El don de la calavera

El don de la calavera

Betty Cadavid

23/02/2018

Título de la novela: El don de la calavera

Sinopsis

Los protagonistas son Laura y su padre, Francisco. La muerte de la madre y el posterior desarraigo emocional del padre, sumados a una extraña obsesión, los han separado durante años. Francisco ha dedicado la mayor parte de su vida a buscar la calavera del Marqués de Sade, que según cuentan muchas leyendas, confiere poder y es causa de maldición. Supuestamente quien la posea se convertirá en un escritor prolífico, famoso e inmortal. Por perseguir esa quimera él dejó a la niña de nueve años al cuidado de su abuela y se marchó, primero a París, después a Texas, adonde lo llevaron sus pesquisas. Mientras tanto Laura ha crecido, también obsesionada, más que nada con su padre, llena de vacíos y con una intensa sensación de abandono que ha suplido ejerciendo su poder sobre los demás hombres, buscando algo a lo cual cuidar, e indagando, a su modo, por aquello que representa la calavera.

Tras un pasado algo sórdido como bailarina exótica, Laura está recién casada con un hombre mayor y ya está buscando en un amante aquello que le falta. Ella, como la calavera, ha sido a la vez don y maldición para quienes se han cruzado en su camino, y en ese proceso se ha “ligado” a muchos enemigos, de modo que no es sorprendente que su cadáver aparezca en un descampado, o al menos, un cadáver que podría ser el suyo.

La novela se desarrolla en tres escenarios principales: Bogotá, París y un rancho en San Antonio (Texas), los tres, como parte de una trama policiaca, sicológica y fantástica, que comienza cuando Francisco recibe la noticia de que su hija Laura ha desaparecido, y aunque no es definitivo, todo indica que habría muerto. A partir de ese momento se empiezan a manejar dos tiempos: uno que corresponde a la reconstrucción del pasado de ambos personajes, y otro que relata la nueva búsqueda de Francisco, quien no en vano es un experto en el asunto de buscar, y empieza a desenterrar los secretos de su hija, la desconocida que no obstante llevar su sangre, resulta ser más diabólica y más maravillosa que la codiciada calavera.

La estructura formal de la novela toma elementos tradicionales del género policiaco, es decir: un crimen, un investigador que va siguiendo una serie de pistas y perfilando una serie de sospechosos de los que solo al final se conocerá la verdad. Pero más que nada es la historia de la persecución de una quimera y la crónica de un extraño encuentro final que conjugará en uno solo los dos misterios.

Capítulo 1

“En los cafés recordamos los sueños”

Julio Cortázar

Siempre que Laura entraba al Café Imperial tenía la sensación de que dentro la esperaban, junto a las tazas perfumadas y humeantes, interminables cohortes de fantasmas, retazos de tiempos idos, momentos de un ayer todavía indescifrado… y, claro, los sueños pasados en los que se figuraba que el cafecito quedaba en París y no en Bogotá, que además era invierno, y que el frío le contaría de los sueños que aún estaban por cumplirse. Por eso volvía al Café, a veces sola, a veces acompañada, o como hoy, sola, pero esperando compañía. Bebió un sorbo, sangre oscura del místico grano.

Gerardo apareció en el umbral y le hizo señas con la mano. No encontraba un lugar para parquear, decía a su manera gestual, como siempre en el maldito centro. La mirada y el dedo acusadores parecían sentenciar que la culpa era de ese capricho de ella de ponerse las citas en el Café Imperial. Le indicó que lo esperase y volvió a salir, no sin antes soplarle un beso, tal vez para reiterar que se mantenía dispuesto a viajar en el fortuito y desbocado tren de sus caprichos.

Ella se quedó con la sonrisa complaciente, la que había aprendido de Mami y que no fallaba. Sonrisa de pitillo a punto de sorber la amargura o el poder sin que nadie lo notara. Volvió a pensar en París y en su padre, y en La Romana… La Romana, se dijo, era el café de Dary.

