguanero me robe y a los vecinos. Debería llevárselo el camión del ejército para que los milicos lo pongan a marchar. Esa gente sí no se pone con guevonadas”. Manuel escuchaba atentamente a la mujer, mirando sus pequeños ojos muy abiertos por la indignación, y los ademanes bruscos que dibujaban en el aire sus manos cortas y regordetas. A menudo y disimuladamente, Manuel también se fijaba furtivamente en el cuerpo y el rostro de Bibiana, quien luego de llevar las cervezas a la mesa, se ubicó detrás del mostrador de la tienda y pasó a simular que ordenaba algunos productos en los estantes de la tienda. Gloria empezó a describir detalladamente a los visitantes el aspecto de Palocabildo. Manuel pensó que sería difícil encontrarlo porque todos los drogadictos y ladrones de barrios pobres para él tenían exactamente la misma fisonomía: morena, angulosa, de rostros secos y ajados, con ese andar disfuncional que pretende ser amenazante. Gloria también les informó sobre los lugares del barrio en que se le veía constantemente al ladrón, y finalmente les agradeció su ayuda para corregirlo. “Corregirlo”, pensó Manuel divertido, “ya va a ver ese hijueputa cómo lo corregimos”. Gloria se despidió de ellos enviando muchos saludos a “Gustavito”, les deseó mucha suerte y los invitó a que volvieran próximamente, quizás para las fiestas navideñas que estaban próximas. Manuel quiso despedirse de Bibiana pero esta se había perdido de vista al fondo de la casa.

Manuel y Gerardo se marcharon de la tienda caminando. La consigna en estos casos era que John les siguiera en el taxi disimuladamente, a distancia. Los dos hombres observaban con atención los alrededores del barrio. Bajo la mala iluminación de la calles se alcanzaban a ver algunas mujeres de aspecto descuidado, casi todas morenas o negras, que llevaban a sus niños de la mano o en brazos. También se veían algunas ancianas llevando bolsas con verduras y panes, y a algunos muchachos desaliñados fumando marihuana en las esquinas. Varias de las casas del sector tenían la puerta abierta: desde afuera podían verse a algunas personas viendo televisión y acostados en camas roídas, situadas en las mismas salas, junto a las entradas de la casas. Manuel pensó en la inexistencia de alcobas privadas en esos lamentables tugurios, denotando una dura y expresa practicidad ante la falta de espacio. Las calles del lugar estaban casi todas destapadas y en ciertos trechos la luz de los postes eléctricos era nula o destellaba en fogonazos. Mientras Gerardo caminaba pesadamente y chocaba con algunas piedras –caminaba torpe, como un oso extraviado- lanzó un comentario sobre la hija de doña Gloria: Manuel le respondió que, en efecto, Bibiana estaba muy linda y que un día de estos trataría de contactarla.

-Si es que el hijueputa de Garay no se emputa y me coge a bala por querer culiarme a la pelada- añadió Manuel irónico. Ambos hombres rieron.

Después de dar algunas vueltas más por el sector, en la esquina de una calle empezó a recortarse entre las sombras la figura de un travesti. Este llevaba una blusa roja que no alcanzaba a cubrir su incipiente panza, unos shorts de jean muy cortos, deshilachados, y una mata de cabello negro con mechones cobrizos, recogido en un bulto atrás. Manuel la detuvo y le preguntó, amortiguando la voz, si conocía a un tipo al que apodaban Palocabildo. El travesti, con simpatía y desenvoltura le respondió que sí, en efecto era conocido por todo el barrio y que hacía pocos instantes lo había visto jugando microfútbol a un par de cuadras de distancia, junto a la escuela del barrio. Manuel le agradeció por la información –la cual confirmaba uno de los lugares que le había dicho Gloria-, se despidió y finalmente se encaminó con Gerardo hasta el lugar señalado. El taxi de John seguía lentamente a los hombres, a dos cuadras de distancia.

Una decena de muchachos y niños desaliñados estaban insultándose, bromeando y fumando en una esquina de la cancha. Habían terminado recientemente de jugar fútbol. Manuel le susurró a Gerardo “bueno parce, póngase pilas”, y cruzaron sobre la áspera cancha de cemento mal iluminada en dirección al grupo. Cuando llegaron, saludaron a los muchachos. Sólo un par de jóvenes respondieron; los demás estaban entretenidos o no les importó. Manuel les preguntó por la ubicación de la iglesia más próxima. Un muchacho muy delgado, con una gorra sucia y tenis estropeados les indicó a los dos hombres el lugar. En ese preciso instante, uno de los muchachos del grupo se levantó del suelo y preguntó a sus compañeros quién tenía un cigarrillo. Otro muchacho muy joven, casi un niño, el cual estaba sentado sobre el balón, respondió que Palocabildo tenía cigarrillos. Manuel y Gerardo instintivamente clavaron la vista en el señalado: era un muchacho muy delgado con la piel apergaminada de cobre envejecido, tenis viejos, una gorra roja y con un cigarrillo sobre la oreja derecha. Este respondió al que pedía el cigarrillo, con un tono que mezclaba agresividad y confianza, que no le quedaba sino uno, y que necesitaba “el cuero” –el papel que envolvía el tabaco- para armarse un baretico más tarde.

Manuel se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó su cajetilla de cigarros y le ofreció uno a quien lo solicitaba. Este agradeció secamente, mientras giraba la cabeza y decía a Palocabildo “vea hijueputa ya me dieron uno, métase el suyo por el culo”. Manuel, sin ganas de dar más vueltas al asunto, tomó entonces la palabra:

-Ah, ¿usted es Palocabildo? Ah bien parce, precisamente lo necesitábamos.

