El perro del barrio

El perro del barrio

Juan Ganchito

28/02/2018

Voy a contar la historia de un perro que también es la historia de un barrio, porque hubo una época en que era imposible imaginar a uno sin el otro.

Situémonos en la patagonia argentina, más específicamente en la ciudad de Neuquén, ciudad en donde confluyen el río Neuquén y el Limay, la estepa y las chacras, el desierto petrolero y los valles de peras y manzanas.

Yo vivía en el Barrio de Santa Genoveva, un tranquilo collage irregular de casas de clase media-alta erigido sobre la ladera de la meseta que se armó en gran parte por la inmigración petrolera a la provincia.

La primera vez que lo vi entraba en la palma de mi mano, se le notaban los huesos y tenía la panza hinchada por el hambre y los parásitos. Había salido de un basural tomando la teta de una perra callejera que no parecía su madre, pero que tampoco le negaba el alimento. -Si nadie lo adopta ese perrito se va a morir -me dijo un compañero de trabajo.

En ese entonces yo vivía solo, y la perspectiva de un perro compañero me parecía buena, por lo cual fue la oportunidad perfecta para adoptarlo. Lo llevé al veterinario y me dijo que no lo deje en la calle hasta que lo vacune, dentro de 2 semanas. Desde luego que no le hice caso, si el perrito había llegado hasta acá no se iba a morir por no darle una vacuna. Así que lo dejaba en la vereda donde los niños lo acariciaban y jugaban con él.

Buscarle nombre no revistió ninguna dificultad, yo ya tenía uno para él desde antes de conocerlo, o tal vez él ya tenía nombre desde antes de nacer porque le encajó a la perfección.

Buda, o «el Buda» o Budita fue chiquito mucho tiempo, tal vez por su condición desnutrida. Pero sus patas grandes presagiaban que en algún momento crecería, y así fue, aunque nunca engordó. Orejón, flaco y alto, negro como la noche. Mezcla de ovejero aleman con doberman y dios sabe que.

Errante a veces, feliz siempre y cariñoso con quienes quiere, a primera vista podía producir miedo, sobre todo si uno pasaba en moto o en auto y era víctima de sus ladridos guardianes. Pero sus ojos eran el reflejo de su alma, y en un color miel calmo como el agua reflejaban una actitud compasiva y amistosa.

Su esbelta silueta podía sorprender al caminante nocturno en algún callejón o la esquina de alguna plaza, siempre en movimiento, caminando como en puntillas de pié, realizando algún mandado que solo su conciencia perruna conocía.

Jamás una queja, un remordimiento, él fue simplemente feliz y bueno y con eso le bastaba. Si dormía, dormía, y lo hacía profundamente. Pero si en medio del sueño lo despertaba la posibilidad de una aventura él ya estaba preparado y dispuesto.

Epicentro del barrio Santa Genoveva son las calles Alderete y Amancay, y ahí justamente estaba la base de mi trabajo. Allí durante 10 años cargaba una camioneta con herramientas a la mañana,marchaba hacia las zonas petroleras y volvía a la tarde para descargarla. Mientras tanto, el Buda hacía de las suyas por el barrio.

Acompañaba a los vecinos a hacer trámites, los esperaba afuera respetuosamente hasta que salían y luego los acompañaba devuelta hasta sus casas. Dormía largas siestas en los sillones de las casas del barrio. Era convidado con comidas de distinta índole por los vecinos que ya conocían sus gustos: algunos le cocinaban huesos, otros le abrían latas de atún, del mercado de la esquina le daban recortes de carne, y una vecina descubrió su preferido: vainillas.

También a veces tenía altercados con otros perros o era atropellado por autos, pero él parecía tener un dios aparte, porque a pesar de las heridas siempre quedaba ileso. Recuerdo las idas de urgencia a la veterinaria con el perro tan lastimado y ensangrentado que no se podía ni siquiera parar, pero apenas empezaba a recuperarse volvía a tener la energía de siempre y salía rengueando con entusiasmo.

Llegar de vuelta del trabajo era ver a Buda sentado en la puerta de la oficina o recostado en la entrada al garage. En cuanto él veía la camioneta de la empresa comenzaba a ladrar a los coches y motos que pasaban para hacer su trabajo de perro. Luego nos saludaba frotando la cabeza entre las piernas y pasando entre ellas como un gato.

En una época viajé a centroamérica a vivir durante un año. El perro estaba tan afianzado al barrio que quedó al cuidado de una vecina y de todos los vecinos en general que ya lo habían adoptado como propio. Cuando volví lo vi haciendo lo que siempre hacía y me saludó como si sólo hubiese salido a hacer un trámite, así era él.

Un tiempo después fui a vivir a la cordillera 450 km al oeste de Neuquén y me llevé al perro, pero los vecinos iban a visitarlo incluso hasta ahí. De todas formas el destino quiso que el Buda vuelva al barrio que lo vio crecer y allí estuvo hasta sus últimos días.

Ser viejo no es algo que cuadrara con su espíritu, y así fue que cuando le empezó a resultar difícil moverse y ver y oír y digerir el proceso duró apenas unos meses. No era un animal hecho para sufrir.

Un 2 de Octubre del 2016, día del ángel guardián, partió para una nueva aventura a la que no podíamos acompañarlo, seguramente a alegrar otro barrio y otros vecinos pero dejando un vacío en quienes lo queríamos.

“El Buda” se ganaba el corazón de las personas por mérito propio, no conocía el concepto de “un dueño”, sino de personas que quiere y que lo quieren. Y el día que se fue el barrio ya no volvió a ser el mismo.

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