Desde muy joven Laura entendió que la vida no era nada fácil y que, en todo caso, a ella, ni tan fácil ni tan difícil, le había tocado una muy singular. Empezando por su padre que estaba más loco que una cabra y que más que un padre, con los años, había llegado a convertirse en la fotografía de un vaquero en su repisa. Las personas se dividen en las que tienen muchas obsesiones y las que solo tienen una, pensaba Laura, y de todas, las últimas son las peores. A Dary ―como ella le decía, aunque él lo escribiera con doble d (papi en inglés), y así hubiera firmado sus viejas y esporádicas cartas, o sus más recientes y todavía más esporádicos correos― le había tocado ser de aquellas a quienes les obsesionaba una sola cosa. Muchos hombres viven en exclusiva para el trabajo y no hablan de otro tema; otros son infieles incorregibles y permanentemente están a la caza de la próxima aventura; otros beben sin piedad; otros juegan; a otros les preocupa la moral, sobre todo la ajena; otros son fanáticos de un equipo de fútbol o del estudio y otros, los más, están obsesionados con el dinero. Dary solo pensaba en una cosa y a ella dedicaba toda su atención, todos sus esfuerzos y toda la plata que conseguía: buscaba la calavera del Marqués de Sade.

Por eso vivía en Texas, porque hasta allí lo habían llevado las últimas pesquisas conseguidas quién sabe cómo, que le habían indicado que Jack London, el escritor, la había ocultado en un rancho cerca de San Antonio. Mucho tiempo atrás se había trasladado a París, sin pensarlo dos veces, seguro de que por fin su vida tendría sentido y haber nacido se vería justificado, llevó a Laura de escasos nueve años y huérfana de madre a la casa de su suegra y se marchó al sin igual encuentro con su destino. Una investigación intensa y rigurosa lo mantuvo por años en la ciudad, atando cabos y desatando misterios, siguiendo la huella de su reliquia, hasta que descubrió que la calavera estaría enterrada en predios texanos. Se contrató en el rancho donde sin duda encontraría el magnífico entierro como poco menos que arriero y empezó a buscar, palmo por palmo el apetecido cráneo, sin explicar, ni una vez para qué lo quería. Es decir, se supone que quien lo tuviera, por un extraño sortilegio, mezcla de maldición y don, se convertiría en el escritor más prolífico, cotizado y genial que el mundo hubiera visto. Lo que Laura no entendía es que le apremiara tanto la dichosa calavera, pero pusiera poco o ningún empeño en escribir una cuartilla.

Era también un misterio que Jack London, que hasta donde se sabe no pasó nunca por Texas, hubiera tenido oportunidad de hacer tal entierro, pero Dary sostenía, que el escritor había recibido el cráneo de un siniestro francés con el que compartió celda en Erie County, la prisión de Búfalo en donde pagó condena por vagancia, y que antes de regresar a Oakland, según su amigo y protector Sterling se lo pidiera, pasó por la vieja granja y depositó allí su estrafalario tesoro, ya que no estaba interesado en acceder a más maleficios o dones de los que ya tuviera.

Con la intención de ayudar o contrariar a Dary, Laura no estaba segura, tiempo atrás había leído las mil y una biografías de London y cada una de sus obras buscando demostrarle que el entierro no había sido posible, e incluso le había sugerido que hiciera su búsqueda en Glen Ellen, el lugar donde sí tuviera un rancho de mil acres el escritor, pero no consiguió disuadirlo y tampoco encontró pista alguna que cambiara el curso de la búsqueda de Dary. Lo que sí encontró Laura fue la clave de su futura existencia cuando leyó en las páginas de London estas palabras refiriéndose a una mujer que había amado: “Era una loca, lasciva criatura, maravillosa, inmoral y llena de vida hasta el borde. Mi sangre palpita caliente incluso ahora que la vuelvo a conjurar”. Porque deseó con toda su alma haber sido aquella de la novela y que un hombre, aunque no fuera Dary, pudiera obsesionarse con ella de esa manera. Era así como Dary y Laura habían encontrado sin saberlo, una mínima coincidencia.

Con el tiempo, y con toda la herencia que había recibido de los otros abuelos de Laura, Dary había terminado por comprar el rancho, para esculcarlo a sus anchas y le había cambiado, así el nombre como el destino, que ya no servía para cría de ganado y se llamaba, por supuesto, Skull Cave. Qué manera de guardar un secreto.