Uno de los muchachos del grupo alcanzó a bromear -“es que este man es refamoso, es el Messi del barrio”- antes de que se generara cierta extrañeza en algunos de los presentes por el tono irónico de Manuel. Al instante el grupo empezó a disgregarse lentamente, con excusas diversas. Sin más preámbulos Manuel sacó rápidamente su arma, apuntó a la cabeza de Palocabildo y le dijo “espere papito que con usted necesitamos hablar una cosa, no se me vaya todavía”. El resto de muchachos echó a correr como endemoniados. Gerardo agarró al esquelético joven de la camiseta, luego por el cuello, y este se sintió desfallecer. Su rostro se tornó lívido y empezó a hablar entrecortado:

-Pero espere hermano, yo no he hecho nada, todo bien, vea que yo no he hecho nada, yo estoy sano, déjeme sano a lo bien.

Manuel lo miró con sorna y respondió:

-Cállese malparido. No haga ninguna güevonada que vamos a ir a dar un paseo allí cerquita y hablar unas cosas. Fresco, no nos demoramos.

Los tres hombres empezaron a andar hasta la calle más próxima, donde ya estaba esperando el taxi de John. Palocabildo era llevado bruscamente por Gerardo, como un bulto de papas a punto de desgarrarse.

-Pero es que a lo bien yo no he hecho nada, yo no he hecho nada, déjenme ir- decía Palocabildo, muy asustado.

-¿Sí ve Gerardo? Así son todos estos hijueputas, igualitos, siempre dicen que nunca han hecho nada- dijo Manuel, sonriente.

John abrió rápidamente la puerta trasera derecha del auto desde adentro: entró Manuel primero, luego Palocabildo, introducido con un empujón violento por parte de Gerardo, y luego este, quien finalmente cerró con fuerza. John pisó el acelerador hasta el fondo y los hombres se esfumaron velozmente del lugar.

Gerardo sujetaba a Palocabildo doblado en la silla trasera, sosteniéndolo del cuello, para esconderlo. Por un segundo sintió el acre olor axilar del ladrón e hizo un gesto de asco. Luego de un rato de trayecto, John tomó la carretera variante para salir del casco urbano. Palocabildo seguía gimiendo y protestando, hasta que Manuel le gritó que se callara y le dio un violento golpe en la espalda con la empuñadura de su arma. Palocabildo empezó a toser y a escupir. Después de avanzar unos kilómetros más por una carretera en la que sólo se hallaba una sucesión de postes a lado y lado alumbrando el asfalto y algunas tractomulas y otros vehículos de carga pesada que avanzaban lentamente, John giró el taxi a la derecha en un sendero destapado, se adentró unos metros y finalmente se detuvo al borde de un pequeño barranco, sin apagar el auto.

Manuel bajó primero. Luego Gerardo empujó a Palocabildo hasta sacarlo del auto. John no bajó: mantuvo las manos en el volante y vigilaba la situación atentamente. Los tres hombres se alejaron un trecho, hasta llegar cerca de un árbol de guayaba.

-Bueno perro hijueputa, ¿entonces usted es el ladrón de mierda que tenía azotado el barrio no?- le gritó Manuel a Palocabildo, mientras este era sostenido con fuerza por Gerardo.

-¡No! ¡Yo no he hecho nada, yo no he robado a nadie, ustedes me confunden! ¡No me vayan a matar, no me maten!- decía el ladrón gimiendo, y de repente vomitó un líquido verde y caliente. Gerardo hizo un mohín de asco, insultó al ladrón y lo apartó rápidamente, sin soltarlo.

-Puerco malparido- dijo Manuel-. Usted es una puta rata que no le importa a nadie. Se acabó la güevonada, parcero. Por rata, quién lo manda.

Manuel sacó su arma y descargó cuatro balazos al ladrón: tres en el pecho y uno en la cabeza. Palocabildo cayó pesadamente de bruces al suelo, convulsionó unos segundos entre el polvo y finalmente dejó de moverse. Mientras Gerardo arrastraba al cadáver hasta el borde del barranco y lo echaba a rodar abajo, Manuel se dirigió al taxi, le pidió una linterna a John, regresó al lugar de la ejecución, buscó los casquillos de las balas, los encontró y se los llevó al bolsillo.

-¿Se alcanzó a ensuciar con el vómito, parce?- preguntó Manuel a su compañero.

-No, menos mal que no. Loco hijueputa– respondió Gerardo.

-Listo parcero, vámonos, acabamos- dijo Manuel.

Los dos hombres subieron de nuevo al auto. John dio reversa, dijo “breve la vuelta”, y sin esperar respuesta condujo hacia a la avenida y emprendió el regreso a la ciudad.

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SINOPSIS

Los hechos que componen esta novela corta se desarrollan en una ciudad mediana en el centro de Colombia. Su protagonista es Manuel Iriarte, un sicario que trabaja para un hombre cruel y adinerado llamado Gustavo Garay.

La narración de sus circunstancias cotidianas y sus encuentros con otros personajes, permite hacer una interesante aproximación sicológica que da luz acerca de sus móviles, sus valores y sus expectativas; elementos que, en suma, nos ofrecen una mayor complejidad y matices que la simple etiqueta de asesino a sangre fría y desalmado.

El lector podrá encontrar que, si bien Manuel sufre y desata una serie de eventos graves y peligrosos, como la venganza hacia una mujer que traicionó a uno de sus compañeros de crimen, o un creciente odio a su despótico jefe, ningún suceso deja de generar importantes transformaciones en su conciencia y en su manera de concebir la vida.


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