Empecé a vivir con ellos cuando tenía 15 años. Nos mudábamos de la ciudad a una isla, lo que no me era muy agradable, pero con tanto lío que teníamos en casa no había más opciones. Nos fuimos primero mi hermanita de 13 y yo, ambas viajamos solas en avión por primera vez. Ya nos esperaban en el aeropuerto para llevarnos a casa. Nos vimos como si nada estuviera pasando, la saludamos con cariño y respeto, pero sin apego.
El recorrido fue caluroso, se me hizo eterno. La casa quedaba al otro extremo del pueblo, en mi mente lo describía árido y desértico. Me tocó bajarme a abrir el portón, salieron todos los perros de la casa que ladraban sin parar. Atravesamos el camino de tierra para llegar al garaje. Ya se vislumbraba la enorme casa desde allí, a pesar de los árboles y matorrales. Ella abrió la puerta y al pasar vimos una increíble sala a un lado y al frente un comedor que me trajo recuerdos de mi niñez. Mi foto estaba colgada en el pasillo, junto al resto de las fotos familiares, al final estaba su habitación. La de nosotras estaba a la entrada de ese pasillo, era amplia y la luz entraba por el ventanal, se vía bastante rosa, con cortinas blancas y un ventilador en el techo que chirriaba un poco, era fresco en comparación con el resto de la casa.
Ella nos pidió que nos acomodáramos y que dejáramos todo bien ordenado. Nos apuró un poco, pues la comida estaba lista y la iba a servir para todos. Ya nos había preparado varios platos; se destacaba en la cocina, así que lo que quisiéramos comer estaría delicioso. Teníamos postre para el final, un pequeño ponqué recién salido del horno. Yo lo comí caliente, su textura y olor eran perfectos, toda la casa estaba impregnada de ese aroma a vainilla con mantequilla. Al terminar, le ayudamos a levantar la mesa y a dejar la cocina lo más limpia posible. No porque ella lo exigiera, es más bien para agradecerle tan deliciosa comida.
Esa tarde no hablamos mucho, ella trató de hacernos sentir en casa, iba de allá para acá con un vestido rosa viejo y su delantal estampado. Tenía unos encargos de tortas para vender, así que nos dispusimos a ver televisión y a reconocer los recovecos de la casa.
En la noche llegó el otro integrante de la familia, el abuelo. Nos saludó como si fuéramos las mismas niñas de siempre y me preguntó directamente cómo me sentía. Había traído pan de leche, de su panadería favorita, trajo uno especialmente para nosotras, y preparó el respectivo café que lo acompañaba. Esa noche cenamos juntos y él habló un poco más que nosotras.
Así pasaron los días y empezamos a adaptarnos a la nueva vida con ellos. Despertábamos y ya el desayuno estaba listo, unas hermosas y calientes arepas de budare y horno, con queso, jamón, mantequilla y si querías huevo, lo preparaba a tu gusto. Por supuesto, café con leche sin falta. Él salía a eso de las 10 de la mañana, y quedábamos con ella ayudándola en lo que fuera. Pasaron los meses, y nos consentía con lo que le pidiéramos. En febrero llegó el nuevo integrante de la familia, mi pequeño hijo. Él se convirtió en su bisnieto consentido y malcriado. Ella lo amaba como solo una bisabuela sabe hacerlo. A medida que pasó el tiempo, aprendimos de su cocina, le ayudábamos un poco más y ella y yo nos hicimos cercanas. Aprendí tan bien el oficio de la repostería que comencé a trabajar con ella. Me decía que el negocio iba bien, y mientras preparábamos los dulces, las cremas, las galletas de mantequilla, que son mis favoritas y siempre hacía un poco más para mí y de chocolate para mi abuelo, me contaba historias de la familia. Conozco más de mis antepasados que mis hermanas, ellas dicen que soy investigadora familiar. Y, un día, ella era mi mejor amiga.