Entonces Laura creció recibiendo intermitentes noticias, no tanto de su padre como de las pisadas de Jack London y de los poderes seductores de la calavera; de vez en cuando una postal y esa única fotografía que mostraba a Dary sonriente debajo del bigote, con la cara surcada por las huellas del viento y el sol y el entrecejo típico del consagrado lector que había sido antes de que empezara a leer en el torcido libro de su quimera. Sin embargo, Laura lo amaba y recordaba con ternura los días cuando lo consideraba su héroe. De la admiración había pasado a la absolución y de la fascinación a la paciencia, y seguía afirmando con razón—tercamente, se diría, porque lo obvio había sido el abandono—, que a él le debía su amor por las palabras, su deseo febril por la lectura, su léxico privilegiado y su fluidez a la hora de decir lo que fuera.

Cuando Gerardo regresó y se sentó a su lado, Laura le dijo que llevaba días pensando en Dary ¿Por qué sería?

—Siempre me gustó su manera de mirar los libros… era como si se dispusiera a iniciar un romance. Los miraba con atención y empezaba a tocarlos por fuera antes de abrir la primera página. Cuando empezaba a leer, uno creía que iba a hacer un conjuro y acariciaba las hojas antes de darles la vuelta. Era una mezcla de pasión y reverencia… como si fueran mujeres a las que quisiera tirarse.

—No tienes que usar esa expresión, cielo —dijo Gerardo falsamente enojado— ¿No puedes decir hacer el amor que suena más bonito?

Laura se rió con verdaderas ganas, movió la cabeza en señal de negación y le explicó:

—Los hombres no quieren hacerles el amor a las mujeres, si mucho a una en toda la vida. Lo que quieren es tirárselas, comérselas, follarlas. No digo a su mujer, ni a su libro… Es que Dary tenía muchos libros.

—Yo contigo lo quiero todo, lo más bonito y tu sarta de groserías —dijo él y se acercó a besarla—. Para mí eres mi mujer y también todas las mujeres, pero será más tarde que si no, llego tarde al comité.

Le pellizco la nariz y salió sin esperar a que ella dijera que sentía lo mismo porque estaba seguro de que no era así. Tampoco es que diera por hecho que ella tuviera amoríos, pero la conocía bien para saber que le encantaban los libros al por mayor y de toda clase. Celos, amor, rabia, perdón, todos los días la misma historia, el mismo miedo de perderla cuando se marchaba y el mismo alivio de encontrarla cada tarde o cada noche de nuevo en su mundo.

—Hoy llego tempranito, no te demores tú —alcanzó a decir ella antes de retirarle la mirada y con solo eso le devolvió el alma al cuerpo.

Con frecuencia Gerardo se preguntaba cuándo envejecería por fin su esposa que a los 35 parecía de 25, y cuándo los 20 que él le llevaba de ventaja dejarían de ser un abismo.

De vuelta en la oficina, Laura pulsó una tecla para que la pantalla volviera a la vida y abrió el cuadro de Excel en el que estaba trabajando. Frente a cada nombre iba escribiendo fechas y horas mientras consultaba con el calendario del escritorio hasta que terminó todas las columnas. Después empezó a copiar de la página siguiente los títulos de los eventos y pegarlos en la columna anexa a las fechas. Cuando hubo terminado abrió la ventana de su correo institucional y se puso a leer y responder los más de 12 que tenía pendientes. Después bostezó, estiró los brazos y los entrelazó con las manos bien alto sobre su cabeza. Hizo algo similar con las piernas y volvió al teclado. Buscó el diccionario de Google y escribió: pelafustana. Sonrió complacida con la definición.

Abrió el otro correo, el personal y secreto, y empezó a escribir:

Mi adorado Daniel el travieso: a mí me habían dicho muchas cosas en la vida, pero es la primera vez que me llaman pelafustana. Tuve que buscar en el diccionario antes de enfurecerme contigo y prometer que voy a castigarte como te mereces. No me figuro una discusión contigo y todos los improperios que alcanzarás a decir antes de que uno haya entendido el primero… No me figuro, o sí, un poquito, la clase de caricia larga que puede ser contigo, una reconciliación. supongo que todo lo oral, se te da muy bien. Un beso.

Diez minutos después tenía la respuesta de Daniel en la bandeja de entrada. Sonrió, Le pidió a Dorita, su secretaria, el cafecito de la tarde. La chica sonrió y asintió con toda simpatía.

—Sí, mi Laurita, ya mismo voy.

