Capítulo I:

La sencilla aurora se ruborizó incomprensiblemente. Tomó una tonalidad que no encajaba. ¿Quién iba a imaginarse que entre todos los monumentos, museos, parques, bares, centros comerciales, y otros muchos lugares de interés ciudadano; iba a acabar volcándose en las peripecias de un extranjero que vivía en un vulgar ático?.

La presencia humana, que han convertido en protagonista, era originaria de los Países Bajos, en concreto de Holanda. Se suponía, se decía que había llegado a España huyendo de la superpoblación que asolaba a su tierra. Aunque era una buena teoría, posteriormente se descubrió su falsedad.

Su patria se estaba quedando pequeña. Era incapaz de acoger y sacar adelante al gran número de plantas, animales y personas que convivían dentro de sus fronteras. Si se hubiera instalado en el lugar en el que vino al mundo, habría tenido que compartir hasta el cepillo de dientes, porque no había suficiente espacio en el cuarto de baño para tener uno por persona. Tal vez le habrían confundido con un refugiado, a pesar de pertenecer a una de las familias más antiguas, a pesar de ser un tipo dotado con un perfil inevitablemente autóctono.

Aunque a simple vista puede parecer que el emigrante había huido de su país Bajo, debemos repeler esa primera impresión. Él nos visitó para dar el pésame a un amigo al que conoció en un programa de intercambio. Según se pudo saber, un furgón había atropellado al vecino del tercero izquierda.

Al concluir el acto, el sepelio, el entierro y el funeral, no pudo regresar a su patria por falta de fondos. Mientras asistía pesaroso a la liturgia, le fueron sustraídos todos sus objetos personales, y su dinero, tanto el que había cambiado a pesetas, como el que mantenía en su forma originaria, es decir, en florines. Incluso se apropiaron de una imagen de los canales de su Amsterdam del alma.

Reclamó a la familia, a la comunidad de propietarios, a la asociación de vecinos, a la portera, pero no logró recuperar la liquidez, no consiguió recaudar ni veinte duros. Por eso, no le quedó otro remedio que fijar su residencia entre nosotros, aunque fuera de modo provisional.

Afortunadamente fue acogido por su viejo amigo, mientras encontraba otra cosa mejor, mientras localizaba un lugar en el que habitar. Le invitó a quedarse en su casa todo el tiempo que quisiera, hasta que encontrara un apartamento. No le trataría como a un vagabundo al que se da asilo, sino como a un hermano.

Sin embargo, a los pocos días, el holandés rehuso la invitación con mucha cortesía. No le apetecía lo más mínimo compartir la habitación con el pesado del abuelo, con su orinal, y con sus estruendosas gárgaras a las tantas de la mañana. Prefería dormir solo, aunque para ello tuviera que trasladarse a una caja de cerillas. Se sentía mucho más cómodo, más feliz y realizado en una adusta buhardilla, en un sótano o en un desván minúsculo y refrigerado, que en una gran casona repleta de familia, de ambiente hogareño al que él no se podía incorporar, del que no podía disfrutar.

A pesar de la confianza con la que había sido tratado en esa casa, Hans no se atrevió a confesar la verdadera razón de su renuncia, de su partida y abandono del calor de esa vivienda. La versión oficial dada por el propio chaval no se sostenía, carecía de base, pero aún así, la solidaria familia la dio por buena, sin sospechar ni por un solo instante, el verdadero motivo de su rechazo.

Las innumerables dificultades con las que se fue encontrando en la búsqueda del piso ideal, le hicieron dudar si la decisión que había tomado, había sido acertada. Jamás hubiera creído que resultase tan complicado hallar cuatro paredes y un techo en los que establecerse.

Probablemente se le pasó por la cabeza la idea de un precipitado regreso, cuando se vio en la calle, sin dinero, y sin nada que llevarse a la boca. Pero enseguida rectificó. No le hacía demasiada gracia retornar a su país con el rabo entre las piernas, dando a entender que no podía vivir solo, sin el amparo de su mamá. Debía demostrar que él era una persona responsable y capacitada para desenvolverse sin la ayuda de nadie. Su orgullo habría sufrido un terrible revés, su vuelta a su Holanda natal habría acabado con su dignidad de adulto, y con él respeto de sus padres y hermanos.

Además, debía tener en cuenta el perjuicio que ocasionaría a la maltrecha señora que le había parido. La pobre mujer no daba abasto. Todos ellos le preocupaban, le daban problemas, ninguno de ellos se salvaba. La atareada señora no tenía tiempo para nada, ni siquiera para tener vida propia. Las veinticuatro horas del día las dedicaba a sus desagradecidos vástagos, a asegurar su bienestar.

Hans era el tercero de seis hermanos. Aunque había sido el primero en dejar su patria, para ejercer como emigrante en un lugar extraño, no fue el pionero en independizarse. Ese relativo honor le correspondió a su hermana mayor.

Helga era la primogénita de la hiperactiva mujer, y de un señor al que nunca se veía por el hogar familiar. Como toda persona procede de la unión de dos seres de sexos opuestos y complementarios, se supone que aquellos hermanos tenían, o habían tenido un padre. Aunque jamás le hubieran visto, ni hubiera mandado ningún regalo en los sucesivos cumpleaños.

Ella se marchó de casa obligada por el impresionante acontecimiento que se produciría unos meses más tarde. La hermana no tardó más de diecinueve años en hacer abuela a la madre. La señora era tan increíblemente joven cuando recibió la grata noticia, que en algunos círculos y reductos sociales se llego a sospechar que sería ella la que pariera y no la hija.

El sobrino del holandés vino al mundo con pan debajo del brazo, a pesar de la terrible dificultad con la que se le pudo sacar adelante en los primeros meses de su vida.

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