No sólo cocinaba tortas y postres, era famosa por el maravilloso pasticho de berenjena con pollo, la salsa de tomate casera, que era un proceso de medio día para prepararla, y muchos más. Cada quien en la familia tenía una preferencia, yo lo amaba todo, pero su cazón desmenuzado con arroz blanco y tajadas era lo máximo. Le agradezco me enseñara la receta. Mi tío Alberto siempre le pedía caraotas, mi papá el roast beef, mi prima Angélica el hígado, mi hermana Fabiana el pollo, mi hermana Geraldine pastas con salsa y sopa de pollo, y mi abuelo los canelones rellenos de diablito y queso blanco. Su guiso de hallacas cautivaba a sus hermanos y cuñados, pero yo adoraba verla hacer el guiso, cantaba y bailaba a ratos mientras iba de acá para allá. Muchas de esas recetas increíbles las transcribimos juntas a un libro verde muy grande y pesado, que cuidamos como tesoro, tenía hasta forro para protegerlo de cualquier accidente en la cocina. Sin haberlo pensado, aprendí muchas de sus recetas y algunas las combiné con las de mi mamá.
Me volví adulta y seguía en su gran casa, aunque yo tenía la mía, siempre terminaba quedándome con ellos, la casa de todos, la casa que habían construido con amor y mucho sacrificio. Y nació mi pequeña hija, la avispita, como la llamó mi abuelo. Y ahora amaban a mis dos hijos, como solo ellos lo pudieron hacer. Allí aprendieron a montar bicicleta y a jugar a las escondidas en aquella casa, cada espacio y rincón tiene una historia y un porqué.
Siguieron pasando los años, yo me gradué y comencé a trabajar mucho, ya no con ella en la repostería, pero ella seguía cuidando de mí y de mis niños. Los niños crecieron y ella siguió cuidándolos, y a mí. Las arepas redonditas, y lo que quisiéramos o pudiéramos comer. A veces mi abuelo y yo coincidíamos en un centro comercial a la hora en que él comía y compartíamos junto un almuerzo casual, las conversaciones burlonas no se me olvidarán nunca. Él tenía un humor bastante particular. Pero también me hablaba de sus proyectos no cumplidos y de sus historias como capitán. Un día dibujó en una servilleta un pequeño barquito en una playa. Lo conservo en mi cartera como tesoro. Él quería ser arquitecto, pero las cosas tomaron otro rumbo. Sin embargo, hizo un gran trabajo.
El tiempo pasó, y la situación económica mermó, ellos se volvieron frágiles, su salud ya no era la misma, estaban cansados pero su amor estaba intacto, su dedicación se volvió la mía. Yo cuidaba de ellos, los atendía y trataba de que la casa estuviera como a ella le gustaba. Él estaba agotado, pero su fortaleza y empeño de cuidarnos era muy fuerte. En las noches, él escuchaba música en su estudio, a veces nos llamaba cuando le parecía majestuoso o terrible, y allí la conversación se extendía hasta que recordaba que los perritos tenían que comer y él que dormir luego.
Ella ya estaba muy adolorida, los años no pasaron en vano, así que era mi tiempo de consentirla. No le gustaba mucho que la bañara, pero sí que lavara su cabello y la perfumara. Quedaba como una reina. A veces mi hija le hacía peinados y ella se veía al espejo frente a su cama. Todas las noches disfrutaba de una conversación larga con ellos en su habitación, me sentaba en el mecedor o en la sillita anaranjada junto a la cama. Les contaba mi día en el colegio. Por supuesto que mi comida estaba lista esperando por mí, ella me la guardaba del almuerzo.
Un día me tocó decirles que debía irme, ella no estaba feliz con esa noticia, pero nunca me lo dijo, solo me ayudó a guardar lo que me llevaría. Él si entendió un poco más mis razones. Un martes por la mañana, muy temprano se levantaron como si nada, me despidieron con mi respectivo beso y la bendición. Yo no lloré, pero sabía que no los vería más. Tres años después, el año pasado, ella un 15 de octubre y él un 24 de noviembre, partieron a su encuentro con Dios.
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