La llegada de Azucena coincidió a la maravilla con el final del correo. Venía, como siempre, de punta en blanco, como sacada de un catálogo para ejecutivas y usando el perfume de dalias exclusivo entre los exclusivos. Le dijo que había llegado a un acuerdo con los dueños del teatro, que solo quedaban pendientes unas firmas y la consignación.

Discutieron un rato algunos detalles hasta que llegó el café, uno solo, por supuesto.

—Qué pena, Doña Susy… no sabía que estaba —se excusó la secretaria y solo recibió a cambio un leve gesto de desdén, casi imperceptible.

—Gracias, Dorita, —sonrió Laura— me tomo el tinto y nos vamos todas. Estoy mamada de trabajar.

Tanto Doris como Azucena dirían después a la Policía que esa fue la última vez que la vieron con vida.

Esa madrugada el teléfono sonó cerca de las dos, y la voz ahogada de Natalia sacó a Laura de un sueño, en el que era ella quien hallaba la calavera del Marqués en la guantera del carro. Para Dary sería su consagración literaria, para ella, lo sabía, quedaban los vicios de Donato y la maldición. Tenía que deshacerse del inmundo hallazgo. Puso en marcha el motor porque tenía que llegar a Charenton, pero el semáforo se mantenía en rojo y timbraba… sí, con tenacidad…

—Aló —dijo un poco confusa con el aparato en el oído.

Natalia le preguntó entre sollozo y sollozo si podía irse para allá. Que había tenido una pelea horrorosa y tenaz, así le dijo, con Migue, es decir, Miguel, el esposo. Pero que no despertara a Gerardo que el asunto era muy delicado y no quería involucrar a su papá. Laura le dijo que bueno, que la esperaba y que, bueno, que mejor que Gerardo no supiera, mientras él la miraba interrogante desde su almohada.

—Era Natalia, que peleó con Miguel. Viene para acá… Dice que no te despierte, así que mejor no te levantes.

—Tiene que ser muy grave, son las dos.

—Alguna bobada, amor. Ya la conoces.

Se levantó mientras él insistía en que si la niña llamaba a esa hora y pedía ayuda era por algo serio. Que a lo mejor la había golpeado, que él mismo iba a tomar cartas en el asunto, que a su hija nadie la maltrataba. Ella insistía en que la niña era la reina del drama, sí, quién sabe de dónde lo habría sacado. Finalmente, Laura le prometió que si había señales de violencia, lo “despertaría”. Al fin y al cabo, había cosas que una mujer no le contaba a un hombre y menos al papá.

Sí había señales de violencia (pero por fa no le digas a papito que se vuelve loco. Migue se transformó, lo vieras, pero que papi no sepa, porfa, prométeme. Te lo cuento porque tú eres tan tranquila y mira como me dejó los brazos con los dedos marcados. Me mandó un puño a la cara, pero alcancé a correrme, pero prométeme).

Laura le prometió y pensó mientras ponía a hervir agua para el té instantáneo que, aunque una promesa funcionaba al contrario de un testamento, y que la que valía era la primera y no la última, ella cumpliría esta que tendría menos consecuencias y que era demandada por una mujer. Siempre sintió que los hombres no eran dignos de tantísima religiosidad, ya que ellos mismos eran incapaces de serles fieles a sus promesas.

Le sirvió el té y ofreció llevar a Santi a dormir con el abuelo. Para que podamos fumar, dijo. El niño dormía profundamente en el sofá y al parecer nada lo inquietaba ni se había enterado de la pelea. (¿Y sí se despertaba? ¿Santí? No, papi. Ya veremos, le digo cualquier cosa). Laura levantó al pequeño y con él en brazos subió las escaleras y entró sigilosa al cuarto donde el dormido la esperaba expectante. Le hizo señal de silencio y puso al bebé en su lado de la cama.

—Duérmete tranquilo que no es nada grave mañana te cuento.

Gerardo iba a protestar, pero ella le echó encima las mantas y cantó en un susurro: “Duérmanse niños, duérmanse ya, que viene el coco y los comerá”. Después, con una sonrisa maliciosa, cantó en la oreja del hombre: “Y si se duerme bien calladito, a esta coquita la comerá”.

Eso no se lo dijo Gerardo a la Policía, pero aquella fue la última vez que Gerardo creyó que era posible la felicidad.

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