Atrapado en el blues

Atrapado en el blues

                                                                                                     Te gusta el jazz muy lento si estás                                                                                                            solo                                                                                                                                                         y arde dentro de ti su negro fuego.                                                                                                    Joan Margarit.

Camina por la alameda procurando no llamar la atención de la gente que a esas horas suele llenar las terrazas. Todas las tardes hace el mismo recorrido hasta el club de jazz donde cada noche, desde hace meses, asombra a un público que abarrota el local. Mientras camina, sus recuerdos vuelven una y otra vez dos años atrás.

Su mujer acaba de morir. Tenía apenas veinte años y estaba embarazada. Cuando llega al hospital, hace unos minutos que las dos personas más importantes de su vida le han dejado para siempre. Una de ellas antes de nacer. Sale de allí sin esperar a su familia ni a la de su esposa.

Su nombre es Roberto. Se gana la vida tocando la guitarra.

Estaban en Almonte, de gira con una banda que acompañaba en los directos a uno de esos jóvenes que tienen éxito un verano y luego desaparecen. Justo antes de salir al escenario, Virginia le llamó desde el hotel para decirle que no se encontraba muy bien, pero que no se preocupara.

―Esto de los embarazos es un coñazo ―bromeó―. Ya verás cómo cuando vuelvas estoy mucho mejor. Un beso y mucha mierda esta noche ―fueron las últimas palabras que le dirigió.

Salió del hospital sintiendo la necesidad de marcharse de allí a toda prisa. No se veía capaz de enfrentarse al dolor delante de familiares y amigos. Quería hundirse en él a solas.

Condujo sin dirección en medio de la noche, con la única idea de alejarse lo más posible. Las carreteras secundarias que atraviesan las marismas del Guadalquivir lo llevaron hasta la barcaza que lo cruza a la altura de Coria del Río. A esas horas el transbordador no funcionaba, así que aparcó junto a unos árboles, bajó del coche y se sentó por allí a esperar que amaneciera. Sería alrededor de medianoche. Cogió su guitarra e intentó tocar una canción que había compuesto para Virginia, pero las lágrimas rompieron por fin a brotar, haciendo que sus dedos temblaran sobre las cuerdas. De repente, un hombre grande, de tez oscura, apareció frente a él. Cogió la guitarra y empezó a tocar su música como si la conociese desde siempre. Lo hacía de una forma fascinante, distinta de todo lo que él había escuchado. Cuando terminó la canción le devolvió la guitarra y desapareció en la oscuridad.

Despertó con el ruido del motor de la barcaza, que volvía a su tarea. Cruzó al otro lado y llegó hasta Sevilla, donde estuvo más de un año perdido entre sus gentes, aprendiendo de sus músicas y practicando en soledad.

Su nombre es Roberto. Se gana la vida tocando la guitarra. Ha vuelto, pero ahora son los otros los que lo buscan para tocar con él.

―Nunca se había oído nada igual. La técnica es única, inigualable ―le piropean los críticos―. Su guitarra te hace sentir el latido de las marismas, el auténtico blues del Guadalquivir ―sentencian los entendidos.

Ha hecho algunas grabaciones con un productor que parece interesado en que su música trascienda. Por lo demás, su carácter lo mantiene al margen de la vida social de los otros músicos. No le preocupa hacer amigos o caerle mejor o peor al público, solo le interesa poder tocar el tiempo que le queda.

Todas las mañanas, temprano, alguien llama a su puerta. Sabe que es Satán, recordándole que pronto será hora de partir.

En memoria de Robert Johnson.

 Robert Johnson – Me and the Devil                                                                                                        King of the Delta Blues Singers – Columbia Records

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