Redención en los recuerdos

Redención en los recuerdos

Tobar

09/03/2018

Un día anterior

Sentado en aquella celda, Eliot inclinó el rostro. En una creciente conmoción, era el azar que dirigía los sentimientos agitados en su ser. Le causaba un profundo dolor el haber quedado atado a esta fúnebre habitación. Sin embargo, un nuevo comienzo estaba a punto de caer, la desilusión del lejano volver se fundía ahora en la esperanza adversa, se consumía en la promesa cercana: libertad!

Hoy

15:30

—He vivido sin tener, pero he conservado lo que soy —pensó con determinación—

Levantó la vista hacia el extremo superior de los gigantes portones de la cárcel y pudo ver los rayos del sol que con la delicadeza que carecía su antiguo hábitat rozaban el metal.

—Volvemos a comenzar —pensó, colocando un pie en la vereda, al otro lado de los gigantes plateados—

Traspasó la puerta y el refulgente astro le extendió sus rayos. Caminó sobre la acera, sus pasos eran lentos, pero su corazón y sus emociones corrían a un ritmo acelerado. Con la cabeza encorvada, un sentimiento de increíble energía rebasó en él: gratitud.

Había avanzado lo suficiente y comenzó a adentrarse en las vías por las que se desplazaban algunos vehículos, subió a un taxi, le dio la dirección y el conductor pisó el acelerador.

—Ahora soy uno de ellos —decía dentro sí, hasta que la sombra de un recuerdo apareció—

El cielo yacía cubierto por las espesas y grises nubes de una época lluviosa. Eliot seguía a la espera de su llamado, mientras que sus amigos, entre gritos de gol y recriminación corrían en medio de la vía. Durante muchos partidos de fútbol, el simplemente esperaba, confiado y esperanzado en jugar. Esa oportunidad no llegó. Era uno de ellos, pero nunca sintió serlo, a veces terminaba creyendo que simplemente no existía, que era un fantasma, o tal vez peor si las leyendas de sus vecinos eran ciertas.

—Las calles no son frías —pensó —sus habitantes lo son.

Recordó las mañanas de los días su adolescencia. Entre la fragancia de las palmeras y el ondear de sus hojas, aún primaba agonizante, la calma. Pero más allá de las lunas del vehículo, recorriendo las calles de Lima, las personas transitaban fatigosas, cada quien en algún lugar en sí mismos. Vio a un grupo de estudiantes que entre risas y golpes se dirigían hacia un local de juegos. Antaño recordó los gritos de su madre, quien con afán siempre le había dicho que el éxito venía de un estudio y sacrificio extenuantes.

—Eliot! es la hora del almuerzo! —Oyó ese grito en el páramo de sus recuerdos—. El niño que hay en nosotros tal vez nunca se extingue, esa frase tan maternal, en ocasiones paternal, pero en sus recuerdos no había un llamado para un niño ajeno al entorno familiar, otra vez, los nuestros son siempre más importantes.

El auto se detuvo, levanto la mirada hacia el semáforo, aún permanecía en rojo.

—Solo que algunos siempre rompemos reglas —pensó recordando una pequeña multitud de mujeres, que durante la noche llamaban a sus hijos, algunas, valga decirlo, con algunos reforzadores negativos—

Llego hasta la casa donde vivía, pagó el servicio del taxi y bajó de él. Una pesada soledad recorrió su ser. A sus 23 años, su habitación estaba en el segundo nivel de la vivienda. Alzó la mirada hacia las ventanas, y emergieron de ella miles de astillas de luz, mas recuerdos.

Su madre le ordenó que fuera a la tienda.

—Ya voy —respondió pesadamente, y mientras se levantaba del sillón vio que la pequeña Dilsa se dirigía hacia él—

Eliot, ¿Puedo acompañarte ?
Depende

¿De qué? Preguntó—
Esbozó una sonrisa e inclinándose hacia ella preguntó

¿Cuántos años tienes?

Tengo cinco años. El siguiente mes cumpliré seis.
Ohh! Eso es bastante! —dijo disimulando sorpresa—

¿Verdad que sí? —dijo con alegría—
Claro que no! dijo sonriendo—

Dilsa encogió su cándido rostro.

Puedes venir, ten el dinero, tú lo llevarás.

Ella dio un pequeño salto de alegría.

Congeló esa imagen y emociones dulces volvían a él como un céfiro divino. La familia, ese núcleo tan antiguo, tan primigenio. ¿Que son las calles sino sólo las familias que lo componen?

El funeral de su vida feliz fue así.

Su madre y su hermana esperaban en el coche, su padre estaba cerrando la puerta principal de la casa, mientras Eliot colocaba la guitarra sobre su espalda. El estruendo que después se oyó fue el silencio de su familia. Todos los hogares son tocados por el ángel de la muerte, pero pocos soportan el veneno de su visita, su padre se convirtió en un alcohólico hasta que un día lo encontraron muerto en su habitación, o al menos esa fue la noticia que le llegó hasta la cárcel donde estaba Eliot, sufriendo la condena por asesinar al conductor del camión que destrozó no solo el auto de papá, sino su vida entera.

En el occidente, las nubes se hallaban en su sangrienta apariencia, la efímera jornada del sol se estaba completando, los destellos de luz que su hermana extrañaba al despedirse la calurosa estrella, se estaban apagando. Su dulce voz, una vez más:

—Hermano, ¿Por qué los días terminan?— preguntó mientras se dirigían al parque— La noche no me gusta, me da miedo. Luego le tomó la mano, Eliot sonrió.

—Dilsa, querida, en este planeta todo es breve, desde tus muñecas, las calles y los días, todo acaba, tal vez para recordarnos que al igual que los días terminan, nuestras vidas también lo harán.

En el abrazo de la tarde fría tiritaba el cuerpo de Eliot. Bajo la llama tenue del alumbrado público reposaba él en sus recuerdos, había recorrido las calles y no había distinguido muchas diferencias, todas ellas compartían una sola fragancia, los mismos problemas, las mismas sonrisas, la misma meta que todos perseguimos en nuestro anonimato: felicidad. Fue en sus recuerdos que halló fuerza para el perdón y en el abrazo y la solidaridad de sus vecinos, que halló aceptación.

Ahora sentía ser uno de ellos.

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